Por Gabriel Tortella, catedrático de Historia económica en la Universidad de Alcalá (EL PAÍS, 21/09/07):
¿Recuerdan ustedes la guerra fría? Yo, sí, y pienso en ella con nostalgia. Otra vez contracorriente, pensarán los lectores. Es posible, y por ello, como el alcalde Pepe Isbert en Bienvenido, Mr. Marshall, os debo una explicación y os la voy a dar. La guerra fría enfrentaba a dos sistemas sociales que encarnaban dos ideologías, dos concepciones de la sociedad y de la historia: la marxista y la liberal. Esta confrontación causó grandes problemas y peligros, pero, con todo, competían dos intentos racionales de comprender al ser humano en sociedad. El que uno de los dos sistemas haya prevalecido y haya derrotado al otro, arrojándolo a la papelera de la Historia (cosa que el perdedor había anunciado repetidamente que haría con el ganador), no dice nada, necesariamente, acerca de la irracionalidad del perdedor. Puede indicar que estaba equivocado, pero no que fuera irracional.
Marxismo y liberalismo son sistemas de pensamiento racionales que incluso se basan en supuestos no tan diferentes: los dos parten de la economía de mercado y se inspiran en el pensamiento de Adam Smith y David Ricardo, los dos padres de la economía clásica. La diferencia estriba en que Marx era pesimista en cuanto a la capacidad del ser humano para adaptarse a las situaciones cambiantes. En especial, sus empresarios eran unos seres no ya sin entrañas, sino con la falta del raciocinio necesario para comprender que, compartiendo una parte de los beneficios con sus trabajadores, sus probabilidades de garantizar la duración del sistema eran mucho mayores. En realidad, los empresarios resultaron ser mucho más racionales de lo que Marx pensaba, fueron capaces de transigir, pactar y compartir, y el capitalismo, humanizado por el sistema de seguridad social que hemos dado en llamar Estado de bienestar, ha terminado por imponerse: sus detractores hablan desabridamente del “pensamiento único”.
Con todos los horrores del comunismo soviético, la guerra fría enfrentaba a dos sistemas que se pretendían racionales. Se hablaba entonces repetidamente del peligro de la guerra caliente entre las dos grandes potencias nucleares, de la posibilidad de la DTM (destrucción total mutua); pero eso nunca ocurrió, y creo que las probabilidades de que ocurriera eran mucho menores de lo que los interesados querían hacernos creer, porque en eso también eran racionales y se comportaban como dos luchadores encarados o como dos jugadores de póquer, lanzando faroles o bravatas para amedrentar al otro, para evitar esa espantosa confrontación que tanto se temía. Lo peor de la guerra fría, a mi modo de ver, eran las alianzas que traía consigo, las malas compañías que fomentaba, el apoyo a las dictaduras de uno y otro signos (por ejemplo, Franco, Trujillo, Pinochet, Chiang-kai-chek, de un lado; Ulbricht, Castro, Gaddafi, Mengistu, Kim-il Sung, Mao-tse-tung, de otro). Junto a esto, también dentro de las propias metrópolis la guerra fría tenía su coste: mucho mayor del lado comunista, porque peor que el estalinismo es difícil encontrar un sistema político; pero el maccarthismo y las red-scares (las histerias anticomunistas) tampoco fueron episodios amables en la historia de la gran potencia liberal. En este sentido, el fin de la guerra fría sí ha representado una clara mejora. Muchas dictaduras cayeron al perder el apoyo con que contaban por mor de la tensión internacional; en Rusia, si Putin es un personaje bastante siniestro y la democracia rusa tiene una legitimidad muy discutible, la comparación con Stalin lo salva casi todo. En Europa occidental, la desaparición de los partidos comunistas ha introducido una mayor flexibilidad en el juego político. En Estados Unidos, se me dirá, la situación, en cambio, ha empeorado: Guantánamo, Patriot Act, etcétera. A eso precisamente quiero yo ir.
Fracasado el ensayo comunista, desprestigiado el marxismo, el pensamiento “anti-sistema” se ha entregado con fruición al irracionalismo. Los que antes hablaban de “plusvalía”, de “acumulación”, de “internacionalismo” o de “centralismo democrático”, hoy hablan de “sensibilidades”, de “realidades nacionales”, de “hechos diferenciales” o de “derechos de los pueblos”; los que ayer se conmovían por la suerte del trabajador alienado y explotado, hoy vibran por el folklore y la tradición; los que eran agnósticos o ateos, ahora respetan tremendamente todas las religiones (menos la católica); los que soñaban con el progreso y proyectaban el futuro, hoy quieren volver al pasado preindustrial y, si es medieval, mejor; los que pensaban que la historia era la lucha de clases, hoy profesan que es la lucha de tribus. En otras palabras, lo que antes era pensamiento crítico se ha convertido en sentimiento crítico. Como la racionalidad está del lado del liberalismo, al diablo la racionalidad, viva el sentimiento, la identidad, el irracionalismo.
