Por Arcadi Espada (EL MUNDO, 15/09/07):
Querido J:
Te confieso que, a primera vista, me ha causado gran extrañeza la audacia de la última decisión del Gobierno. No porque a este Gobierno le haya faltado la audacia: sólo hay que ver la lista de sus fracasos. Pero no me esperaba que corriera el riesgo de legislar, a muy pocos meses de las elecciones y de manera tan llamativa, contra la opinión pública. Lo hizo, y lo hizo muy bien, cuando el asunto de los matrimonios homosexuales, muy al principio de la legislatura. Pero la audacia del Ejecutivo, sea la negociación con los terroristas, las reformas estatutarias o la ley de Memoria Histórica, siempre ha contado con el respaldo de una parte cualitativamente muy apreciable y casi siempre mayoritaria de la opinión. Es probable que este Gobierno tenga convicciones, pero activarlas ha requerido casi siempre la influyente recomendación de las encuestas.
La extraña audacia es responsabilidad concreta de la ministra de Educación, Mercedes Cabrera, por su decisión de aumentar el nivel de permisión del fracaso escolar. Hasta cuatro asignaturas (es decir, la mitad del total) podrá suspender el mozalbete sin que semejante resultado le impida pasar de curso.
Desde el punto de vista ideológico la decisión no tiene mayor misterio. Hace muchos años que lo dejó escrito Revel: «El buen alumno debe ser mantenido al nivel del malo, considerado como el equitativo punto medio social. Se redistribuye el éxito escolar como el Estado socialista redistribuye las rentas». También está, para averiguar el subsuelo de todo esto, la terminante declaración de nuestro buen amigo Xavier Pericay, en su colección de artículos sobre la educación: «La enseñanza ya no es ese legado que los padres dejaban a sus hijos para que pudieran abrirse paso en la vida. La enseñanza se ha convertido en una pérdida de tiempo. Como el servicio militar de antaño».
No creo que la medida vaya a ser técnicamente muy perniciosa. Más bien no servirá para nada, y desde luego nada de nada a la hora de corregir los niveles de abandono escolar, que es lo que se propone. Lo decisivo de ella es el impacto social, el eco del titular. Este reforzamiento del prestigio de la burricie, que crece día a día por encima del barril de petróleo, no parece que sea lo que la gente reclame con mayor ímpetu. A mí me parece que la gente (ya te dije que siempre a primera vista) debe de sentirse ofendida por el tratamiento gubernamental de las cosas del saber. Los borriquitos, porque a nadie le gusta verse así retratado y que legislen para uno en ese plan («El Gobierno piensa en ti») no deja de ser algo humillante. La ofensa del resto es muy sencilla de entender: el Gobierno los declara borriquitos… por estudiar. La medida, huelga decirlo, padece la recidiva del pulgón socialdemócrata: en vez de acabar de una vez por todas con las calificaciones y de convertir la escuela en un apéndice de la televisión se opta por reducirlas a un trámite ficcional, lo que es mucho más infeccioso.
La magnitud de la audacia parece colosal y definitiva si se piensa que sólo ha traído protestas. No he leído a nadie que haya salido en defensa de los planes del Gobierno y sí, en cambio, mucho ruido malcontento en las cartas a los periódicos, en los foros internáuticos y en las tertulias de los medios. En todos esos lugares se alude a la necesidad de preservar el esfuerzo, al imprescindible regreso de la costumbre del mérito y del trabajo.
Y lo dicen incluso gentes que aseguran votar al Partido Socialista o a sus aledaños. ¿Es posible, pues, que el lobby profesoral, los gestores del lúdico falansterio (bien: lúdico, excepto en el patio, donde no se podrá jugar sino hablar en catalán: era lo que faltaba para hacer de esa desdichada lengua una lengua simpática) en que se han convertido las escuelas de España, y no sólo las públicas, tengan tanto poder como para imponerse al conjunto de la opinión y del sentido común ciudadano?
Hummm… Algo falla, naturalmente. Falla la mayoría silenciosa. Una de los acontecimientos más notables de los últimos tiempos es el cambio de signo de la mayoría silenciosa. Ahora vota a la izquierda. No hay por qué engañarse; no lo permitiría el presidente y máximo taumaturgo de las encuestas: hay un acuerdo social de fondo con las medidas del Ejecutivo.
Trataré de explicártelo con una imagen que vincula punta y cabo de la vida: la relación entre las cuatro calabazas y la jubilación a los 50. Conozco algunas personas que se han jubilado a esa edad. No son andaluces, que hayan pasado del bocio al ocio. No trabajan en el campo. Ni en la empresa pública. Viven en las ciudades, han trabajado en empresas privadas y se han jubilado a esa edad con un sueldo de 3.000 euros que incluye aumentos anuales según el coste de la vida. Todos ellos, al menos los que yo conozco, no han dejado una vida monótona en oficinas o cadenas de producción para ingresar en una jubilación chisporroteante y creativa. Cada mañana siguen produciéndose con la cadencia habitual: levantarse, afeitarse, desayunar, dar un paseo, jugar al dominó, ver la televisión y jugar otra vez al dominó, sólo que, ahora que es la noche, juegan al dominó en internet.
