Por Ramón Trillo Torres, Presidente de la Sala Tercera del Tribunal Supremo (ABC, 18/09/07):
El tiempo, el concepto de su existencia en continuado transcurso, constituye probablemente la más angustiosa manifestación de que el hombre es un ser limitado. El hecho notorio de que su vida tiene un límite temporal ha estado de siempre presente en sus decisiones, incluso en las de quienes confían en una eternidad personal posterior a su muerte. La presencia de esta ontológica cortedad de la existencia humana se ha reflejado no sólo en los proyectos y las actitudes de la vida de cada persona individualmente considerada, sino que además el ser humano viviendo en sociedad se ha visto también obligado a introducir el tiempo como elemento esencial a la hora de establecer las normas que rigen la convivencia social.
Así, en el derecho civil, todos celebramos contratos en los que fijamos el tiempo en que han de cumplirse las obligaciones que en ellos se asumen y la Ley fija también unos tiempos, los llamados plazos de prescripción, cuyo simple transcurso permite dar por finiquitadas las obligaciones e incluso el derecho del Estado a castigar a los delincuentes o bien que se adquieran derechos que sólo el tiempo autoriza entender que pertenecen a una persona a la que al principio no le pertenecían.
Pero la presencia del tiempo como elemento definidor de la vida humana también se ha hecho presente en el ámbito de lo público, de la ordenación política de la sociedad. Y son precisamente las sociedades clásicas, las de Atenas y Roma, las que superando primitivas formas de poder absoluto y vitalicio de un Rey, introducen el modelo de la temporalidad de los cargos públicos, para una mejor posibilidad de su renovación y de su control por parte del pueblo.
Este noble origen, combinado con la idea muy posterior de participación de los ciudadanos en la cosa pública a través de sus representantes parlamentarios, ha hecho que en las Constituciones modernas se limiten los tiempos en que los órganos constitucionales puedan permanecer con una misma composición de personas y atender así a su saludable renovación. Se establece de esta forma una clara vinculación entre poder político y democracia, que fue en su origen la razón de ser de la temporalidad en los cargos públicos de la época clásica.
Dentro de nuestra Constitución, el plazo con mayor relevancia política es el de los cuatro años previstos como duración máxima del mandato de las Cortes Generales. Este plazo deriva su trascendencia de que en ellas está representada la soberanía nacional, que reside en el pueblo español, y que al tener nuestro sistema naturaleza parlamentaria y por eso estar obligado el Gobierno a gozar de la confianza del Parlamento, aquel plazo de cuatro años constituye también un límite temporal para la acción de cada Gobierno concreto.
Pero hay otros plazos importantes en la Constitución y uno de ellos es el previsto para el Consejo General de Poder Judicial. Se dice en ella que el Consejo «… estará integrado por el Presidente del Tribunal Supremo, que lo presidirá, y por veinte miembros nombrados por el Rey por un período de cinco años».
Una primera y muy importante reflexión que de esto se deriva es que así como el Constituyente quiso que Cortes Generales y Gobierno fuesen básicamente coincidentes en sus tiempos, en cuanto que éste depende de la confianza de aquellas, sin embargo se atuvo a un tiempo distinto para el Consejo, sin duda para destacar su papel de protector de la independencia judicial, tarea independiente, a su vez, del ir y venir políticos que constituyen el acontecer ordinario de las democracias parlamentarias, dependientes del sufragio de la ciudadanía.
Si esto es así -y lo es-, -el forzar los tiempos previstos en la Constitución -concretamente, el de los cinco años de duración del mandato de los miembros del Consejo- para hacer coincidir su renovación con los tiempos de las elecciones generales, vinculando esta renovación a eventuales cambios o continuidades políticas que de ellos se deriven, constituye no sólo un incumplimiento por retraso en el tiempo de un explícito y claro mandato constitucional, sino además un fraude constitucional de fondo, porque ataca de frente al querer constitucional de que sean distintos los tiempos electorales y los de renovación del Consejo. El hecho al que estamos asistiendo de una prórroga del mandato del Consejo por falta de acuerdo de los partidos políticos respecto a la designación de sus miembros, resulta tanto social como políticamente de muy dificultosa digestión: la sociedad asiste atónita al espectáculo de un órgano constitucional agotado, excedido de su tiempo constitucional, anquilosado en una apariencia de partidismo esclerótico y fortísimamente contestado por una magistratura que ya no se ve en él representada y tampoco suficientemente tutelada en su objetiva y esencial independencia.
