Por Stephen Eric Bronner, profesor de Ciencia Política en la Universidad Rutgers, Nueva Jersey (EE. UU.), y autor de Peace out of reach: Middle Eastern travels and the search for reconciliation. © Project Syndicate - Institute for Human Sciences, 2007. Traducción: Claudia Martínez (LA VANGUARDIA, 10/09/07):
El neoconservadurismo ha servido como una insignia de unidad para los que en la Administración Bush defienden una política exterior agresiva, un gasto militar masivo, un desdén por el derecho y las instituciones internacionales, un ataque al Estado de bienestar y un retorno a los valores tradicionales. Así las cosas, cuando la era Bush se extingue en una caída en picado de popularidad y en renuncias de alto nivel, ¿esto significa que el movimiento neoconservador también se está agotando?
El neoconservadurismo comenzó con premisas diferentes de las formas tradicionales de conservadurismo. Como las reformas pueden volverse parte de nuestro legado, los conservadores tradicionales pueden adaptarse al cambio, incluso atribuirse el mérito de negociar la conexión entre pasado y futuro. A los partidarios del neoconservadurismo, en cambio, no les preocupa lo que Edmund Burke llamó los vínculos que unen a “los muertos, los vivos y los aún por nacer”. Por el contrario, son revolucionarios o, más bien, contrarrevolucionarios empeñados en rehacer Estados Unidos y el mundo.
De hecho, en un cierto sentido, Irving Kristol, Norman Podhoretz y otros estadistas neoconservadores mayores siguen definidos por el dogmatismo comunista al que pretendían oponerse cuando eran jóvenes trotskistas. La virtud de su partido o camarilla no necesita ninguna justificación compleja: representa los valores norteamericanos, mientras que los críticos simplemente ofrecen una excusa objetiva para los enemigos de la libertad.
Hasta los años 1960, los futuros neoconservadores compartían el anticomunismo vehemente del partido demócrata, la aceptación del Movimiento de los Derechos Civiles y el apoyo a las políticas del Estado benefactor del new deal del presidente Franklin Roosevelt. Expresivamente, el influyente neoconservador Richard Perle dijo en el 2003 que seguía siendo un demócrata registrado por “nostalgia” a Henry Scoop Jackson, el poderoso ex senador que encarnaba estos compromisos.
Para los futuros neoconservadores, sin embargo, los años de 1960 produjeron un trauma que trascendió la humillación de una guerra perdida y la deshonra de Richard Nixon. Lo que en los años de 1950 aparentemente había sido una cultura de la satisfacción se convirtió en lo que Podhoretz llamaba una “cultura adversaria”. Los nuevos movimientos sociales, en un intento por desmitificar la historia, rechazar las perogrulladas que justificaban las políticas de intereses de la elite y exigir una mayor responsabilidad institucional, aparentemente amenazaron todo el establishment.
De todos modos, fue cuando Ronald Reagan forjó una alianza entre las dos fracciones del conservadurismo tradicionalmente en guerra cuando se aseguraron los cimientos políticos del triunfo del neoconservadurismo.
Una fracción estaba comprendida principalmente por las elites opuestas a la intervención estatal en el mercado. A sus miembros poco les importaban las verdades asociadas con la comunidad o los valores familiares. Sus mejores argumentos intelectuales los extraían de Milton Friedman, Friedrich von Hayek y Robert Nozick, que aspiraban a desafiar las teorías colectivistas de la sociedad en general y del socialismo en particular.
La otra fracción estaba arraigada en el populismo ignorante del siglo XIX, con sus raptos de histeria nacionalista, su defensa de los prejuicios tradicionales y su resentimiento de las elites intelectuales y económicas. Sin embargo, sus miembros no necesariamente se oponen a la legislación social que beneficia a la gente trabajadora - especialmente, cuando se privilegia a trabajadores blancos- y algunos, incluso, conservan una imagen positiva del new deal.
El neoconservadurismo, por ende, no puede reducirse a la defensa del libre mercado o del populismo de derecha, ya que su especificidad ideológica consiste en la fusión de estas visiones contradictorias. La cuestión era cómo emparentar el interés de las elites en el capitalismo del libre mercado con el temperamento provincial de un electorado parroquial.
Lo más eficaz era una imagen de gran gobierno opresivo, reflejada en un sistema tributario que cada vez resultaba más gravoso a la gente común, combinado con un nacionalismo anticomunista y un racismo apenas velado. Después de todo, todos entendían quién era el abusador del sistema benefactor y a quién tenía en mente Kristol cuando dijo que un neoconservador es “un liberal que ha sido asaltado por la realidad”.
Pero con la muerte del comunismo, las dos facciones del neoconservadurismo una vez más parecían destinadas al choque. La globalización económica amenazaba con provocar un contragolpe de los populistas provinciales, mientras que el enemigo externo - el pegamento que mantenía unido al movimiento neoconservador- había desaparecido.