La diferencia es que esa monotonía ya no produce nada: ni tornillos ni sumas: sólo resta. Otro dato interesante es su duración: esa vida puede extenderse perfectamente entre 30 y 40 años. Un último dato, y para mí el más espectacular: toda esa gente está encantada con la vida que lleva y no hay un puto minuto del alba insomne donde echen de menos el esfuerzo. ¿Tú crees realmente que ese inmenso cuerpo jubilado al que hay que añadir los jubilados en vida, es decir, todos los que trabajan sólo en la eficaz apariencia de la nómina, van a censurar al Gobierno por lo que en realidad significa una preparación precoz para un determinado estilo de vida, que es el suyo? Hombre, hombre.
Este año va a hacer 15 que doy clases en la Universidad. Quince años dan para mucho. Cuando los evoco no me quito de la cabeza el aula compuesta por una treintena de licenciados o diplomados (siempre hay muchos filólogos y varios filósofos) que, año tras año, y tras la pregunta ritual que precede a la explicación de unas notas sobre el estilo, «¿Alguien sabe quién es Montaigne?», queda sumida en una masa de silencio indiferente. Y evoco, claro, aquella mocita que un año levantó el brazo desde el fondo, llenándome de gozosa expectación, y se aprestó a contestar: «Sí, yo lo sé, es un francés que escribe libros para adelgazar». Pero lo que destaca en estos 15 años, por encima de la ignorancia, es otro rasgo: avanza el convencimiento del alumnado sobre la innecesariedad de proceder a subsanarla.
Revel, en el ensayo del que saqué la cita, La traición de los profes, distinguía entre las sociedades occidentales y las del Tercer Mundo por la relación distinta que mantenían con el conocimiento. El francés opinaba que el Tercer Mundo se sostenía por la subvención, ahorrándose así «el esfuerzo de establecer una relación de eficacia con lo real». No discutiremos si se trata de una descripción certera de las relaciones entre el Primer y el Tercer Mundo. Pero no creo que pueda ponerse en duda que una parte creciente de los ciudadanos del Primer Mundo han cambiado el conocimiento por la subvención.
O sea, que esta medida del Gobierno, la de los cuatro suspensos, hay que situarla, como siempre quieren los políticos, en su justo contexto. Nada más que una de tantas con las que el hombre progresa adecuadamente hacia su extinción.
Sigue con salud.
A.
Querido J:
Te confieso que, a primera vista, me ha causado gran extrañeza la audacia de la última decisión del Gobierno. No porque a este Gobierno le haya faltado la audacia: sólo hay que ver la lista de sus fracasos. Pero no me esperaba que corriera el riesgo de legislar, a muy pocos meses de las elecciones y de manera tan llamativa, contra la opinión pública. Lo hizo, y lo hizo muy bien, cuando el asunto de los matrimonios homosexuales, muy al principio de la legislatura. Pero la audacia del Ejecutivo, sea la negociación con los terroristas, las reformas estatutarias o la ley de Memoria Histórica, siempre ha contado con el respaldo de una parte cualitativamente muy apreciable y casi siempre mayoritaria de la opinión. Es probable que este Gobierno tenga convicciones, pero activarlas ha requerido casi siempre la influyente recomendación de las encuestas.
La extraña audacia es responsabilidad concreta de la ministra de Educación, Mercedes Cabrera, por su decisión de aumentar el nivel de permisión del fracaso escolar. Hasta cuatro asignaturas (es decir, la mitad del total) podrá suspender el mozalbete sin que semejante resultado le impida pasar de curso.
Desde el punto de vista ideológico la decisión no tiene mayor misterio. Hace muchos años que lo dejó escrito Revel: «El buen alumno debe ser mantenido al nivel del malo, considerado como el equitativo punto medio social. Se redistribuye el éxito escolar como el Estado socialista redistribuye las rentas». También está, para averiguar el subsuelo de todo esto, la terminante declaración de nuestro buen amigo Xavier Pericay, en su colección de artículos sobre la educación: «La enseñanza ya no es ese legado que los padres dejaban a sus hijos para que pudieran abrirse paso en la vida. La enseñanza se ha convertido en una pérdida de tiempo. Como el servicio militar de antaño».
No creo que la medida vaya a ser técnicamente muy perniciosa. Más bien no servirá para nada, y desde luego nada de nada a la hora de corregir los niveles de abandono escolar, que es lo que se propone. Lo decisivo de ella es el impacto social, el eco del titular. Este reforzamiento del prestigio de la burricie, que crece día a día por encima del barril de petróleo, no parece que sea lo que la gente reclame con mayor ímpetu. A mí me parece que la gente (ya te dije que siempre a primera vista) debe de sentirse ofendida por el tratamiento gubernamental de las cosas del saber. Los borriquitos, porque a nadie le gusta verse así retratado y que legislen para uno en ese plan («El Gobierno piensa en ti») no deja de ser algo humillante. La ofensa del resto es muy sencilla de entender: el Gobierno los declara borriquitos… por estudiar. La medida, huelga decirlo, padece la recidiva del pulgón socialdemócrata: en vez de acabar de una vez por todas con las calificaciones y de convertir la escuela en un apéndice de la televisión se opta por reducirlas a un trámite ficcional, lo que es mucho más infeccioso.