Esta nueva izquierda antirracional nació en Estados Unidos en los años sesenta del siglo pasado, defendiendo causas tan nobles como la igualdad racial y el fin de la guerra de Vietnam; eran los hippies, los flower people, muchos de los cuales se afiliaron a religiones asiáticas y místicas. Aquella Nueva Izquierda de los años sesenta desconfiaba de la razón, porque el sistema que odiaban era racional. Pero aquello no tenía gran porvenir ni como política ni como filosofía, y los hippies acabaron siendo sustituidos por los yuppies; Bill Gates reemplazó a Maharishi Yoghi como ídolo de la juventud. Sin embargo, en las décadas siguientes aparecieron en el mundo nuevas reservas de irracionalismo mucho más potentes. De un lado, en el Tercer Mundo, el deseo de alcanzar el nivel de vida occidental se ha trocado en desesperanza, rechazo y recurso a la religión en su versión más retrógrada y violenta. El enemigo es el mundo occidental y el refugio es el fanatismo religioso. En Europa y en América Latina, el tribalismo también ha sustituido al marxismo: en los Balcanes, en Bélgica, en España, en Bolivia, en Ecuador, en Chiapas. El terrorismo impredecible ha sustituido a la guerra fría. Y ante el terror omnipresente e indiscriminado, también Estados Unidos fue presa del pánico irracional que dio lugar a la absurda “guerra al terror” y a la inexplicable invasión de Irak. Hemos entrado en un círculo vicioso alarmante: el odio y el miedo fomentan la conducta irracional; ésta da lugar a violencia, a miedo y a odio, y a la reacción irracional. En este sentido, el mundo se ha vuelto infinitamente más peligroso que cuando competían dos intentos racionales de comprender la sociedad y la historia. Marx era un adversario mucho más noble que Putin, Ahmadineyad, Otegi o Bin Laden: de ahí la nostalgia.
¿Recuerdan ustedes la guerra fría? Yo, sí, y pienso en ella con nostalgia. Otra vez contracorriente, pensarán los lectores. Es posible, y por ello, como el alcalde Pepe Isbert en Bienvenido, Mr. Marshall, os debo una explicación y os la voy a dar. La guerra fría enfrentaba a dos sistemas sociales que encarnaban dos ideologías, dos concepciones de la sociedad y de la historia: la marxista y la liberal. Esta confrontación causó grandes problemas y peligros, pero, con todo, competían dos intentos racionales de comprender al ser humano en sociedad. El que uno de los dos sistemas haya prevalecido y haya derrotado al otro, arrojándolo a la papelera de la Historia (cosa que el perdedor había anunciado repetidamente que haría con el ganador), no dice nada, necesariamente, acerca de la irracionalidad del perdedor. Puede indicar que estaba equivocado, pero no que fuera irracional.
Marxismo y liberalismo son sistemas de pensamiento racionales que incluso se basan en supuestos no tan diferentes: los dos parten de la economía de mercado y se inspiran en el pensamiento de Adam Smith y David Ricardo, los dos padres de la economía clásica. La diferencia estriba en que Marx era pesimista en cuanto a la capacidad del ser humano para adaptarse a las situaciones cambiantes. En especial, sus empresarios eran unos seres no ya sin entrañas, sino con la falta del raciocinio necesario para comprender que, compartiendo una parte de los beneficios con sus trabajadores, sus probabilidades de garantizar la duración del sistema eran mucho mayores. En realidad, los empresarios resultaron ser mucho más racionales de lo que Marx pensaba, fueron capaces de transigir, pactar y compartir, y el capitalismo, humanizado por el sistema de seguridad social que hemos dado en llamar Estado de bienestar, ha terminado por imponerse: sus detractores hablan desabridamente del “pensamiento único”.