Desde el punto de vista político, la sensación que se transmite es la de un tacticismo y parcialidad de vuelo bajo, que prescinde de las finalidades constitucionales de la institución y que se muestra incapaz de reconocer ámbitos de decisión que, escapando de la pura y simple servidumbre, acepte un razonable consenso en la designación de personas que por su prestigio y capacidad sean aptos para remar en la barca con su propio esfuerzo, sin necesidad de partir de la presunción de que deban ser personas dispuestas a poner permanentemente la mirada sumisa en quienes los colocaron en la poltrona.
Se discute estos días sobre la necesidad o no de la educación en la ciudadanía. No me toca pronunciarme sobre el tema, pero sí me parece evidente una afirmación: los parlamentarios, representantes de la soberanía, darían un hermoso, gratificante testimonio de educación ciudadana si cumplieran con premura, sin más dilación, el mandato constitucional de designar los miembros del Consejo que ha de sustituir al que está en funciones.
Jean Etienne Marie Portalis fue uno de los cuatro juristas que intervinieron en la redacción final del Code Civil des Français, promulgado en el año 1804, en el que se remansaron las aguas burguesas de la Revolución. También fue él quien pronunció el discurso preliminar de su presentación ante el Conseil d´Etat, en el que se contiene una frase que casi suena a sagrada: «la justicia es la primera deuda de la soberanía».
Nuestros representantes parlamentarios no han pagado todavía un plazo de esta deuda en el tiempo en que constitucionalmente les es exigible. A la fecha de apertura del nuevo Año Judicial, esta mora es casi de un año. Pienso que sería una acto encomiable de responsabilidad cívica, política y diría que incluso ética, el que hicieran el esfuerzo supremo de alcanzar un acuerdo antes de que la demora produzca perjuicios y daños insoportables a la institución concernida.
El tiempo, el concepto de su existencia en continuado transcurso, constituye probablemente la más angustiosa manifestación de que el hombre es un ser limitado. El hecho notorio de que su vida tiene un límite temporal ha estado de siempre presente en sus decisiones, incluso en las de quienes confían en una eternidad personal posterior a su muerte. La presencia de esta ontológica cortedad de la existencia humana se ha reflejado no sólo en los proyectos y las actitudes de la vida de cada persona individualmente considerada, sino que además el ser humano viviendo en sociedad se ha visto también obligado a introducir el tiempo como elemento esencial a la hora de establecer las normas que rigen la convivencia social.
Así, en el derecho civil, todos celebramos contratos en los que fijamos el tiempo en que han de cumplirse las obligaciones que en ellos se asumen y la Ley fija también unos tiempos, los llamados plazos de prescripción, cuyo simple transcurso permite dar por finiquitadas las obligaciones e incluso el derecho del Estado a castigar a los delincuentes o bien que se adquieran derechos que sólo el tiempo autoriza entender que pertenecen a una persona a la que al principio no le pertenecían.
Pero la presencia del tiempo como elemento definidor de la vida humana también se ha hecho presente en el ámbito de lo público, de la ordenación política de la sociedad. Y son precisamente las sociedades clásicas, las de Atenas y Roma, las que superando primitivas formas de poder absoluto y vitalicio de un Rey, introducen el modelo de la temporalidad de los cargos públicos, para una mejor posibilidad de su renovación y de su control por parte del pueblo.
Este noble origen, combinado con la idea muy posterior de participación de los ciudadanos en la cosa pública a través de sus representantes parlamentarios, ha hecho que en las Constituciones modernas se limiten los tiempos en que los órganos constitucionales puedan permanecer con una misma composición de personas y atender así a su saludable renovación. Se establece de esta forma una clara vinculación entre poder político y democracia, que fue en su origen la razón de ser de la temporalidad en los cargos públicos de la época clásica.