Luego vinieron los atentados terroristas del 11 de septiembre del 2001. Desde el principio, los altos funcionarios de la era Reagan se mostraron cautelosos de buscar una respuesta unilateral. A muchos les resultaba claro que el fundamentalismo islámico no era comparable con el comunismo y, especialmente en Iraq, los líderes militares veían los peligros de exigir demasiado a las fuerzas norteamericanas.
Pero sus argumentos no salieron airosos. Para el proyecto neoconservador, el 11 de septiembre ayudó a crear un nuevo contexto para vincular la búsqueda de la hegemonía norteamericana en el exterior con un nacionalismo intenso - e, incluso, un ataque más intenso al Estado benefactor- en casa.
Mediante la utilización de una forma cruda de realismo, que ha visto tradicionalmente al Estado como la unidad básica del análisis político, los neoconservadores retrataron a Al Qaeda en términos de enemigos familiares, como el fascismo y el comunismo, con el apoyo de estados “delincuentes” que no deben ser “sosegados”. De ahí el eje del mal y el ataque preventivo.
Este nuevo hiperrealismo tiene poco en común con el realismo al estilo antiguo. Churchill y Roosevelt no mintieron a la comunidad internacional sobre la amenaza del fascismo, sobre construir una “coalición de la voluntad” artificial o sobre el uso de la violencia sin responsabilidad: éstas fueron las tácticas de sus enemigos totalitarios. Hoy, un realismo significativo insta a reconocer las limitaciones que implica construir una democracia: la sospecha de los valores occidentales generada por el imperialismo, el poder de las instituciones y costumbres premodernas y el carácter aún frágil del sistema estatal en la mayor parte del mundo.
Pero el realismo genuino, desafortunadamente, no viene a cuento. Dada la tensión inherente implícita en el abrazo simultáneo que hace el neoconservadurismo del capitalismo de libre mercado secular y de los valores tradicionales, su estrategia, perfeccionada desde la era Reagan, ha sido la de volver a trazar las líneas divisorias: entonces, como ahora, Occidente está en riesgo, lo que exige alimentar una distinción profundamente emocional entre nosotros y ellos.
La atracción popular de esta estrategia no terminará con la Administración Bush, porque el neoconservadurismo se alimenta de un conjunto de temores públicos que están profundamente arraigados en la historia norteamericana. Cambiar esto exigirá no solamente confrontar una nueva perspectiva ideológica, sino también decidir qué políticas mejor reflejan lo mejor sobre la tradición política de Estados Unidos.
El neoconservadurismo ha servido como una insignia de unidad para los que en la Administración Bush defienden una política exterior agresiva, un gasto militar masivo, un desdén por el derecho y las instituciones internacionales, un ataque al Estado de bienestar y un retorno a los valores tradicionales. Así las cosas, cuando la era Bush se extingue en una caída en picado de popularidad y en renuncias de alto nivel, ¿esto significa que el movimiento neoconservador también se está agotando?
El neoconservadurismo comenzó con premisas diferentes de las formas tradicionales de conservadurismo. Como las reformas pueden volverse parte de nuestro legado, los conservadores tradicionales pueden adaptarse al cambio, incluso atribuirse el mérito de negociar la conexión entre pasado y futuro. A los partidarios del neoconservadurismo, en cambio, no les preocupa lo que Edmund Burke llamó los vínculos que unen a “los muertos, los vivos y los aún por nacer”. Por el contrario, son revolucionarios o, más bien, contrarrevolucionarios empeñados en rehacer Estados Unidos y el mundo.
De hecho, en un cierto sentido, Irving Kristol, Norman Podhoretz y otros estadistas neoconservadores mayores siguen definidos por el dogmatismo comunista al que pretendían oponerse cuando eran jóvenes trotskistas. La virtud de su partido o camarilla no necesita ninguna justificación compleja: representa los valores norteamericanos, mientras que los críticos simplemente ofrecen una excusa objetiva para los enemigos de la libertad.
Hasta los años 1960, los futuros neoconservadores compartían el anticomunismo vehemente del partido demócrata, la aceptación del Movimiento de los Derechos Civiles y el apoyo a las políticas del Estado benefactor del new deal del presidente Franklin Roosevelt. Expresivamente, el influyente neoconservador Richard Perle dijo en el 2003 que seguía siendo un demócrata registrado por “nostalgia” a Henry Scoop Jackson, el poderoso ex senador que encarnaba estos compromisos.
Para los futuros neoconservadores, sin embargo, los años de 1960 produjeron un trauma que trascendió la humillación de una guerra perdida y la deshonra de Richard Nixon. Lo que en los años de 1950 aparentemente había sido una cultura de la satisfacción se convirtió en lo que Podhoretz llamaba una “cultura adversaria”. Los nuevos movimientos sociales, en un intento por desmitificar la historia, rechazar las perogrulladas que justificaban las políticas de intereses de la elite y exigir una mayor responsabilidad institucional, aparentemente amenazaron todo el establishment.
De todos modos, fue cuando Ronald Reagan forjó una alianza entre las dos fracciones del conservadurismo tradicionalmente en guerra cuando se aseguraron los cimientos políticos del triunfo del neoconservadurismo.
Una fracción estaba comprendida principalmente por las elites opuestas a la intervención estatal en el mercado. A sus miembros poco les importaban las verdades asociadas con la comunidad o los valores familiares. Sus mejores argumentos intelectuales los extraían de Milton Friedman, Friedrich von Hayek y Robert Nozick, que aspiraban a desafiar las teorías colectivistas de la sociedad en general y del socialismo en particular.
La otra fracción estaba arraigada en el populismo ignorante del siglo XIX, con sus raptos de histeria nacionalista, su defensa de los prejuicios tradicionales y su resentimiento de las elites intelectuales y económicas. Sin embargo, sus miembros no necesariamente se oponen a la legislación social que beneficia a la gente trabajadora - especialmente, cuando se privilegia a trabajadores blancos- y algunos, incluso, conservan una imagen positiva del new deal.
El neoconservadurismo, por ende, no puede reducirse a la defensa del libre mercado o del populismo de derecha, ya que su especificidad ideológica consiste en la fusión de estas visiones contradictorias. La cuestión era cómo emparentar el interés de las elites en el capitalismo del libre mercado con el temperamento provincial de un electorado parroquial.
Lo más eficaz era una imagen de gran gobierno opresivo, reflejada en un sistema tributario que cada vez resultaba más gravoso a la gente común, combinado con un nacionalismo anticomunista y un racismo apenas velado. Después de todo, todos entendían quién era el abusador del sistema benefactor y a quién tenía en mente Kristol cuando dijo que un neoconservador es “un liberal que ha sido asaltado por la realidad”.
Pero con la muerte del comunismo, las dos facciones del neoconservadurismo una vez más parecían destinadas al choque. La globalización económica amenazaba con provocar un contragolpe de los populistas provinciales, mientras que el enemigo externo - el pegamento que mantenía unido al movimiento neoconservador- había desaparecido.
Luego vinieron los atentados terroristas del 11 de septiembre del 2001. Desde el principio, los altos funcionarios de la era Reagan se mostraron cautelosos de buscar una respuesta unilateral. A muchos les resultaba claro que el fundamentalismo islámico no era comparable con el comunismo y, especialmente en Iraq, los líderes militares veían los peligros de exigir demasiado a las fuerzas norteamericanas.
Pero sus argumentos no salieron airosos. Para el proyecto neoconservador, el 11 de septiembre ayudó a crear un nuevo contexto para vincular la búsqueda de la hegemonía norteamericana en el exterior con un nacionalismo intenso - e, incluso, un ataque más intenso al Estado benefactor- en casa.
Mediante la utilización de una forma cruda de realismo, que ha visto tradicionalmente al Estado como la unidad básica del análisis político, los neoconservadores retrataron a Al Qaeda en términos de enemigos familiares, como el fascismo y el comunismo, con el apoyo de estados “delincuentes” que no deben ser “sosegados”. De ahí el eje del mal y el ataque preventivo.
Este nuevo hiperrealismo tiene poco en común con el realismo al estilo antiguo. Churchill y Roosevelt no mintieron a la comunidad internacional sobre la amenaza del fascismo, sobre construir una “coalición de la voluntad” artificial o sobre el uso de la violencia sin responsabilidad: éstas fueron las tácticas de sus enemigos totalitarios. Hoy, un realismo significativo insta a reconocer las limitaciones que implica construir una democracia: la sospecha de los valores occidentales generada por el imperialismo, el poder de las instituciones y costumbres premodernas y el carácter aún frágil del sistema estatal en la mayor parte del mundo.
Pero el realismo genuino, desafortunadamente, no viene a cuento. Dada la tensión inherente implícita en el abrazo simultáneo que hace el neoconservadurismo del capitalismo de libre mercado secular y de los valores tradicionales, su estrategia, perfeccionada desde la era Reagan, ha sido la de volver a trazar las líneas divisorias: entonces, como ahora, Occidente está en riesgo, lo que exige alimentar una distinción profundamente emocional entre nosotros y ellos.
La atracción popular de esta estrategia no terminará con la Administración Bush, porque el neoconservadurismo se alimenta de un conjunto de temores públicos que están profundamente arraigados en la historia norteamericana. Cambiar esto exigirá no solamente confrontar una nueva perspectiva ideológica, sino también decidir qué políticas mejor reflejan lo mejor sobre la tradición política de Estados Unidos.
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