Con todos los horrores del comunismo soviético, la guerra fría enfrentaba a dos sistemas que se pretendían racionales. Se hablaba entonces repetidamente del peligro de la guerra caliente entre las dos grandes potencias nucleares, de la posibilidad de la DTM (destrucción total mutua); pero eso nunca ocurrió, y creo que las probabilidades de que ocurriera eran mucho menores de lo que los interesados querían hacernos creer, porque en eso también eran racionales y se comportaban como dos luchadores encarados o como dos jugadores de póquer, lanzando faroles o bravatas para amedrentar al otro, para evitar esa espantosa confrontación que tanto se temía. Lo peor de la guerra fría, a mi modo de ver, eran las alianzas que traía consigo, las malas compañías que fomentaba, el apoyo a las dictaduras de uno y otro signos (por ejemplo, Franco, Trujillo, Pinochet, Chiang-kai-chek, de un lado; Ulbricht, Castro, Gaddafi, Mengistu, Kim-il Sung, Mao-tse-tung, de otro). Junto a esto, también dentro de las propias metrópolis la guerra fría tenía su coste: mucho mayor del lado comunista, porque peor que el estalinismo es difícil encontrar un sistema político; pero el maccarthismo y las red-scares (las histerias anticomunistas) tampoco fueron episodios amables en la historia de la gran potencia liberal. En este sentido, el fin de la guerra fría sí ha representado una clara mejora. Muchas dictaduras cayeron al perder el apoyo con que contaban por mor de la tensión internacional; en Rusia, si Putin es un personaje bastante siniestro y la democracia rusa tiene una legitimidad muy discutible, la comparación con Stalin lo salva casi todo. En Europa occidental, la desaparición de los partidos comunistas ha introducido una mayor flexibilidad en el juego político. En Estados Unidos, se me dirá, la situación, en cambio, ha empeorado: Guantánamo, Patriot Act, etcétera. A eso precisamente quiero yo ir.
Fracasado el ensayo comunista, desprestigiado el marxismo, el pensamiento “anti-sistema” se ha entregado con fruición al irracionalismo. Los que antes hablaban de “plusvalía”, de “acumulación”, de “internacionalismo” o de “centralismo democrático”, hoy hablan de “sensibilidades”, de “realidades nacionales”, de “hechos diferenciales” o de “derechos de los pueblos”; los que ayer se conmovían por la suerte del trabajador alienado y explotado, hoy vibran por el folklore y la tradición; los que eran agnósticos o ateos, ahora respetan tremendamente todas las religiones (menos la católica); los que soñaban con el progreso y proyectaban el futuro, hoy quieren volver al pasado preindustrial y, si es medieval, mejor; los que pensaban que la historia era la lucha de clases, hoy profesan que es la lucha de tribus. En otras palabras, lo que antes era pensamiento crítico se ha convertido en sentimiento crítico. Como la racionalidad está del lado del liberalismo, al diablo la racionalidad, viva el sentimiento, la identidad, el irracionalismo.
Esta nueva izquierda antirracional nació en Estados Unidos en los años sesenta del siglo pasado, defendiendo causas tan nobles como la igualdad racial y el fin de la guerra de Vietnam; eran los hippies, los flower people, muchos de los cuales se afiliaron a religiones asiáticas y místicas. Aquella Nueva Izquierda de los años sesenta desconfiaba de la razón, porque el sistema que odiaban era racional. Pero aquello no tenía gran porvenir ni como política ni como filosofía, y los hippies acabaron siendo sustituidos por los yuppies; Bill Gates reemplazó a Maharishi Yoghi como ídolo de la juventud. Sin embargo, en las décadas siguientes aparecieron en el mundo nuevas reservas de irracionalismo mucho más potentes. De un lado, en el Tercer Mundo, el deseo de alcanzar el nivel de vida occidental se ha trocado en desesperanza, rechazo y recurso a la religión en su versión más retrógrada y violenta. El enemigo es el mundo occidental y el refugio es el fanatismo religioso. En Europa y en América Latina, el tribalismo también ha sustituido al marxismo: en los Balcanes, en Bélgica, en España, en Bolivia, en Ecuador, en Chiapas. El terrorismo impredecible ha sustituido a la guerra fría. Y ante el terror omnipresente e indiscriminado, también Estados Unidos fue presa del pánico irracional que dio lugar a la absurda “guerra al terror” y a la inexplicable invasión de Irak. Hemos entrado en un círculo vicioso alarmante: el odio y el miedo fomentan la conducta irracional; ésta da lugar a violencia, a miedo y a odio, y a la reacción irracional. En este sentido, el mundo se ha vuelto infinitamente más peligroso que cuando competían dos intentos racionales de comprender la sociedad y la historia. Marx era un adversario mucho más noble que Putin, Ahmadineyad, Otegi o Bin Laden: de ahí la nostalgia.
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