Dentro de nuestra Constitución, el plazo con mayor relevancia política es el de los cuatro años previstos como duración máxima del mandato de las Cortes Generales. Este plazo deriva su trascendencia de que en ellas está representada la soberanía nacional, que reside en el pueblo español, y que al tener nuestro sistema naturaleza parlamentaria y por eso estar obligado el Gobierno a gozar de la confianza del Parlamento, aquel plazo de cuatro años constituye también un límite temporal para la acción de cada Gobierno concreto.
Pero hay otros plazos importantes en la Constitución y uno de ellos es el previsto para el Consejo General de Poder Judicial. Se dice en ella que el Consejo «… estará integrado por el Presidente del Tribunal Supremo, que lo presidirá, y por veinte miembros nombrados por el Rey por un período de cinco años».
Una primera y muy importante reflexión que de esto se deriva es que así como el Constituyente quiso que Cortes Generales y Gobierno fuesen básicamente coincidentes en sus tiempos, en cuanto que éste depende de la confianza de aquellas, sin embargo se atuvo a un tiempo distinto para el Consejo, sin duda para destacar su papel de protector de la independencia judicial, tarea independiente, a su vez, del ir y venir políticos que constituyen el acontecer ordinario de las democracias parlamentarias, dependientes del sufragio de la ciudadanía.
Si esto es así -y lo es-, -el forzar los tiempos previstos en la Constitución -concretamente, el de los cinco años de duración del mandato de los miembros del Consejo- para hacer coincidir su renovación con los tiempos de las elecciones generales, vinculando esta renovación a eventuales cambios o continuidades políticas que de ellos se deriven, constituye no sólo un incumplimiento por retraso en el tiempo de un explícito y claro mandato constitucional, sino además un fraude constitucional de fondo, porque ataca de frente al querer constitucional de que sean distintos los tiempos electorales y los de renovación del Consejo. El hecho al que estamos asistiendo de una prórroga del mandato del Consejo por falta de acuerdo de los partidos políticos respecto a la designación de sus miembros, resulta tanto social como políticamente de muy dificultosa digestión: la sociedad asiste atónita al espectáculo de un órgano constitucional agotado, excedido de su tiempo constitucional, anquilosado en una apariencia de partidismo esclerótico y fortísimamente contestado por una magistratura que ya no se ve en él representada y tampoco suficientemente tutelada en su objetiva y esencial independencia.
Desde el punto de vista político, la sensación que se transmite es la de un tacticismo y parcialidad de vuelo bajo, que prescinde de las finalidades constitucionales de la institución y que se muestra incapaz de reconocer ámbitos de decisión que, escapando de la pura y simple servidumbre, acepte un razonable consenso en la designación de personas que por su prestigio y capacidad sean aptos para remar en la barca con su propio esfuerzo, sin necesidad de partir de la presunción de que deban ser personas dispuestas a poner permanentemente la mirada sumisa en quienes los colocaron en la poltrona.
Se discute estos días sobre la necesidad o no de la educación en la ciudadanía. No me toca pronunciarme sobre el tema, pero sí me parece evidente una afirmación: los parlamentarios, representantes de la soberanía, darían un hermoso, gratificante testimonio de educación ciudadana si cumplieran con premura, sin más dilación, el mandato constitucional de designar los miembros del Consejo que ha de sustituir al que está en funciones.
Jean Etienne Marie Portalis fue uno de los cuatro juristas que intervinieron en la redacción final del Code Civil des Français, promulgado en el año 1804, en el que se remansaron las aguas burguesas de la Revolución. También fue él quien pronunció el discurso preliminar de su presentación ante el Conseil d´Etat, en el que se contiene una frase que casi suena a sagrada: «la justicia es la primera deuda de la soberanía».
Nuestros representantes parlamentarios no han pagado todavía un plazo de esta deuda en el tiempo en que constitucionalmente les es exigible. A la fecha de apertura del nuevo Año Judicial, esta mora es casi de un año. Pienso que sería una acto encomiable de responsabilidad cívica, política y diría que incluso ética, el que hicieran el esfuerzo supremo de alcanzar un acuerdo antes de que la demora produzca perjuicios y daños insoportables a la institución concernida.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario