Por Gustavo Martín Garzo, escritor (EL PAÍS, 16/09/07):
¿Qué hemos hecho de la psicología? Aquella delicada ciencia que exploraba el alma humana y se preguntaba por el significado de nuestros sueños hoy día apenas es otra cosa que un conjunto de obviedades y recetarios apresurados. Atrás parecen haber quedado la insondable obra de Freud y su pregunta acerca de por qué nos perturban nuestros deseos, las divagaciones de C. G. Jung sobre el poder liberador de los símbolos, las delicadas fantasías de Melanie Klein sobre el mundo de los niños, o las reflexiones de Lacan sobre el poder creador del lenguaje. La psicología ya no trata de responder a la pregunta eterna de quién somos, sino de encontrar fórmulas que nos permitan lograr mejor nuestros objetivos de acomodación a lo que hay. Pero ¿el mundo tiene que ser necesariamente como es? Aun más ¿no radica en esa necesidad de preguntarnos si podría ser de otra forma una parte esencial de nuestra humanidad? Perceval visitó un extraño reino donde todo estaba muerto, y contempló a su rey herido y el lúgubre cortejo de la copa de oro y, al evitar preguntar por lo que pasaba, los condenó sin saberlo a que continuaran eternamente igual. El tema de las preguntas que por no plantearse conducen a la esterilidad y a la muerte del pensamiento es un tema muy repetido en el folklore, y me temo que algo así está empezando a pasar entre nosotros, y tal vez por eso, porque no pensamos, dimanamos autosatisfacción. Pero ¿de verdad tenemos motivos para estar tan contentos? Es cierto que el mundo que nos ofrecen las oficinas de viaje y las promociones de la banca poco o nada tiene que ver con el mudo oscuro de los cuentos de hadas, pero a cambio, como diría Chesterton, es mucho menos interesante. Un mundo sin sentimientos ni memoria, un mundo sin desatinos ni sueños puede que fuera menos perturbador que el nuestro, pero ¿de verdad merecería la pena vivir en él?
Pero la pregunta acerca de quiénes somos sólo puede formularse a través de la contemplación del mundo en que nos ha tocado vivir. La realidad es nuestra máxima construcción colectiva: el terreno de lo común, de las percepciones y normas compartidas, el gran escenario de un juego en el que todos participamos, y cuyas reglas revelan lo que estamos dispuestos a hacer con la vida. Numerosas voces claman por el trato que damos a la naturaleza, o llaman la atención sobre ese espectáculo grotesco en que hemos transformado la política. Ambas, naturaleza y política, han estado en el corazón de las aspiraciones humanas a lo largo de la historia, pues el mundo es, ante todo, “un lugar para vivir”. Pero el hombre posee una asombrosa capacidad para observar el complejo discurrir de sus pensamientos, sentimientos, intuiciones, fantasías, recuerdos y deseos. Todos ellos constituyen un prodigioso mundo interior, sobre el que no hemos dejado de interrogarnos desde los albores de la humanidad, gracias al fabuloso misterio de la conciencia. Y desde hace más o menos dos siglos ha sido la psicología la ciencia encargada de llevar a cabo esa apasionante tarea.
Y puede que en ningún otro momento de la historia esta joven disciplina haya estado tan presente en nuestras vidas. Las Facultades rebosan de estudiantes, equipos de profesionales intervienen en las tragedias colectivas, seleccionan personal en las empresas o participan en “reality shows” televisivos, y muchos psicólogos y psiquiatras expresan sus opiniones y consejos en los medios de comunicación o escriben libros con indicaciones terapéuticas o de auto-ayuda. A pesar de que el acceso a la psicología en la Sanidad Pública sigue siendo precario, proliferan los artículos y revistas que divulgan un supuesto saber científico en torno a las profundidades de la mente humana. Uno de ellos, titulado “Autoestima española”, de un prestigioso psiquiatra, ha llamado poderosamente mi atención por la manera en que ejemplifica el trato que suele darse a estas cuestiones en los medios de comunicación.
Las consideraciones que se vierten en ese artículo en torno a la autoestima nada aportan de original y adolecen de la misma formulación autosuficiente que suele imperar en los actuales escritos sobre psicología: son la expresión de la obviedad elevada al rango de ciencia. Las hipótesis (en este caso, que los españoles gozamos de una excelente autoestima) no necesitan ser demostradas a través de la reflexión o la argumentación, sino de numerosas encuestas en las que se ha preguntado directamente a miles de personas sobre su nivel de satisfacción consigo mismas. A partir de aquí, cualquier cuestionamiento sobra: también cualquier explicación. La estadística por sí sola ha comprobado lo que, a los ojos de cualquier simple mortal, sería imposible de medir: el nivel de satisfacción subjetiva de un pueblo. El propio autor reconoce la dificultad y afirma que la autoestima “no podemos medirla como el pulso o la temperatura del cuerpo. El único método para estudiarla es preguntar”. Todo se juega, pues, en las preguntas. La calidad de las respuestas depende de ellas: por eso los grandes filósofos se han distinguido siempre por la manera singular en que interrogan a la realidad.
