Por Manuel Ramírez, catedrático de Derecho Político (ABC, 22/09/07):
No hace demasiado tiempo, estando el PSOE en el Gobierno, quien ocupara la Vice-Presidencia, Alfonso Guerra, lanzó una frase, de esas que no se olvidan: «Montesquieu ha muerto». Muchas vueltas se dieron intentando acertar lo que el político sevillano había querido decir con una afirmación tan tajante. El ilustre pensador francés había sido, como antaño se sabía desde el bachillerato, el padre formulador de la teoría de la división de poderes, pieza fundamental de toda Constitución a partir de entonces. Dividir los poderes y garantizar los derechos eran los supuestos que permitían hablar de que un país tenía Constitución. Así lo aportó el pensamiento revolucionario francés y así fue recogido, una y otra vez, en los textos de nuestro histórico constitucionalismo, comenzando por la gran Constitución de 1812. De aquí que no se entendiera muy bien el alcance de la afirmación que hemos reproducido. Y es que, al menos en lo que se me alcanza, su autor no explicó, como necesario complemento, quién, cómo y por qué había asestado tan letal golpe al barón francés.
Pero la realidad es que, desde que esta teoría sobre la separación de poderes apareciera, muchas cábalas se han sucedido intentando explicar una u otra realidad histórica no precisamente ajustada al veredicto de Montesquieu. Como es sabido, el noble francés está obsesionado en la búsqueda de la libertad política. Y ha puesto sus ojos en Inglaterra, mucho más por influencia de las lecturas de Locke y Harrington que por la realidad que dicho país está pasando a mediados del siglo XVIII. Y tras señalar la falta de libertad tanto si la función legislativa cuanto la de juzgar están en las mismas manos, afirma rotundamente en el Libro XI de su «Espíritu de las leyes»: «Todo estaría perdido (es decir, estaría perdida la libertad política) si un mismo hombre, o un mismo cuerpo de los principales, de los nobles o del cuerpo, tuviese el ejercicio de las tres potestades, la de hacer las leyes, la de ejecutar las resoluciones públicas y la de juzgar los delitos o de las diferencias de los particulares».
Tras aparecer la teoría de la separación de poderes, no tardan en surgir interpretaciones científicas que intentan adentrarse en el verdadero sentido de la misma. El veredicto de Monstequieu se convierte de inmediato en una especie de idea-mito que se extiende en el constitucionalismo de la época. Desde la Declaración de Derechos de Virginia de 1776 hasta la elevación a dogma en el famoso artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombres y del Ciudadano («Toda sociedad en la cual la garantía de estos derechos no está asegurada y la separación de poderes determinada no tiene constitución»). Pero si el punto de partida es plenamente aceptado en el Nuevo Régimen, sus interpretaciones no carecen de diferencias. No tema el lector que no voy a cansarle con ellas. Únicamente me parece necesario señalar dos consecuencias. La primera, la afirmación de Monstesquieu parece dirigida a la figura del Rey. Ningún Rey podrá tener en sus manos los tres poderes. Y aquí se encuentra la gran paradoja, posteriormente desarrollada por Althusser: Monstesquieu, que pertenecía a la nobleza origina que «un opositor de derechas, en el curso del siglo, sirve a todos los opositores de izquierdas». Y así es, como segunda consecuencia: el sistema de Montesquieu acabará representando, en sus líneas generales, la estructura típica de la división de poderes de todo Estado liberal.
Pero el devenir histórico, aun manteniendo en el frontispicio de todas sus Constituciones la afirmación de poderes separados, se ha originado lo que Montesquieu no quería: el predominio casi absoluto de uno de ellos. La primera ruptura del equilibrio tiene lugar con la consolidación del Estado de derecho, forjado a lo largo del mismo siglo XIX, que conoce el claro predominio del poder legislativo. Estamos ante la indudable hegemonía de la Asamblea y de los regímenes de asamblea. Es en ella el lugar en que descansa la soberanía y, por ende, de ella dependerá todo el desarrollo de la vida política. Por poner únicamente un ejemplo, es el modelo, ya trasnochado, en el que se basó toda la vida de nuestra Segunda República, con la consiguiente inestabilidad de los gobiernos. La Asamblea todo lo podía y todo lo pudo. Pero precisamente para evitar esta inestabilidad, el siglo XX, bien temprano, va a tener como base «el reforzamiento del Ejecutivo», propio del Estado Social de Derecho. Los textos constitucionales, hasta nuestros días, pondrán especial énfasis en la aparición de «gobiernos fuertes». Los métodos son muy variados y casi todos obedecen a la necesidad de hacer frente, desde una postura fuerte, a las características de la política en los siglos XX y XXI. Tampoco voy a aburrir con la cita extensa de medidas. Volviendo a nuestro país, piénsese que eso es lo que pretende la controvertida «moción de censura constructiva», presente en nuestra actual Constitución.
