Por Andrés Montero Gómez (EL CORREO DIGITAL, 11/09/07):
En la primera parte de este artículo (EL CORREO, 10-09-2007) nos preguntábamos hasta dónde estábamos dispuestos a llegar, en tanto ciudadanos, para desactivar la amenaza del terrorismo internacional, yihadista o no. Por lo pronto, no debemos estar haciéndolo muy bien, porque cada paso que se avanza a escala internacional más refuerza el terrorismo que trata de prevenir. Desde Abu-Ghraib hasta Guantánamo, desde las armas de destrucción masiva inexistentes para justificar una dudosa invasión antiterrorista en Irak, hasta la magnificación de Al-Qaida a través de medios de comunicación y análisis de todo tipo, las respuestas de nuestras autoridades no parecen las más inteligentes de las posibles. Incluso, las últimas redes yihadistas detectadas en Reino Unido estaban conformadas ya por ciudadanos británicos, o por residentes y supuestamente integrados en Europa.
Si la estrategia de la guerra contra el terrorismo es inadecuada es todavía peor que quien la haya declarado sea EE UU, el enemigo diabólico nominado por el argumentario terrorista del yihadismo internacional. La incoherencia es que ante un fenómeno global y desperdigado transfronterizamente como el yihadismo, no existe una respuesta internacionalmente unificada. Ni siquiera las estrategias antiterroristas están armonizadas. EE UU ha decretado una política claramente bélica, mientras Europa apuesta por una óptica más penal y judicial y el resto de países van a remolque, fundamentalmente de las ayudas norteamericanas ligadas al capítulo antiterrorista como condicionante de política exterior. A pesar de que existe cooperación fluida entre las policías y las agencias de inteligencia noratlánticas, el desequilibrio hacia EE UU es patente. Por exponerlo claramente, la amenaza global demandaría un enfoque global producto del esfuerzo colaborativo de todos los países en una estrategia armonizada. Eso no existe. EE UU ha declarado una guerra unilateralmente, articulándola a través de sus propios planes y tiempos, y demandando en el esfuerzo la colaboración subordinada del resto de sus aliados. Por ello los que presuntamente secuestran personas en territorio europeo son, supuestamente, agentes de la CIA y quienes, también presuntamente, dejan hacer son las autoridades europeas. Con toda probabilidad, si EE UU hubiera llegado a un acuerdo paritario, en pie de igualdad, con el resto de aliados, la estrategia de guerra no habría sido la elegida. No sabríamos cuál habría sido, porque una estrategia de política criminal tradicional por sí misma tampoco habría servido contra el terrorismo yihadista, pero habría sido menos perjudicial que un planteamiento de guerra. Por el contrario, EE UU ha decretado la guerra y los demás la apoyamos, porque ni hemos ofrecido una alternativa creíble ni tenemos la fuerza trasnacional para aplicarla.
Una vez ya le ha sido confirmado al yihadismo internacional que estamos en guerra, como Al-Qaida pretendía, es muy complejo desasirse de los efectos colaterales. Al-Qaida ha sido reforzada y lo continuará siendo. Es complicado encontrar la receta estratégica más adecuada frente al terrorismo yihadista. La acción de los servicios de inteligencia es, desde luego, un ingrediente esencial de la ecuación. Desactivar el terrorismo internacional con métodos de investigación policial tradicional es una pretensión ingenua. Lo ideal sería combinar técnica jurídica y mecanismos de justicia internacionales con el desarrollo, que tendría que ser exponencial, de capacidades de inteligencia transfronteriza en el marco de adecuados equilibrios de control en cada país. Sin embargo, como decimos, la justicia y la inteligencia internacionales son complicadas desde el momento en que no existe la materialización de esos conceptos.