La psicología hegemónica actual, en su empeño por alcanzar el estatus de una ciencia empírica (cuando su objeto de estudio, la subjetividad humana, no puede ser más inasible a través de mediciones estadísticas), ha hecho un tristísimo uso de las preguntas: planteando sólo las más previsibles, limitando al máximo las respuestas, eliminando por completo todo género de matices y detalles. Los resultados obtenidos son tan pobres como la herramienta utilizada, pero se vuelven incuestionables tras haber pasado por el filtro de las matemáticas y la estadística. Nuestro psiquiatra acaba su artículo sugiriendo que quizá los españoles tengan una percepción equivocada de sí mismos. Aún no nos hemos dado cuenta de la magnífica verdad que describen por nosotros las encuestas: “los pensamientos automáticos derrotistas nos roban continuamente la conciencia de nuestro alto y saludable bienestar emocional”.
Este mismo esquema se aplica a diario en el terreno de la psicología clínica. Muchas terapias se basan en el aprendizaje de técnicas y ejercicios conducentes al control de los síntomas, renunciando a plantear los interrogantes básicos acerca de su origen o sentido. Y tales métodos se presentan como científicamente probados a través de experimentos empíricos, basados, en su inicio, en la comparación de la conducta humana con la que se puede observar en los ratones. El mensaje surge con claridad: “la psique es mucho más simple de lo que se ha podido pensar o intuir, responde a sencillos mecanismos de estímulo-respuesta, el hombre es un animal previsible”.
La psicología, como disciplina dedicada al estudio de la mente humana, y en su vertiente terapéutica, da cuenta de la manera en que nos vemos a nosotros mismos, del modo en que nos acercamos a los demás y de la idea de bienestar y curación que proyectamos en quienes sufren. Su estado no hace más que demostrarnos la pobreza de nuestras aspiraciones, la poca importancia acordada a la creatividad y al juego, la profunda limitación de nuestra concepción del ser humano. Las llamadas estrategias de distracción proponen desviar la atención de la angustia para centrarla en banalidades cotidianas: el número de personas que llevan una prenda roja en un vagón de metro o la suma de las matrículas de los coches. ¿Por qué aspirar a que una persona disfrute del arte o encuentre un refugio en su imaginación? ¿Por qué tratar de ahondar en sus desdichas y reflexionar sobre ellas? ¿Por qué escuchar, con el compromiso que exige la verdadera escucha, sus sueños, temores y esperanzas: adentrarse en el terreno de lo no vivido? Es más sencillo y eficaz hacer un vacío en el pensamiento, desconfiar del poder de la palabra. Las terapias, lejos de tratar de conducir a las personas a la máxima realización de sus posibilidades, se convierten en la negación de lo específicamente humano: renuncia al vuelo del pensamiento y a la radical función del lenguaje. Como si a un pájaro atemorizado se le convenciera de que la vida es hermosa sobre una rama y no es conveniente que se lance a volar. A pesar de haber nacido con alas, se le recomienda que no las utilice, pues entrañan peligros. ¿Para qué arriesgarse? Uno puede perderse o caerse en las alturas, errar el camino de vuelta, ser atacado o sentirse inseguro. Nada le garantiza el bienestar. Del mismo modo la psicología, en su progresivo empobrecimiento, desea convencernos de que no merece la pena adentrarse en los oscuros caminos del pensamiento, la imaginación y la memoria. Se afana en disfrazar su complejidad, reforzar sus engaños, no descubrir sus potenciales. Parece ignorar que, como dijo Hölderlin, en “el peligro puede estar, también, la salvación”.
Una arriesgada reflexión resulta imprescindible: ¿Qué hemos hecho del estudio de la mente humana, ese lugar fascinante y enigmático, para que haya derivado en tal cantidad de despropósitos? Toda la responsabilidad es nuestra. La vida y el mundo dependen del sentido que queramos otorgarles: de la medida en que estemos dispuestos a implicarnos, del compromiso que adquiramos con ellos. Un cuento proveniente de la tradición de los judíos jasidim, puesto en boca del Baal Shem Tov, llama la atención sobre el enorme potencial de nuestras realidades, pero también sobre la incesante tentación de apartar e ignorar sus maravillas: “¡Ay! ¡El mundo está lleno de brillantes resplandores y de misterios y el hombre los aleja de sí con una pequeña mano!”. La psicología puede ser el terreno privilegiado de la imaginación, la memoria, la reflexión y el juego; también el de la obviedad, la simplificación y el conformismo. La elección sólo recae en nuestra pequeña mano.
