Por Joseph S. Nye, catedrático de Harvard. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia. © Project Syndicate, 2007 (EL PAÍS, 23/09/07):
Estados Unidos está hoy paralizado por el problema que se ha creado a sí mismo en Irak, pero los candidatos presidenciales empiezan a preguntarse qué principios deben guiar la política exterior norteamericana a partir de ahora. En mi opinión, centrarse en la obtención de bienes públicos universales -unos bienes que todo el mundo puede consumir sin impedir que otros dispongan de ellos- podría ayudar a EE UU a conciliar su hegemonía con los intereses de los demás.
Evidentemente, los bienes públicos puros son escasos. La mayoría se aproxima sólo en parte al caso ideal del aire limpio, algo de lo que nadie puede quedar excluido y todos pueden beneficiarse al mismo tiempo. El caso más llamativo es seguramente el de la lucha contra el cambio climático.
Si el mayor beneficiario de un bien público (como EE UU) no es el primero en dedicar recursos inmensos a la tarea de obtenerlo, es poco probable que beneficiarios más pequeños puedan conseguirlo, porque es muy difícil organizar una actuación colectiva cuando implica a tanta gente.
Estados Unidos podría beneficiarse doblemente de los bienes públicos en sí y de lo que contribuirían a legitimar su poder a los ojos de los demás. Debería aprender la lección del siglo XIX, cuando Gran Bretaña era hegemónica y se responsabilizaba de mantener el equilibrio de poder entre los principales Estados europeos, fomentar un sistema económico internacional abierto y conservar la libertad de los mares.
El establecimiento de normas que protejan el acceso libre para todos sigue siendo un bien público tan fundamental como entonces, aunque algunos aspectos se han vuelto más complejos. Mantener los equilibrios regionales de poder y contrarrestar los incentivos locales que empujan a emplear la fuerza para cambiar las fronteras, permite la obtención de un bien público para muchos países (no todos). Igualmente, mantener unos mercados mundiales abiertos es una condición necesaria (aunque no suficiente) para aliviar la pobreza en los países menos desarrollados, al tiempo que beneficia a Estados Unidos.
Hoy, sin embargo, los bienes públicos universales abarcan nuevos problemas, no sólo el cambio climático, sino la conservación de las especies en peligro, el espacio exterior y los “recursos comunes virtuales” del ciberespacio. En la opinión pública estadounidense existe un consenso razonable que apoya la defensa tanto de estos bienes como de los “clásicos”, pero Estados Unidos no ha estado en primera línea a la hora de realizar la tarea, sobre todo en lo relativo al cambio climático.
Además, en el mundo de hoy, los bienes públicos universales tienen tres nuevas dimensiones. Ante todo, Estados Unidos debe ser el primero en ayudar a desarrollar y conservar unas leyes e instituciones internacionales que organicen las actuaciones colectivas relacionadas con el comercio, el medio ambiente, la proliferación de armamento, el mantenimiento de la paz, los derechos humanos y otras preocupaciones. Esos esfuerzos beneficiarán a otros, pero también a los estadounidenses.
En segundo lugar, Estados Unidos debe dar más prioridad al desarrollo internacional. Gran parte de la mayoría pobre que habita en el mundo está atrapada en un círculo vicioso de enfermedad, pobreza e inestabilidad política. La ayuda económica y científica de los países ricos es importante, no sólo por razones humanitarias, sino también para evitar que los Estados fallidos se conviertan en fuentes de problemas para el resto del mundo.
Tampoco aquí es muy admirable el historial de Estados Unidos. El proteccionismo comercial suele perjudicar a los países pobres, y la ayuda exterior es impopular en la opinión pública estadounidense. El desarrollo necesita mucho tiempo, y la comunidad internacional tiene que buscar mejores formas de garantizar que la ayuda llegue de verdad a los pobres, pero es aconsejable que EE UU tome las riendas.
Por último, como potencia hegemónica, EE UU puede proporcionar un bien público muy importante haciendo de mediador y enlace. Cada vez que EE UU ha utilizado sus buenos oficios para mediar en conflictos en lugares como Irlanda del Norte, Marruecos y el mar Egeo, el resultado ha sido beneficioso.
Hoy el caso fundamental es Oriente Próximo. Incluso si EE UU no quiere hacerse cargo, sí puede compartir la responsabilidad con otros, como ocurrió con Europa en los Balcanes. Pero es frecuente que sea el único país en situación de poder sentar a negociar a las partes de un conflicto.
Cuando ejerce esa responsabilidad, Estados Unidos incrementa su poder blando y elimina inestabilidad. Y puede animar a otros países a que también contribuyan a producir bienes públicos. Recibir con satisfacción el poder creciente de China, en la medida en que convierte a dicho país en “accionista responsable”, es una invitación a entablar un diálogo de ese tipo.
Estados Unidos seguirá siendo seguramente la mayor potencia mundial cuando logre salir del atolladero de Irak. Pero va a tener que aprender a colaborar con otros países. Para ello tendrá que combinar el poder blando de la capacidad de atracción con el duro de la fuerza militar, a fin de elaborar una estrategia de “poder inteligente” capaz de producir bienes públicos universales.