Dos fuertes dardos contra Montesquieu. Pero ahí sigue. Al menos en el discurso político y como lema venerado.
El final de la agonía y la anunciada muerte se da con la consolidación del actual «Estado de Partidos». Ahora son ellos quienes tienen la llave de una hegemonía que puede extenderse en los tres poderes. Por una vía similar a ésta: a) Un partido triunfa en unas elecciones y, por ende, obtiene la mayoría parlamentaria. b) De esa mayoría, propia o nacida por pactos con otros partidos, surge la formación de un gobierno (poder ejecutivo) y c) Cuando la Constitución encarga al Parlamento la designación de miembros del poder judicial, son los partidos los que, de nuevo, se ponen de acuerdo (nefasta costumbre de «las cuotas») en los nombres a ofrecer. ¡Siempre los partidos!
Y aquí está el dilema. Si Montesquieu ha muerto, quien le sucede, nada más y nada menos, es el reinado de los partidos. Pero, ¿se puede confesar y predicar esto en una democracia llamada liberal? En las no liberales, ni en los regímenes no democráticos no hay problema, naturalmente. Entre nosotros, como es sabido, en el inmediato pasado, el tema no poseía dudas: unidad de poder en la persona de Franco y coordinación de funciones. El maestro García Pelayo ha intentado salvar el tema con la afirmación de que lo que tenemos es la interacción de dos sistemas: el jurídico-político y sociopolítico. Y confesando que en la actualidad es «necesaria la revisión de principios que parecían intocables» y a lo que asistimos es al proceso en el que las decisiones de los partidos se imputan jurídicamente al Estado.
Aunque personalmente no me agrada en demasía el argumento del maestro, creo que el dilema continúa y habrá que optar. Aunque, por lo menos, queda claro quiénes son los autores de la muerte de Montesquieu.
No hace demasiado tiempo, estando el PSOE en el Gobierno, quien ocupara la Vice-Presidencia, Alfonso Guerra, lanzó una frase, de esas que no se olvidan: «Montesquieu ha muerto». Muchas vueltas se dieron intentando acertar lo que el político sevillano había querido decir con una afirmación tan tajante. El ilustre pensador francés había sido, como antaño se sabía desde el bachillerato, el padre formulador de la teoría de la división de poderes, pieza fundamental de toda Constitución a partir de entonces. Dividir los poderes y garantizar los derechos eran los supuestos que permitían hablar de que un país tenía Constitución. Así lo aportó el pensamiento revolucionario francés y así fue recogido, una y otra vez, en los textos de nuestro histórico constitucionalismo, comenzando por la gran Constitución de 1812. De aquí que no se entendiera muy bien el alcance de la afirmación que hemos reproducido. Y es que, al menos en lo que se me alcanza, su autor no explicó, como necesario complemento, quién, cómo y por qué había asestado tan letal golpe al barón francés.
Pero la realidad es que, desde que esta teoría sobre la separación de poderes apareciera, muchas cábalas se han sucedido intentando explicar una u otra realidad histórica no precisamente ajustada al veredicto de Montesquieu. Como es sabido, el noble francés está obsesionado en la búsqueda de la libertad política. Y ha puesto sus ojos en Inglaterra, mucho más por influencia de las lecturas de Locke y Harrington que por la realidad que dicho país está pasando a mediados del siglo XVIII. Y tras señalar la falta de libertad tanto si la función legislativa cuanto la de juzgar están en las mismas manos, afirma rotundamente en el Libro XI de su «Espíritu de las leyes»: «Todo estaría perdido (es decir, estaría perdida la libertad política) si un mismo hombre, o un mismo cuerpo de los principales, de los nobles o del cuerpo, tuviese el ejercicio de las tres potestades, la de hacer las leyes, la de ejecutar las resoluciones públicas y la de juzgar los delitos o de las diferencias de los particulares».
