Por Carles Guerra, profesor de Arte Contemporáneo en la Universitat Pompeu Fabra (LA VANGUARDIA, 16/09/07):
Hubo un tiempo en que se combatía el aburrimiento. Hoy, en cambio, no hay tiempo que no tenga una función adscrita. En cada momento del día hay algo que hacer. La percepción generalizada es que el tiempo libre disminuye. No obstante, las estadísticas dicen lo contrario. Nunca como ahora hemos disfrutado de un mayor equilibrio entre tiempo de trabajo y tiempo libre. Al menos desde un punto de vista cuantitativo. Una encuesta del INE en el año 2000 reflejaba que el tiempo libre y de ocio en el marco de una jornada alcanzaba cerca de las 14 horas. Para ser más precisos, éste es el total de horas residuales que no se invierten en el trabajo, los estudios, el hogar y la familia o los cuidados personales. Sólo los desplazamientos y otros usos ocupan más de la mitad del gráfico que reparte el día como un pastel. Yaun así, a pesar de las cifras, tenemos la sensación de que nos falta tiempo, eso que diríamos tiempo “para nosotros”.
La diversificación de las actividades de ocio, la ampliación de los horarios de los servicios públicos, la multiplicación de las ofertas para disfrutar en casa, todo ello no es más que una cortina de humo que pretende infundir mayor intensidad al tiempo libre. No sólo la gente lee en el metro, cada vez hay más escritores que confiesan escribir sus libros durante los desplazamientos. Aquello de un lugar y un momento para cada cosa ha pasado a la historia. Sin embargo, a medida que las restricciones horarias se han disipado hemos caído en una uniformidad mucho más perversa.
Un estudio de la concejalía de Nuevos Usos del Tiempo del Ayuntamiento de Barcelona (¡es sintomático que tal cosa exista!) da fe de esta evolución. En el capítulo del tiempo libre se sigue percibiendo una indefinición que hace difícil distinguirlo del personal o del dedicado al ocio. Y se constata una colonización feroz del tiempo libre con tareas diversas, como el ir de compras. Los cambios en nuestra manera de emplear el tiempo no sólo modifican la jornada, sino que transforman la configuración de las ciudades y el territorio. Este verano, a un lado de la nueva autovía de Palamós aún en obras había una pintada que lo expresaba con claridad meridiana: “Como tienes prisa han tirado una montaña”.
La obsesión por liberar tiempo puede llegar a resultar agotadora, y a fin de cuentas, estresante. Pero lo que más sufrimos es el hecho de no poder gestionarlo. Hemos dejado de sentirlo como propio. Nos han expropiado de él, como a aquellos esclavos afroamericanos que antes de llamar jazz a su música la describían como algo que ejecutaban en su propio tiempo, en un tiempo que les pertenecía: on my own time. El informe de la concejalía de Nuevos Usos del Tiempo reconoce que la imposibilidad de gestionar el tiempo propio se traduce en un factor de discriminación social y económica. Como siempre, a quien más afecta es a las mujeres, las cuales padecen una carga global de trabajo superior al hombre. Una filósofa como Nancy Fraser decía que si a una pareja heterosexual le preguntas al final de la jornada quién está más cansado, casi siempre es ella. Además de cumplir con un horario de trabajo mercantil suele hacerse cargo de un trabajo doméstico y afectivo.
Esto ha dado pie a considerar una inversión del tiempo productivo. Cada vez hay más indicios de que somos tanto o más rentables en nuestro llamado, ya de forma poco convincente, tiempo libre. Bajo la apariencia de una flexibilidad horaria se esconde una dedicación constante a nuestras obligaciones laborales. La sociedad conexionista ha facilitado que el hogar se convierta en un puesto de trabajo. El proceso empezó, de acuerdo con los sociólogos Luc Boltanski y Ève Chiapello, cuando en el mundo laboral se popularizaron las demandas de flexibilidad, autonomía y libertad. Eso que ellos llaman la crítica artista, inspirada por el estilo de vida de los profesionales dedicados a la creación. Si la queja habitual a partir de los años sesenta repetía que el trabajo era alienante, provocaba rutina y excluía cualquier tipo de creatividad, ya a finales del siglo XX lo que se lamentaba era que la vida entera haya sido puesta a trabajar. El capitalismo ha asimilado todos los momentos de nuestra jornada en una fábrica sin muros. No importa cuán inmaterial sea una experiencia, ésta acaba conectada con la economía.