Los servicios de inteligencia no son la panacea, sobre todo porque dependen mucho de sobre qué estrategia estén funcionando. En EE UU son un instrumento más al servicio de la guerra contra el terrorismo. Por otro lado, son pocas las legislaciones preparadas para hacer servicios de inteligencia realmente efectivos a la par que democráticos. La británica si acaso. La estadounidense, también, aunque sometida a una realidad institucional más compleja y, por tanto, productora de mayores atolladeros y algún desafuero. La española considero que está en desarrollo. Y los ajustes legislativos se topan con un problema adicional, derivado de la necesaria circunstancia de agentes de inteligencia operando en el extranjero, bajo leyes de otros países. También con el encaje de bolillos que significa tener servicios de inteligencia policiales contraterroristas y también servicios de inteligencia no policiales, que como la CIA o nuestro CNI intervienen en contraterrorismo, sobre todo en el extranjero. Una maraña de desconexiones que es hábilmente explotada por los malos y los asesinos repartidos por este mundo interconectado.
El terrorismo islamista está revelando la valiosa aportación que tendrían informaciones obtenidas desde el mismo interior de los grupos terroristas para anticipar y desbaratar sus planes de muerte. Aparte de la aplicación de medios técnicos, como las interceptaciones telefónicas y cibernéticas, la mejor información suele provenir de fuentes humanas. Alguien que cuenta qué está ocurriendo en el interior de un grupo sectario, cerrado y altamente fanatizado que planea asesinar mucho. Alguien que se lo cuenta a otro alguien, que es un agente clandestino de inteligencia. En inteligencia contraterrorista, tres son las formas humanas encubiertas de obtener información. Las agencias de inteligencia pueden tener informadores sobre actividades terroristas, topos en el interior de organizaciones criminales o agentes propios infiltrados en ellas. Y luego todo un surtido de satélites y sofisticado instrumental tecnológico de escucha y vigilancia. La información obtenida por esos agentes humanos bajo cobertura es esencial ahora, pero será vital en el futuro en el desafío contraterrorista.
Y ahora llegan las preguntas que la ciudadanía democrática tendrá que hacerse en el futuro contra el enemigo infinito que hemos creado. Algunos analistas han propuesto combinar inteligencia con acciones de comando para desarticular grupos terroristas. Otros, más lejos, abogan por actuaciones restrictivas de corte ofensivo, como los denominados asesinatos selectivos. Ciertos académicos están proponiendo que los métodos coactivos puedan ser aplicados en interrogatorios de terroristas en determinadas circunstancias. De hecho, una combinación de varias de estas supresiones de derechos humanos de detenidos por terrorismo ya ha sido deslocalizada por EE UU en Guantánamo, para evitar los controles constitucionales de su marco legal. Y así llegamos a la clave de todo. A necesidad de controles, a la anglosajona ‘accountability’, la obligación pública de rendir cuentas.
El nuevo terrorismo islamista es inmune a la sanción del sistema penal. El fanático terrorista yihadista es impermeable a los jueces y al internamiento penitenciario. Encarcelémoslo y articulará una red islamista en prisión. Le pondremos en libertad y continuará matando. No tengo una solución fácil, porque no existe. Aunque tal como van las cosas, pueden intuirse algunos ingredientes amargos que compondrán un esquema contraterrorista para nuestro futuro. Los marcos legislativos de las democracias tendrán que evolucionar. Alrededor de un núcleo jurídico de defensa de los derechos civiles y de imperio de la ley, se desarrollarán instrumentos que incorporen a la democracia mecanismos de coerción ofensiva contra el terrorismo. Escandaliza un poco pensarlo, lo sé, pero es muy probable que sea así. Los servicios clandestinos de las agencias de inteligencia de los países más avanzados se combinarán con comandos de fuerzas especiales para secuestrar o asesinar sospechosos de terrorismo en todo el mundo. Un juez especial puede que lo haya autorizado y una comisión parlamentaria tal vez será informada del resultado. Es un horizonte que nos despierta el miedo. Pues ¿cómo asegurar que no me van a secuestrar a mí por error? La coerción ofensiva contraterrorista ya está funcionando en algunos países de los democráticos. La pregunta que nos van a ir obligando a hacernos en el futuro será del tipo: si ustedes se enteraran de que Bin Laden ha muerto asesinado por un comando de una agencia de inteligencia que ha conseguido la información a través de un infiltrado ¿se sentirían seguros y democráticos? De la respuesta dependerán algunos cambios en nuestro modo de vida.
