Por Borja Vivanco Díaz (EL CORREO DIGITAL, 19/09/07):
Los síntomas que presagian un golpe de Estado son similares en cualquier lugar del mundo. Tiende a ocurrir que la infantería y la caballería acorazada rodean los edificios públicos y, con mayor intensidad, la residencia del gobierno. Además, de forma sincronizada, las Fuerzas Armadas ocupan la televisión pública y suspenden la programación habitual. De ahí que cuando, hoy hace un año, tuvimos noticia de que los tanques del Ejército tailandés custodiaban el palacio gubernamental, aprovechando que el primer ministro visitaba Nueva York, y de que la cadena de televisión pública ofrecía una y otra vez imágenes grabadas de la familia real, enseguida sospechamos que el país estaba a punto de ser víctima de un golpe militar.
Ciertamente, desde los primeros instantes, el golpe de Estado no parecía que iba a desencadenar conflictos violentos. En la televisión, comprobamos que los periodistas fotografiaban a soldados que, con gesto relajado, montaban guardia y hasta sonreían a la luz de los ‘flashes’, frente al palacio del primer ministro. Los tanques habían salido a la calle pero el tráfico no parecía interrumpirse. Los golpistas decretaban, al día siguiente del golpe, jornada festiva y algunos ciudadanos repartían flores a los militares.
El embajador español en Tailandia fue más cauto. En las horas inmediatas al golpe de Estado, solicitó a los residentes y turistas españoles que no abandonaran sus hogares o sus hoteles. Se calculó que el número de viajeros españoles que, durante esos días, habían llegado a Tailandia rondaba los dos millares. Entiendo que las medidas sugeridas por la Embajada fueron exageradas y que, ante todo, nuestra representación diplomática quiso curarse en salud. Pero es también verdad que no reclamar a los ciudadanos españoles tomar precauciones podía ser interpretado como un apoyo implícito al golpe militar.
Nada que ver, este golpe de Estado, con por ejemplo el asalto al Palacio de la Moneda que el general Augusto Pinochet protagonizó en 1973, en otro mes de septiembre. En Tailandia no sólo no se produjeron víctimas mortales, sino que ni siquiera se disparó un solo tiro, como sí ocurrió en el 23-F español. Desde los años treinta del siglo XX, en torno a veinte golpes de Estado se han sucedido en el que, hasta 1939, era denominado Reino de Siam. Un país que en siglos pasados supo resistir en repetidas ocasiones las ansias colonizadoras de las potencias occidentales. El golpe de Estado más reciente había tenido lugar en 1991 e, ilusamente, llegamos a creer que la cultura democrática se había consolidado, de modo definitivo, en la sociedad civil, los organismos públicos y las propias Fuerzas Armadas.
La respuesta de la comunidad internacional, ante el golpe de Estado, fue más bien tibia, creo que del todo decepcionante. El compromiso -luego incumplido- de los golpistas de convocar elecciones en los meses siguientes, el apoyo brindado por el monarca a la junta de gobierno interino recién creada, la escasa oposición en el interior del país a los militares que suprimieron las instituciones democráticas y la controvertida figura del primer ministro derrocado minimizaron las críticas. Y a pesar de la caída de la moneda tailandesa en los mercados internacionales, el conjunto de las bolsas asiáticas apenas se vieron afectadas por el golpe de Estado.
Pero un golpe de Estado es siempre un golpe de Estado. No fue extraño que una de las primeras decisiones que tomaron los golpistas consistiese en suspender los partidos políticos y la libertad de los medios de comunicación. Cabría haber esperado, en consecuencia, una condena más contundente por parte de Estados Unidos y la Unión Europea, dirigida no sólo a los militares autores del golpe sino también al rey que, por muy anciano y popular que sea, lo legitimó injustamente.
Aunque recordemos, por ejemplo, que los servicios secretos de Estados Unidos, que operaban desde sus bases militares sitas en territorio español, conocían en vísperas del 23-F que un golpe militar iba a producirse y, no obstante, nunca pusieron en conocimiento del Gobierno de Adolfo Suárez esta información de gran trascendencia y con la cual la intentona del teniente coronel Antonio Tejero podía haber sido perfectamente abortada. Estados Unidos argumentó, sin más, que el golpe de Estado era una cuestión interna de España y que, por consiguiente, no debía intervenir.