La magnitud de la audacia parece colosal y definitiva si se piensa que sólo ha traído protestas. No he leído a nadie que haya salido en defensa de los planes del Gobierno y sí, en cambio, mucho ruido malcontento en las cartas a los periódicos, en los foros internáuticos y en las tertulias de los medios. En todos esos lugares se alude a la necesidad de preservar el esfuerzo, al imprescindible regreso de la costumbre del mérito y del trabajo.
Y lo dicen incluso gentes que aseguran votar al Partido Socialista o a sus aledaños. ¿Es posible, pues, que el lobby profesoral, los gestores del lúdico falansterio (bien: lúdico, excepto en el patio, donde no se podrá jugar sino hablar en catalán: era lo que faltaba para hacer de esa desdichada lengua una lengua simpática) en que se han convertido las escuelas de España, y no sólo las públicas, tengan tanto poder como para imponerse al conjunto de la opinión y del sentido común ciudadano?
Hummm… Algo falla, naturalmente. Falla la mayoría silenciosa. Una de los acontecimientos más notables de los últimos tiempos es el cambio de signo de la mayoría silenciosa. Ahora vota a la izquierda. No hay por qué engañarse; no lo permitiría el presidente y máximo taumaturgo de las encuestas: hay un acuerdo social de fondo con las medidas del Ejecutivo.
Trataré de explicártelo con una imagen que vincula punta y cabo de la vida: la relación entre las cuatro calabazas y la jubilación a los 50. Conozco algunas personas que se han jubilado a esa edad. No son andaluces, que hayan pasado del bocio al ocio. No trabajan en el campo. Ni en la empresa pública. Viven en las ciudades, han trabajado en empresas privadas y se han jubilado a esa edad con un sueldo de 3.000 euros que incluye aumentos anuales según el coste de la vida. Todos ellos, al menos los que yo conozco, no han dejado una vida monótona en oficinas o cadenas de producción para ingresar en una jubilación chisporroteante y creativa. Cada mañana siguen produciéndose con la cadencia habitual: levantarse, afeitarse, desayunar, dar un paseo, jugar al dominó, ver la televisión y jugar otra vez al dominó, sólo que, ahora que es la noche, juegan al dominó en internet.
La diferencia es que esa monotonía ya no produce nada: ni tornillos ni sumas: sólo resta. Otro dato interesante es su duración: esa vida puede extenderse perfectamente entre 30 y 40 años. Un último dato, y para mí el más espectacular: toda esa gente está encantada con la vida que lleva y no hay un puto minuto del alba insomne donde echen de menos el esfuerzo. ¿Tú crees realmente que ese inmenso cuerpo jubilado al que hay que añadir los jubilados en vida, es decir, todos los que trabajan sólo en la eficaz apariencia de la nómina, van a censurar al Gobierno por lo que en realidad significa una preparación precoz para un determinado estilo de vida, que es el suyo? Hombre, hombre.
Este año va a hacer 15 que doy clases en la Universidad. Quince años dan para mucho. Cuando los evoco no me quito de la cabeza el aula compuesta por una treintena de licenciados o diplomados (siempre hay muchos filólogos y varios filósofos) que, año tras año, y tras la pregunta ritual que precede a la explicación de unas notas sobre el estilo, «¿Alguien sabe quién es Montaigne?», queda sumida en una masa de silencio indiferente. Y evoco, claro, aquella mocita que un año levantó el brazo desde el fondo, llenándome de gozosa expectación, y se aprestó a contestar: «Sí, yo lo sé, es un francés que escribe libros para adelgazar». Pero lo que destaca en estos 15 años, por encima de la ignorancia, es otro rasgo: avanza el convencimiento del alumnado sobre la innecesariedad de proceder a subsanarla.
Revel, en el ensayo del que saqué la cita, La traición de los profes, distinguía entre las sociedades occidentales y las del Tercer Mundo por la relación distinta que mantenían con el conocimiento. El francés opinaba que el Tercer Mundo se sostenía por la subvención, ahorrándose así «el esfuerzo de establecer una relación de eficacia con lo real». No discutiremos si se trata de una descripción certera de las relaciones entre el Primer y el Tercer Mundo. Pero no creo que pueda ponerse en duda que una parte creciente de los ciudadanos del Primer Mundo han cambiado el conocimiento por la subvención.
O sea, que esta medida del Gobierno, la de los cuatro suspensos, hay que situarla, como siempre quieren los políticos, en su justo contexto. Nada más que una de tantas con las que el hombre progresa adecuadamente hacia su extinción.
Sigue con salud.
A.
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