Por Andreu Ibarz, profesor de la facultad de Ciencias de la Educación Blanquerna-Universitat Ramon Llull (LA VANGUARDIA, 23/09/07):
No pondré en cuestión la legitimidad de la objeción de conciencia. En cambio, me atrevo a calificar de inoportuno e incongruente el flirteo con ésta en el marco del sistema educativo. En concreto, la insinuada objeción de conciencia frente a la nueva asignatura de educación para la ciudadanía resulta altamente desafortunada. Incluso, la mera preocupación por su incorporación.
¿Debe educar la escuela la dimensión ético-moral de la persona? Evidentemente, para que el proceso de enseñanza-aprendizaje sea verdaderamente educativo debe incidir en todos los aspectos de la vida y del ser. Y eso se consigue - en lo moral- a través de la enseñanza de contenidos específicos y, especialmente, a través del desarrollo de la capacidad de juicio moral (¡que por cierto es lo que fundamentalmente falla!). Esta tarea no es exclusiva de la escuela pero le debería resultar inexcusable.
Para no caer en simplismos señalo cuatro grandes limitaciones que han hecho peculiar e insuficiente nuestro sistema educativo en este entorno. En primer lugar, el enorme déficit de tradición en el tratamiento de lo moral desde una reflexión secular. En segundo lugar, la tendencia a responder o a priorizar ciertos temas de moda o a apagar incendios sin una visión compleja y profunda del tema. Efectivamente, en su momento fue la asignatura de ética, después los valores y también los ejes transversales, la diversidad y la resolución de conflictos… En tercer lugar, una generalizada ausencia de un currículum universitario sobre esta materia en las facultades de Educación y su repercusión en las distintas generaciones de titulados. Finalmente, la inexistencia de estudios empíricos sobre los resultados de todas esas iniciativas. Más bien parece que el insigne esfuerzo de la escuela y la pluralidad de recursos y estrategias empleados en la formación de valores hubiera fracasado en buena parte.
Todo ello me lleva a pensar que la asignatura de educación para la ciudadanía - a pesar de que tenga muchos defensores- no está exenta a priori de dificultades objetivas y que tendrá retos en su implantación más allá del esperpéntico debate actual. Entre otras cosas no permitamos ni colaboremos en caer en ingenuidades. Destaco dos: ni ciertas gestas de falta de ciudadanía - protagonizadas por adolescentes, jóvenes o adultos- se resolverán con esta asignatura, ni estaremos exentos de la típica y provocativa casuística pseudocente que nada tiene que ver con el buen hacer de la mayoría del profesorado.
La educación para la ciudadanía debe formar para capacitar en lo básico, para iniciar, para establecer unos mínimos, para fundamentar y, muy especialmente, para indicar que existen muchos proyectos de ciudadanía que se fundamentan en distintas visiones del hombre y del mundo. Que cada hombre y mujer, que todos los estudiantes digan sí a la ciudadanía - en su doble vertiente de derechos y deberes-, hoy por hoy es un gran valor y un enorme potencial. Una educación para la ciudadanía que ofreciera un referente cerrado y homogéneo caería en el dogmatismo. Entonces, simplemente, no sería tal educación.
Ciertamente, los padres son los primeros responsables de la educación de los hijos y no necesariamente se va a incumplir el artículo 27.3. de la Constitución pese a la obligatoriedad de la materia. En consecuencia, las escuelas católicas harán muy bien en desarrollar esta asignatura, puesto que los padres han optado por unas titularidades que tienen claro en dónde inspiran sus principios antropológicos y educativos, y por tanto, desarrollarán la materia en un clima de libertad y acorde con estos principios. Las escuelas católicas harán muy bien en ofrecer esta materia, porque el profesorado con su testimonio y saber pedagógico ampliará, sistematizará e interaccionará aquello que con frecuencia ya ha venido trabajando. ¿O piensa alguien que las relaciones interpersonales, la igualdad, los derechos humanos o el civismo no han sido objeto de tratamiento escolar hasta ahora? El colectivo de las escuelas de la Iglesia será muy consecuente al enseñar esta materia porque también sabe que el último concilio ecuménico apeló al diálogo entre la fe y la cultura como paradigma básico de relación con la sociedad. Esto es, si el concilio Vaticano II insistió tanto en este diálogo fue por el redescubrimiento del misterio de la Encarnación como proceso de humanización y de inculturación. Un Dios hecho hombre en unas coordenadas histórico-culturales específicas que si bien fueron fecundadas por la vida y el mensaje del fundador del cristianismo, no fueron ni objetadas ni menospreciadas.
En el debate sobre el sistema educativo y en el desarrollo del mismo sistema, la buena estrategia es el discurso. El discurso ofrecido a padres y alumnos, entendido como argumento o razonamiento, como diálogo y, en ocasiones, como interrogante o interpelación. Discurrir debería ser la práctica habitual en el marco de la educación. Sobre aquello que conocemos o desconocemos, sobre aquello con lo que manifestamos acuerdo o desacuerdo, pero muy especialmente, sobre aquello que está en cada uno de los rincones de nuestro hábitat.