Desde luego, el depuesto primer ministro, el empresario Thaksin Shinawatra, apodado ‘El Berlusconi asiático’, fue en gran medida responsable del alto grado de deterioro alcanzado en los aparatos democráticos de Tailandia. Ganador en la primavera de 2006 de unas elecciones boicoteadas por buena parte de la oposición y declaradas anticonstitucionales, a raíz del golpe se refugió junto a su familia en Londres, donde es propietario de una lujosa mansión.
La economía tailandesa, mientras tanto, ha sido una de las que más ha crecido de todo el mundo en los dos últimos decenios. Si bien, como el conjunto de las economías del sudeste asiático, se vio paralizada momentáneamente con la crisis financiera de 1997. En la actualidad, las expectativas económicas de Tailandia son también muy favorables. Pero al igual que China y otros países vecinos, ahora su primer reto consiste en poner el crecimiento económico al servicio del desarrollo social y la cultura democrática.
Los países occidentales no podemos mostrarnos, por más tiempo, desinteresados por este desafío. Así, nuestro compromiso debe comenzar rechazando, frontalmente, golpes de Estado como el acontecido en Tailandia, por muy desapercibidos que transcurran, y más cuando después de un año no dejan paso a la restitución de la democracia.
Los militares tailandeses han anunciado la celebración de elecciones libres el próximo 23 de diciembre. Hace unos días el primer ministro interino de Tailandia, el general Surayud Chulanont, ha dado su visto bueno a la participación de observadores de la Unión Europea en el proceso electoral. Unas semanas atrás el secretario de la comisión electoral, Suthipol Thaweechaikarn, se negó a ello porque, en su opinión, Tailandia no es un ‘Estado fallido’. Pero sin llegar a pensar que es un país menor de edad y sin caer en el etnocentrismo político, la comunidad internacional -y en primer lugar la política exterior de la Unión Europea- tienen en estos momentos una oportunidad de oro para enmendar su indiferencia y contribuir a proteger la democracia.
Los síntomas que presagian un golpe de Estado son similares en cualquier lugar del mundo. Tiende a ocurrir que la infantería y la caballería acorazada rodean los edificios públicos y, con mayor intensidad, la residencia del gobierno. Además, de forma sincronizada, las Fuerzas Armadas ocupan la televisión pública y suspenden la programación habitual. De ahí que cuando, hoy hace un año, tuvimos noticia de que los tanques del Ejército tailandés custodiaban el palacio gubernamental, aprovechando que el primer ministro visitaba Nueva York, y de que la cadena de televisión pública ofrecía una y otra vez imágenes grabadas de la familia real, enseguida sospechamos que el país estaba a punto de ser víctima de un golpe militar.
Ciertamente, desde los primeros instantes, el golpe de Estado no parecía que iba a desencadenar conflictos violentos. En la televisión, comprobamos que los periodistas fotografiaban a soldados que, con gesto relajado, montaban guardia y hasta sonreían a la luz de los ‘flashes’, frente al palacio del primer ministro. Los tanques habían salido a la calle pero el tráfico no parecía interrumpirse. Los golpistas decretaban, al día siguiente del golpe, jornada festiva y algunos ciudadanos repartían flores a los militares.
El embajador español en Tailandia fue más cauto. En las horas inmediatas al golpe de Estado, solicitó a los residentes y turistas españoles que no abandonaran sus hogares o sus hoteles. Se calculó que el número de viajeros españoles que, durante esos días, habían llegado a Tailandia rondaba los dos millares. Entiendo que las medidas sugeridas por la Embajada fueron exageradas y que, ante todo, nuestra representación diplomática quiso curarse en salud. Pero es también verdad que no reclamar a los ciudadanos españoles tomar precauciones podía ser interpretado como un apoyo implícito al golpe militar.