En la primera parte de este artículo (EL CORREO, 10-09-2007) nos preguntábamos hasta dónde estábamos dispuestos a llegar, en tanto ciudadanos, para desactivar la amenaza del terrorismo internacional, yihadista o no. Por lo pronto, no debemos estar haciéndolo muy bien, porque cada paso que se avanza a escala internacional más refuerza el terrorismo que trata de prevenir. Desde Abu-Ghraib hasta Guantánamo, desde las armas de destrucción masiva inexistentes para justificar una dudosa invasión antiterrorista en Irak, hasta la magnificación de Al-Qaida a través de medios de comunicación y análisis de todo tipo, las respuestas de nuestras autoridades no parecen las más inteligentes de las posibles. Incluso, las últimas redes yihadistas detectadas en Reino Unido estaban conformadas ya por ciudadanos británicos, o por residentes y supuestamente integrados en Europa.
Si la estrategia de la guerra contra el terrorismo es inadecuada es todavía peor que quien la haya declarado sea EE UU, el enemigo diabólico nominado por el argumentario terrorista del yihadismo internacional. La incoherencia es que ante un fenómeno global y desperdigado transfronterizamente como el yihadismo, no existe una respuesta internacionalmente unificada. Ni siquiera las estrategias antiterroristas están armonizadas. EE UU ha decretado una política claramente bélica, mientras Europa apuesta por una óptica más penal y judicial y el resto de países van a remolque, fundamentalmente de las ayudas norteamericanas ligadas al capítulo antiterrorista como condicionante de política exterior. A pesar de que existe cooperación fluida entre las policías y las agencias de inteligencia noratlánticas, el desequilibrio hacia EE UU es patente. Por exponerlo claramente, la amenaza global demandaría un enfoque global producto del esfuerzo colaborativo de todos los países en una estrategia armonizada. Eso no existe. EE UU ha declarado una guerra unilateralmente, articulándola a través de sus propios planes y tiempos, y demandando en el esfuerzo la colaboración subordinada del resto de sus aliados. Por ello los que presuntamente secuestran personas en territorio europeo son, supuestamente, agentes de la CIA y quienes, también presuntamente, dejan hacer son las autoridades europeas. Con toda probabilidad, si EE UU hubiera llegado a un acuerdo paritario, en pie de igualdad, con el resto de aliados, la estrategia de guerra no habría sido la elegida. No sabríamos cuál habría sido, porque una estrategia de política criminal tradicional por sí misma tampoco habría servido contra el terrorismo yihadista, pero habría sido menos perjudicial que un planteamiento de guerra. Por el contrario, EE UU ha decretado la guerra y los demás la apoyamos, porque ni hemos ofrecido una alternativa creíble ni tenemos la fuerza trasnacional para aplicarla.
Una vez ya le ha sido confirmado al yihadismo internacional que estamos en guerra, como Al-Qaida pretendía, es muy complejo desasirse de los efectos colaterales. Al-Qaida ha sido reforzada y lo continuará siendo. Es complicado encontrar la receta estratégica más adecuada frente al terrorismo yihadista. La acción de los servicios de inteligencia es, desde luego, un ingrediente esencial de la ecuación. Desactivar el terrorismo internacional con métodos de investigación policial tradicional es una pretensión ingenua. Lo ideal sería combinar técnica jurídica y mecanismos de justicia internacionales con el desarrollo, que tendría que ser exponencial, de capacidades de inteligencia transfronteriza en el marco de adecuados equilibrios de control en cada país. Sin embargo, como decimos, la justicia y la inteligencia internacionales son complicadas desde el momento en que no existe la materialización de esos conceptos.