La movilización de las prácticas amateurs dentro de la nueva economía no ha hecho más que corroborarlo. Aquello que se hacía fuera del trabajo, sin constricciones horarias, desinteresadamente y por pura vocación ha inspirado una nueva forma de organización laboral. Lo que se antojaba como una dedicación marginal e improductiva se ha asimilado al corazón del capitalismo cognitivo. El amateur, enfundado en la ingenuidad del que no se siente portador de valor, aterriza entre las formas más sofisticadas de explotación. Aquello que para él era una excepción - un desafío a la lógica del rendimiento y la eficiencia que caracterizan el mundo del trabajo regulado- y que sólo lo hacía por placer, ahora constituye la nueva norma. Esta insólita desregulación ha dado al traste con la antinomia típica entre trabajo y diversión.
A partir de esto uno se pregunta qué significará en adelante aprovechar el tiempo, puesto que la separación del trabajo y del ocio se presenta cada vez más erosionada. De lo que era una relación de alternancia, más o menos razonable y dependiendo de los casos, se ha pasado a una indistinción angustiosa. Ocio y negocio ya no se distinguen. Paul Yonnet, otro sociólogo francés, decía a finales de los noventa que la moda de llevar ropa deportiva a cualquier hora y en cualquier lugar, aparte de un signo de comodidad, indicaba la exportación del ocio fuera de su ámbito natural, así como su tendencia a contaminar el resto de la sociedad.
Dicho de una forma más técnica, él hablaba de una transmutación de la fuerza de trabajo en fuerza de ocio, la cual es a fin de cuentas tan solvente como la primera.
De todos modos, resulta curioso que el tiempo libre, caracterizado por un vacío que cada uno podía llenar a su antojo, acabe llenando el tiempo total.
Hubo un tiempo en que se combatía el aburrimiento. Hoy, en cambio, no hay tiempo que no tenga una función adscrita. En cada momento del día hay algo que hacer. La percepción generalizada es que el tiempo libre disminuye. No obstante, las estadísticas dicen lo contrario. Nunca como ahora hemos disfrutado de un mayor equilibrio entre tiempo de trabajo y tiempo libre. Al menos desde un punto de vista cuantitativo. Una encuesta del INE en el año 2000 reflejaba que el tiempo libre y de ocio en el marco de una jornada alcanzaba cerca de las 14 horas. Para ser más precisos, éste es el total de horas residuales que no se invierten en el trabajo, los estudios, el hogar y la familia o los cuidados personales. Sólo los desplazamientos y otros usos ocupan más de la mitad del gráfico que reparte el día como un pastel. Yaun así, a pesar de las cifras, tenemos la sensación de que nos falta tiempo, eso que diríamos tiempo “para nosotros”.
La diversificación de las actividades de ocio, la ampliación de los horarios de los servicios públicos, la multiplicación de las ofertas para disfrutar en casa, todo ello no es más que una cortina de humo que pretende infundir mayor intensidad al tiempo libre. No sólo la gente lee en el metro, cada vez hay más escritores que confiesan escribir sus libros durante los desplazamientos. Aquello de un lugar y un momento para cada cosa ha pasado a la historia. Sin embargo, a medida que las restricciones horarias se han disipado hemos caído en una uniformidad mucho más perversa.
Un estudio de la concejalía de Nuevos Usos del Tiempo del Ayuntamiento de Barcelona (¡es sintomático que tal cosa exista!) da fe de esta evolución. En el capítulo del tiempo libre se sigue percibiendo una indefinición que hace difícil distinguirlo del personal o del dedicado al ocio. Y se constata una colonización feroz del tiempo libre con tareas diversas, como el ir de compras. Los cambios en nuestra manera de emplear el tiempo no sólo modifican la jornada, sino que transforman la configuración de las ciudades y el territorio. Este verano, a un lado de la nueva autovía de Palamós aún en obras había una pintada que lo expresaba con claridad meridiana: “Como tienes prisa han tirado una montaña”.