Y hoy el tema de la ciudadanía y de la educación para la ciudadanía merece un buen discurso.
No pondré en cuestión la legitimidad de la objeción de conciencia. En cambio, me atrevo a calificar de inoportuno e incongruente el flirteo con ésta en el marco del sistema educativo. En concreto, la insinuada objeción de conciencia frente a la nueva asignatura de educación para la ciudadanía resulta altamente desafortunada. Incluso, la mera preocupación por su incorporación.
¿Debe educar la escuela la dimensión ético-moral de la persona? Evidentemente, para que el proceso de enseñanza-aprendizaje sea verdaderamente educativo debe incidir en todos los aspectos de la vida y del ser. Y eso se consigue - en lo moral- a través de la enseñanza de contenidos específicos y, especialmente, a través del desarrollo de la capacidad de juicio moral (¡que por cierto es lo que fundamentalmente falla!). Esta tarea no es exclusiva de la escuela pero le debería resultar inexcusable.
Para no caer en simplismos señalo cuatro grandes limitaciones que han hecho peculiar e insuficiente nuestro sistema educativo en este entorno. En primer lugar, el enorme déficit de tradición en el tratamiento de lo moral desde una reflexión secular. En segundo lugar, la tendencia a responder o a priorizar ciertos temas de moda o a apagar incendios sin una visión compleja y profunda del tema. Efectivamente, en su momento fue la asignatura de ética, después los valores y también los ejes transversales, la diversidad y la resolución de conflictos… En tercer lugar, una generalizada ausencia de un currículum universitario sobre esta materia en las facultades de Educación y su repercusión en las distintas generaciones de titulados. Finalmente, la inexistencia de estudios empíricos sobre los resultados de todas esas iniciativas. Más bien parece que el insigne esfuerzo de la escuela y la pluralidad de recursos y estrategias empleados en la formación de valores hubiera fracasado en buena parte.
Todo ello me lleva a pensar que la asignatura de educación para la ciudadanía - a pesar de que tenga muchos defensores- no está exenta a priori de dificultades objetivas y que tendrá retos en su implantación más allá del esperpéntico debate actual. Entre otras cosas no permitamos ni colaboremos en caer en ingenuidades. Destaco dos: ni ciertas gestas de falta de ciudadanía - protagonizadas por adolescentes, jóvenes o adultos- se resolverán con esta asignatura, ni estaremos exentos de la típica y provocativa casuística pseudocente que nada tiene que ver con el buen hacer de la mayoría del profesorado.
La educación para la ciudadanía debe formar para capacitar en lo básico, para iniciar, para establecer unos mínimos, para fundamentar y, muy especialmente, para indicar que existen muchos proyectos de ciudadanía que se fundamentan en distintas visiones del hombre y del mundo. Que cada hombre y mujer, que todos los estudiantes digan sí a la ciudadanía - en su doble vertiente de derechos y deberes-, hoy por hoy es un gran valor y un enorme potencial. Una educación para la ciudadanía que ofreciera un referente cerrado y homogéneo caería en el dogmatismo. Entonces, simplemente, no sería tal educación.
Ciertamente, los padres son los primeros responsables de la educación de los hijos y no necesariamente se va a incumplir el artículo 27.3. de la Constitución pese a la obligatoriedad de la materia. En consecuencia, las escuelas católicas harán muy bien en desarrollar esta asignatura, puesto que los padres han optado por unas titularidades que tienen claro en dónde inspiran sus principios antropológicos y educativos, y por tanto, desarrollarán la materia en un clima de libertad y acorde con estos principios. Las escuelas católicas harán muy bien en ofrecer esta materia, porque el profesorado con su testimonio y saber pedagógico ampliará, sistematizará e interaccionará aquello que con frecuencia ya ha venido trabajando. ¿O piensa alguien que las relaciones interpersonales, la igualdad, los derechos humanos o el civismo no han sido objeto de tratamiento escolar hasta ahora? El colectivo de las escuelas de la Iglesia será muy consecuente al enseñar esta materia porque también sabe que el último concilio ecuménico apeló al diálogo entre la fe y la cultura como paradigma básico de relación con la sociedad. Esto es, si el concilio Vaticano II insistió tanto en este diálogo fue por el redescubrimiento del misterio de la Encarnación como proceso de humanización y de inculturación. Un Dios hecho hombre en unas coordenadas histórico-culturales específicas que si bien fueron fecundadas por la vida y el mensaje del fundador del cristianismo, no fueron ni objetadas ni menospreciadas.
En el debate sobre el sistema educativo y en el desarrollo del mismo sistema, la buena estrategia es el discurso. El discurso ofrecido a padres y alumnos, entendido como argumento o razonamiento, como diálogo y, en ocasiones, como interrogante o interpelación. Discurrir debería ser la práctica habitual en el marco de la educación. Sobre aquello que conocemos o desconocemos, sobre aquello con lo que manifestamos acuerdo o desacuerdo, pero muy especialmente, sobre aquello que está en cada uno de los rincones de nuestro hábitat.
Y hoy el tema de la ciudadanía y de la educación para la ciudadanía merece un buen discurso.
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