¿Qué hemos hecho de la psicología? Aquella delicada ciencia que exploraba el alma humana y se preguntaba por el significado de nuestros sueños hoy día apenas es otra cosa que un conjunto de obviedades y recetarios apresurados. Atrás parecen haber quedado la insondable obra de Freud y su pregunta acerca de por qué nos perturban nuestros deseos, las divagaciones de C. G. Jung sobre el poder liberador de los símbolos, las delicadas fantasías de Melanie Klein sobre el mundo de los niños, o las reflexiones de Lacan sobre el poder creador del lenguaje. La psicología ya no trata de responder a la pregunta eterna de quién somos, sino de encontrar fórmulas que nos permitan lograr mejor nuestros objetivos de acomodación a lo que hay. Pero ¿el mundo tiene que ser necesariamente como es? Aun más ¿no radica en esa necesidad de preguntarnos si podría ser de otra forma una parte esencial de nuestra humanidad? Perceval visitó un extraño reino donde todo estaba muerto, y contempló a su rey herido y el lúgubre cortejo de la copa de oro y, al evitar preguntar por lo que pasaba, los condenó sin saberlo a que continuaran eternamente igual. El tema de las preguntas que por no plantearse conducen a la esterilidad y a la muerte del pensamiento es un tema muy repetido en el folklore, y me temo que algo así está empezando a pasar entre nosotros, y tal vez por eso, porque no pensamos, dimanamos autosatisfacción. Pero ¿de verdad tenemos motivos para estar tan contentos? Es cierto que el mundo que nos ofrecen las oficinas de viaje y las promociones de la banca poco o nada tiene que ver con el mudo oscuro de los cuentos de hadas, pero a cambio, como diría Chesterton, es mucho menos interesante. Un mundo sin sentimientos ni memoria, un mundo sin desatinos ni sueños puede que fuera menos perturbador que el nuestro, pero ¿de verdad merecería la pena vivir en él?
Pero la pregunta acerca de quiénes somos sólo puede formularse a través de la contemplación del mundo en que nos ha tocado vivir. La realidad es nuestra máxima construcción colectiva: el terreno de lo común, de las percepciones y normas compartidas, el gran escenario de un juego en el que todos participamos, y cuyas reglas revelan lo que estamos dispuestos a hacer con la vida. Numerosas voces claman por el trato que damos a la naturaleza, o llaman la atención sobre ese espectáculo grotesco en que hemos transformado la política. Ambas, naturaleza y política, han estado en el corazón de las aspiraciones humanas a lo largo de la historia, pues el mundo es, ante todo, “un lugar para vivir”. Pero el hombre posee una asombrosa capacidad para observar el complejo discurrir de sus pensamientos, sentimientos, intuiciones, fantasías, recuerdos y deseos. Todos ellos constituyen un prodigioso mundo interior, sobre el que no hemos dejado de interrogarnos desde los albores de la humanidad, gracias al fabuloso misterio de la conciencia. Y desde hace más o menos dos siglos ha sido la psicología la ciencia encargada de llevar a cabo esa apasionante tarea.
Y puede que en ningún otro momento de la historia esta joven disciplina haya estado tan presente en nuestras vidas. Las Facultades rebosan de estudiantes, equipos de profesionales intervienen en las tragedias colectivas, seleccionan personal en las empresas o participan en “reality shows” televisivos, y muchos psicólogos y psiquiatras expresan sus opiniones y consejos en los medios de comunicación o escriben libros con indicaciones terapéuticas o de auto-ayuda. A pesar de que el acceso a la psicología en la Sanidad Pública sigue siendo precario, proliferan los artículos y revistas que divulgan un supuesto saber científico en torno a las profundidades de la mente humana. Uno de ellos, titulado “Autoestima española”, de un prestigioso psiquiatra, ha llamado poderosamente mi atención por la manera en que ejemplifica el trato que suele darse a estas cuestiones en los medios de comunicación.
Las consideraciones que se vierten en ese artículo en torno a la autoestima nada aportan de original y adolecen de la misma formulación autosuficiente que suele imperar en los actuales escritos sobre psicología: son la expresión de la obviedad elevada al rango de ciencia. Las hipótesis (en este caso, que los españoles gozamos de una excelente autoestima) no necesitan ser demostradas a través de la reflexión o la argumentación, sino de numerosas encuestas en las que se ha preguntado directamente a miles de personas sobre su nivel de satisfacción consigo mismas. A partir de aquí, cualquier cuestionamiento sobra: también cualquier explicación. La estadística por sí sola ha comprobado lo que, a los ojos de cualquier simple mortal, sería imposible de medir: el nivel de satisfacción subjetiva de un pueblo. El propio autor reconoce la dificultad y afirma que la autoestima “no podemos medirla como el pulso o la temperatura del cuerpo. El único método para estudiarla es preguntar”. Todo se juega, pues, en las preguntas. La calidad de las respuestas depende de ellas: por eso los grandes filósofos se han distinguido siempre por la manera singular en que interrogan a la realidad.