Nada que ver, este golpe de Estado, con por ejemplo el asalto al Palacio de la Moneda que el general Augusto Pinochet protagonizó en 1973, en otro mes de septiembre. En Tailandia no sólo no se produjeron víctimas mortales, sino que ni siquiera se disparó un solo tiro, como sí ocurrió en el 23-F español. Desde los años treinta del siglo XX, en torno a veinte golpes de Estado se han sucedido en el que, hasta 1939, era denominado Reino de Siam. Un país que en siglos pasados supo resistir en repetidas ocasiones las ansias colonizadoras de las potencias occidentales. El golpe de Estado más reciente había tenido lugar en 1991 e, ilusamente, llegamos a creer que la cultura democrática se había consolidado, de modo definitivo, en la sociedad civil, los organismos públicos y las propias Fuerzas Armadas.
La respuesta de la comunidad internacional, ante el golpe de Estado, fue más bien tibia, creo que del todo decepcionante. El compromiso -luego incumplido- de los golpistas de convocar elecciones en los meses siguientes, el apoyo brindado por el monarca a la junta de gobierno interino recién creada, la escasa oposición en el interior del país a los militares que suprimieron las instituciones democráticas y la controvertida figura del primer ministro derrocado minimizaron las críticas. Y a pesar de la caída de la moneda tailandesa en los mercados internacionales, el conjunto de las bolsas asiáticas apenas se vieron afectadas por el golpe de Estado.
Pero un golpe de Estado es siempre un golpe de Estado. No fue extraño que una de las primeras decisiones que tomaron los golpistas consistiese en suspender los partidos políticos y la libertad de los medios de comunicación. Cabría haber esperado, en consecuencia, una condena más contundente por parte de Estados Unidos y la Unión Europea, dirigida no sólo a los militares autores del golpe sino también al rey que, por muy anciano y popular que sea, lo legitimó injustamente.
Aunque recordemos, por ejemplo, que los servicios secretos de Estados Unidos, que operaban desde sus bases militares sitas en territorio español, conocían en vísperas del 23-F que un golpe militar iba a producirse y, no obstante, nunca pusieron en conocimiento del Gobierno de Adolfo Suárez esta información de gran trascendencia y con la cual la intentona del teniente coronel Antonio Tejero podía haber sido perfectamente abortada. Estados Unidos argumentó, sin más, que el golpe de Estado era una cuestión interna de España y que, por consiguiente, no debía intervenir.
Desde luego, el depuesto primer ministro, el empresario Thaksin Shinawatra, apodado ‘El Berlusconi asiático’, fue en gran medida responsable del alto grado de deterioro alcanzado en los aparatos democráticos de Tailandia. Ganador en la primavera de 2006 de unas elecciones boicoteadas por buena parte de la oposición y declaradas anticonstitucionales, a raíz del golpe se refugió junto a su familia en Londres, donde es propietario de una lujosa mansión.
La economía tailandesa, mientras tanto, ha sido una de las que más ha crecido de todo el mundo en los dos últimos decenios. Si bien, como el conjunto de las economías del sudeste asiático, se vio paralizada momentáneamente con la crisis financiera de 1997. En la actualidad, las expectativas económicas de Tailandia son también muy favorables. Pero al igual que China y otros países vecinos, ahora su primer reto consiste en poner el crecimiento económico al servicio del desarrollo social y la cultura democrática.
Los países occidentales no podemos mostrarnos, por más tiempo, desinteresados por este desafío. Así, nuestro compromiso debe comenzar rechazando, frontalmente, golpes de Estado como el acontecido en Tailandia, por muy desapercibidos que transcurran, y más cuando después de un año no dejan paso a la restitución de la democracia.
Los militares tailandeses han anunciado la celebración de elecciones libres el próximo 23 de diciembre. Hace unos días el primer ministro interino de Tailandia, el general Surayud Chulanont, ha dado su visto bueno a la participación de observadores de la Unión Europea en el proceso electoral. Unas semanas atrás el secretario de la comisión electoral, Suthipol Thaweechaikarn, se negó a ello porque, en su opinión, Tailandia no es un ‘Estado fallido’. Pero sin llegar a pensar que es un país menor de edad y sin caer en el etnocentrismo político, la comunidad internacional -y en primer lugar la política exterior de la Unión Europea- tienen en estos momentos una oportunidad de oro para enmendar su indiferencia y contribuir a proteger la democracia.
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