Tras aparecer la teoría de la separación de poderes, no tardan en surgir interpretaciones científicas que intentan adentrarse en el verdadero sentido de la misma. El veredicto de Monstequieu se convierte de inmediato en una especie de idea-mito que se extiende en el constitucionalismo de la época. Desde la Declaración de Derechos de Virginia de 1776 hasta la elevación a dogma en el famoso artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombres y del Ciudadano («Toda sociedad en la cual la garantía de estos derechos no está asegurada y la separación de poderes determinada no tiene constitución»). Pero si el punto de partida es plenamente aceptado en el Nuevo Régimen, sus interpretaciones no carecen de diferencias. No tema el lector que no voy a cansarle con ellas. Únicamente me parece necesario señalar dos consecuencias. La primera, la afirmación de Monstesquieu parece dirigida a la figura del Rey. Ningún Rey podrá tener en sus manos los tres poderes. Y aquí se encuentra la gran paradoja, posteriormente desarrollada por Althusser: Monstesquieu, que pertenecía a la nobleza origina que «un opositor de derechas, en el curso del siglo, sirve a todos los opositores de izquierdas». Y así es, como segunda consecuencia: el sistema de Montesquieu acabará representando, en sus líneas generales, la estructura típica de la división de poderes de todo Estado liberal.
Pero el devenir histórico, aun manteniendo en el frontispicio de todas sus Constituciones la afirmación de poderes separados, se ha originado lo que Montesquieu no quería: el predominio casi absoluto de uno de ellos. La primera ruptura del equilibrio tiene lugar con la consolidación del Estado de derecho, forjado a lo largo del mismo siglo XIX, que conoce el claro predominio del poder legislativo. Estamos ante la indudable hegemonía de la Asamblea y de los regímenes de asamblea. Es en ella el lugar en que descansa la soberanía y, por ende, de ella dependerá todo el desarrollo de la vida política. Por poner únicamente un ejemplo, es el modelo, ya trasnochado, en el que se basó toda la vida de nuestra Segunda República, con la consiguiente inestabilidad de los gobiernos. La Asamblea todo lo podía y todo lo pudo. Pero precisamente para evitar esta inestabilidad, el siglo XX, bien temprano, va a tener como base «el reforzamiento del Ejecutivo», propio del Estado Social de Derecho. Los textos constitucionales, hasta nuestros días, pondrán especial énfasis en la aparición de «gobiernos fuertes». Los métodos son muy variados y casi todos obedecen a la necesidad de hacer frente, desde una postura fuerte, a las características de la política en los siglos XX y XXI. Tampoco voy a aburrir con la cita extensa de medidas. Volviendo a nuestro país, piénsese que eso es lo que pretende la controvertida «moción de censura constructiva», presente en nuestra actual Constitución.
Dos fuertes dardos contra Montesquieu. Pero ahí sigue. Al menos en el discurso político y como lema venerado.
El final de la agonía y la anunciada muerte se da con la consolidación del actual «Estado de Partidos». Ahora son ellos quienes tienen la llave de una hegemonía que puede extenderse en los tres poderes. Por una vía similar a ésta: a) Un partido triunfa en unas elecciones y, por ende, obtiene la mayoría parlamentaria. b) De esa mayoría, propia o nacida por pactos con otros partidos, surge la formación de un gobierno (poder ejecutivo) y c) Cuando la Constitución encarga al Parlamento la designación de miembros del poder judicial, son los partidos los que, de nuevo, se ponen de acuerdo (nefasta costumbre de «las cuotas») en los nombres a ofrecer. ¡Siempre los partidos!
Y aquí está el dilema. Si Montesquieu ha muerto, quien le sucede, nada más y nada menos, es el reinado de los partidos. Pero, ¿se puede confesar y predicar esto en una democracia llamada liberal? En las no liberales, ni en los regímenes no democráticos no hay problema, naturalmente. Entre nosotros, como es sabido, en el inmediato pasado, el tema no poseía dudas: unidad de poder en la persona de Franco y coordinación de funciones. El maestro García Pelayo ha intentado salvar el tema con la afirmación de que lo que tenemos es la interacción de dos sistemas: el jurídico-político y sociopolítico. Y confesando que en la actualidad es «necesaria la revisión de principios que parecían intocables» y a lo que asistimos es al proceso en el que las decisiones de los partidos se imputan jurídicamente al Estado.
Aunque personalmente no me agrada en demasía el argumento del maestro, creo que el dilema continúa y habrá que optar. Aunque, por lo menos, queda claro quiénes son los autores de la muerte de Montesquieu.
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