La psicología hegemónica actual, en su empeño por alcanzar el estatus de una ciencia empírica (cuando su objeto de estudio, la subjetividad humana, no puede ser más inasible a través de mediciones estadísticas), ha hecho un tristísimo uso de las preguntas: planteando sólo las más previsibles, limitando al máximo las respuestas, eliminando por completo todo género de matices y detalles. Los resultados obtenidos son tan pobres como la herramienta utilizada, pero se vuelven incuestionables tras haber pasado por el filtro de las matemáticas y la estadística. Nuestro psiquiatra acaba su artículo sugiriendo que quizá los españoles tengan una percepción equivocada de sí mismos. Aún no nos hemos dado cuenta de la magnífica verdad que describen por nosotros las encuestas: “los pensamientos automáticos derrotistas nos roban continuamente la conciencia de nuestro alto y saludable bienestar emocional”.
Este mismo esquema se aplica a diario en el terreno de la psicología clínica. Muchas terapias se basan en el aprendizaje de técnicas y ejercicios conducentes al control de los síntomas, renunciando a plantear los interrogantes básicos acerca de su origen o sentido. Y tales métodos se presentan como científicamente probados a través de experimentos empíricos, basados, en su inicio, en la comparación de la conducta humana con la que se puede observar en los ratones. El mensaje surge con claridad: “la psique es mucho más simple de lo que se ha podido pensar o intuir, responde a sencillos mecanismos de estímulo-respuesta, el hombre es un animal previsible”.
La psicología, como disciplina dedicada al estudio de la mente humana, y en su vertiente terapéutica, da cuenta de la manera en que nos vemos a nosotros mismos, del modo en que nos acercamos a los demás y de la idea de bienestar y curación que proyectamos en quienes sufren. Su estado no hace más que demostrarnos la pobreza de nuestras aspiraciones, la poca importancia acordada a la creatividad y al juego, la profunda limitación de nuestra concepción del ser humano. Las llamadas estrategias de distracción proponen desviar la atención de la angustia para centrarla en banalidades cotidianas: el número de personas que llevan una prenda roja en un vagón de metro o la suma de las matrículas de los coches. ¿Por qué aspirar a que una persona disfrute del arte o encuentre un refugio en su imaginación? ¿Por qué tratar de ahondar en sus desdichas y reflexionar sobre ellas? ¿Por qué escuchar, con el compromiso que exige la verdadera escucha, sus sueños, temores y esperanzas: adentrarse en el terreno de lo no vivido? Es más sencillo y eficaz hacer un vacío en el pensamiento, desconfiar del poder de la palabra. Las terapias, lejos de tratar de conducir a las personas a la máxima realización de sus posibilidades, se convierten en la negación de lo específicamente humano: renuncia al vuelo del pensamiento y a la radical función del lenguaje. Como si a un pájaro atemorizado se le convenciera de que la vida es hermosa sobre una rama y no es conveniente que se lance a volar. A pesar de haber nacido con alas, se le recomienda que no las utilice, pues entrañan peligros. ¿Para qué arriesgarse? Uno puede perderse o caerse en las alturas, errar el camino de vuelta, ser atacado o sentirse inseguro. Nada le garantiza el bienestar. Del mismo modo la psicología, en su progresivo empobrecimiento, desea convencernos de que no merece la pena adentrarse en los oscuros caminos del pensamiento, la imaginación y la memoria. Se afana en disfrazar su complejidad, reforzar sus engaños, no descubrir sus potenciales. Parece ignorar que, como dijo Hölderlin, en “el peligro puede estar, también, la salvación”.
Una arriesgada reflexión resulta imprescindible: ¿Qué hemos hecho del estudio de la mente humana, ese lugar fascinante y enigmático, para que haya derivado en tal cantidad de despropósitos? Toda la responsabilidad es nuestra. La vida y el mundo dependen del sentido que queramos otorgarles: de la medida en que estemos dispuestos a implicarnos, del compromiso que adquiramos con ellos. Un cuento proveniente de la tradición de los judíos jasidim, puesto en boca del Baal Shem Tov, llama la atención sobre el enorme potencial de nuestras realidades, pero también sobre la incesante tentación de apartar e ignorar sus maravillas: “¡Ay! ¡El mundo está lleno de brillantes resplandores y de misterios y el hombre los aleja de sí con una pequeña mano!”. La psicología puede ser el terreno privilegiado de la imaginación, la memoria, la reflexión y el juego; también el de la obviedad, la simplificación y el conformismo. La elección sólo recae en nuestra pequeña mano.
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