La obsesión por liberar tiempo puede llegar a resultar agotadora, y a fin de cuentas, estresante. Pero lo que más sufrimos es el hecho de no poder gestionarlo. Hemos dejado de sentirlo como propio. Nos han expropiado de él, como a aquellos esclavos afroamericanos que antes de llamar jazz a su música la describían como algo que ejecutaban en su propio tiempo, en un tiempo que les pertenecía: on my own time. El informe de la concejalía de Nuevos Usos del Tiempo reconoce que la imposibilidad de gestionar el tiempo propio se traduce en un factor de discriminación social y económica. Como siempre, a quien más afecta es a las mujeres, las cuales padecen una carga global de trabajo superior al hombre. Una filósofa como Nancy Fraser decía que si a una pareja heterosexual le preguntas al final de la jornada quién está más cansado, casi siempre es ella. Además de cumplir con un horario de trabajo mercantil suele hacerse cargo de un trabajo doméstico y afectivo.
Esto ha dado pie a considerar una inversión del tiempo productivo. Cada vez hay más indicios de que somos tanto o más rentables en nuestro llamado, ya de forma poco convincente, tiempo libre. Bajo la apariencia de una flexibilidad horaria se esconde una dedicación constante a nuestras obligaciones laborales. La sociedad conexionista ha facilitado que el hogar se convierta en un puesto de trabajo. El proceso empezó, de acuerdo con los sociólogos Luc Boltanski y Ève Chiapello, cuando en el mundo laboral se popularizaron las demandas de flexibilidad, autonomía y libertad. Eso que ellos llaman la crítica artista, inspirada por el estilo de vida de los profesionales dedicados a la creación. Si la queja habitual a partir de los años sesenta repetía que el trabajo era alienante, provocaba rutina y excluía cualquier tipo de creatividad, ya a finales del siglo XX lo que se lamentaba era que la vida entera haya sido puesta a trabajar. El capitalismo ha asimilado todos los momentos de nuestra jornada en una fábrica sin muros. No importa cuán inmaterial sea una experiencia, ésta acaba conectada con la economía.
La movilización de las prácticas amateurs dentro de la nueva economía no ha hecho más que corroborarlo. Aquello que se hacía fuera del trabajo, sin constricciones horarias, desinteresadamente y por pura vocación ha inspirado una nueva forma de organización laboral. Lo que se antojaba como una dedicación marginal e improductiva se ha asimilado al corazón del capitalismo cognitivo. El amateur, enfundado en la ingenuidad del que no se siente portador de valor, aterriza entre las formas más sofisticadas de explotación. Aquello que para él era una excepción - un desafío a la lógica del rendimiento y la eficiencia que caracterizan el mundo del trabajo regulado- y que sólo lo hacía por placer, ahora constituye la nueva norma. Esta insólita desregulación ha dado al traste con la antinomia típica entre trabajo y diversión.
A partir de esto uno se pregunta qué significará en adelante aprovechar el tiempo, puesto que la separación del trabajo y del ocio se presenta cada vez más erosionada. De lo que era una relación de alternancia, más o menos razonable y dependiendo de los casos, se ha pasado a una indistinción angustiosa. Ocio y negocio ya no se distinguen. Paul Yonnet, otro sociólogo francés, decía a finales de los noventa que la moda de llevar ropa deportiva a cualquier hora y en cualquier lugar, aparte de un signo de comodidad, indicaba la exportación del ocio fuera de su ámbito natural, así como su tendencia a contaminar el resto de la sociedad.
Dicho de una forma más técnica, él hablaba de una transmutación de la fuerza de trabajo en fuerza de ocio, la cual es a fin de cuentas tan solvente como la primera.
De todos modos, resulta curioso que el tiempo libre, caracterizado por un vacío que cada uno podía llenar a su antojo, acabe llenando el tiempo total.
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