Estados Unidos está hoy paralizado por el problema que se ha creado a sí mismo en Irak, pero los candidatos presidenciales empiezan a preguntarse qué principios deben guiar la política exterior norteamericana a partir de ahora. En mi opinión, centrarse en la obtención de bienes públicos universales -unos bienes que todo el mundo puede consumir sin impedir que otros dispongan de ellos- podría ayudar a EE UU a conciliar su hegemonía con los intereses de los demás.
Evidentemente, los bienes públicos puros son escasos. La mayoría se aproxima sólo en parte al caso ideal del aire limpio, algo de lo que nadie puede quedar excluido y todos pueden beneficiarse al mismo tiempo. El caso más llamativo es seguramente el de la lucha contra el cambio climático.
Si el mayor beneficiario de un bien público (como EE UU) no es el primero en dedicar recursos inmensos a la tarea de obtenerlo, es poco probable que beneficiarios más pequeños puedan conseguirlo, porque es muy difícil organizar una actuación colectiva cuando implica a tanta gente.
Estados Unidos podría beneficiarse doblemente de los bienes públicos en sí y de lo que contribuirían a legitimar su poder a los ojos de los demás. Debería aprender la lección del siglo XIX, cuando Gran Bretaña era hegemónica y se responsabilizaba de mantener el equilibrio de poder entre los principales Estados europeos, fomentar un sistema económico internacional abierto y conservar la libertad de los mares.
El establecimiento de normas que protejan el acceso libre para todos sigue siendo un bien público tan fundamental como entonces, aunque algunos aspectos se han vuelto más complejos. Mantener los equilibrios regionales de poder y contrarrestar los incentivos locales que empujan a emplear la fuerza para cambiar las fronteras, permite la obtención de un bien público para muchos países (no todos). Igualmente, mantener unos mercados mundiales abiertos es una condición necesaria (aunque no suficiente) para aliviar la pobreza en los países menos desarrollados, al tiempo que beneficia a Estados Unidos.
Hoy, sin embargo, los bienes públicos universales abarcan nuevos problemas, no sólo el cambio climático, sino la conservación de las especies en peligro, el espacio exterior y los “recursos comunes virtuales” del ciberespacio. En la opinión pública estadounidense existe un consenso razonable que apoya la defensa tanto de estos bienes como de los “clásicos”, pero Estados Unidos no ha estado en primera línea a la hora de realizar la tarea, sobre todo en lo relativo al cambio climático.
Además, en el mundo de hoy, los bienes públicos universales tienen tres nuevas dimensiones. Ante todo, Estados Unidos debe ser el primero en ayudar a desarrollar y conservar unas leyes e instituciones internacionales que organicen las actuaciones colectivas relacionadas con el comercio, el medio ambiente, la proliferación de armamento, el mantenimiento de la paz, los derechos humanos y otras preocupaciones. Esos esfuerzos beneficiarán a otros, pero también a los estadounidenses.
En segundo lugar, Estados Unidos debe dar más prioridad al desarrollo internacional. Gran parte de la mayoría pobre que habita en el mundo está atrapada en un círculo vicioso de enfermedad, pobreza e inestabilidad política. La ayuda económica y científica de los países ricos es importante, no sólo por razones humanitarias, sino también para evitar que los Estados fallidos se conviertan en fuentes de problemas para el resto del mundo.
Tampoco aquí es muy admirable el historial de Estados Unidos. El proteccionismo comercial suele perjudicar a los países pobres, y la ayuda exterior es impopular en la opinión pública estadounidense. El desarrollo necesita mucho tiempo, y la comunidad internacional tiene que buscar mejores formas de garantizar que la ayuda llegue de verdad a los pobres, pero es aconsejable que EE UU tome las riendas.
Por último, como potencia hegemónica, EE UU puede proporcionar un bien público muy importante haciendo de mediador y enlace. Cada vez que EE UU ha utilizado sus buenos oficios para mediar en conflictos en lugares como Irlanda del Norte, Marruecos y el mar Egeo, el resultado ha sido beneficioso.
Hoy el caso fundamental es Oriente Próximo. Incluso si EE UU no quiere hacerse cargo, sí puede compartir la responsabilidad con otros, como ocurrió con Europa en los Balcanes. Pero es frecuente que sea el único país en situación de poder sentar a negociar a las partes de un conflicto.
Cuando ejerce esa responsabilidad, Estados Unidos incrementa su poder blando y elimina inestabilidad. Y puede animar a otros países a que también contribuyan a producir bienes públicos. Recibir con satisfacción el poder creciente de China, en la medida en que convierte a dicho país en “accionista responsable”, es una invitación a entablar un diálogo de ese tipo.
Estados Unidos seguirá siendo seguramente la mayor potencia mundial cuando logre salir del atolladero de Irak. Pero va a tener que aprender a colaborar con otros países. Para ello tendrá que combinar el poder blando de la capacidad de atracción con el duro de la fuerza militar, a fin de elaborar una estrategia de “poder inteligente” capaz de producir bienes públicos universales.
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