Los servicios de inteligencia no son la panacea, sobre todo porque dependen mucho de sobre qué estrategia estén funcionando. En EE UU son un instrumento más al servicio de la guerra contra el terrorismo. Por otro lado, son pocas las legislaciones preparadas para hacer servicios de inteligencia realmente efectivos a la par que democráticos. La británica si acaso. La estadounidense, también, aunque sometida a una realidad institucional más compleja y, por tanto, productora de mayores atolladeros y algún desafuero. La española considero que está en desarrollo. Y los ajustes legislativos se topan con un problema adicional, derivado de la necesaria circunstancia de agentes de inteligencia operando en el extranjero, bajo leyes de otros países. También con el encaje de bolillos que significa tener servicios de inteligencia policiales contraterroristas y también servicios de inteligencia no policiales, que como la CIA o nuestro CNI intervienen en contraterrorismo, sobre todo en el extranjero. Una maraña de desconexiones que es hábilmente explotada por los malos y los asesinos repartidos por este mundo interconectado.
El terrorismo islamista está revelando la valiosa aportación que tendrían informaciones obtenidas desde el mismo interior de los grupos terroristas para anticipar y desbaratar sus planes de muerte. Aparte de la aplicación de medios técnicos, como las interceptaciones telefónicas y cibernéticas, la mejor información suele provenir de fuentes humanas. Alguien que cuenta qué está ocurriendo en el interior de un grupo sectario, cerrado y altamente fanatizado que planea asesinar mucho. Alguien que se lo cuenta a otro alguien, que es un agente clandestino de inteligencia. En inteligencia contraterrorista, tres son las formas humanas encubiertas de obtener información. Las agencias de inteligencia pueden tener informadores sobre actividades terroristas, topos en el interior de organizaciones criminales o agentes propios infiltrados en ellas. Y luego todo un surtido de satélites y sofisticado instrumental tecnológico de escucha y vigilancia. La información obtenida por esos agentes humanos bajo cobertura es esencial ahora, pero será vital en el futuro en el desafío contraterrorista.
Y ahora llegan las preguntas que la ciudadanía democrática tendrá que hacerse en el futuro contra el enemigo infinito que hemos creado. Algunos analistas han propuesto combinar inteligencia con acciones de comando para desarticular grupos terroristas. Otros, más lejos, abogan por actuaciones restrictivas de corte ofensivo, como los denominados asesinatos selectivos. Ciertos académicos están proponiendo que los métodos coactivos puedan ser aplicados en interrogatorios de terroristas en determinadas circunstancias. De hecho, una combinación de varias de estas supresiones de derechos humanos de detenidos por terrorismo ya ha sido deslocalizada por EE UU en Guantánamo, para evitar los controles constitucionales de su marco legal. Y así llegamos a la clave de todo. A necesidad de controles, a la anglosajona ‘accountability’, la obligación pública de rendir cuentas.
El nuevo terrorismo islamista es inmune a la sanción del sistema penal. El fanático terrorista yihadista es impermeable a los jueces y al internamiento penitenciario. Encarcelémoslo y articulará una red islamista en prisión. Le pondremos en libertad y continuará matando. No tengo una solución fácil, porque no existe. Aunque tal como van las cosas, pueden intuirse algunos ingredientes amargos que compondrán un esquema contraterrorista para nuestro futuro. Los marcos legislativos de las democracias tendrán que evolucionar. Alrededor de un núcleo jurídico de defensa de los derechos civiles y de imperio de la ley, se desarrollarán instrumentos que incorporen a la democracia mecanismos de coerción ofensiva contra el terrorismo. Escandaliza un poco pensarlo, lo sé, pero es muy probable que sea así. Los servicios clandestinos de las agencias de inteligencia de los países más avanzados se combinarán con comandos de fuerzas especiales para secuestrar o asesinar sospechosos de terrorismo en todo el mundo. Un juez especial puede que lo haya autorizado y una comisión parlamentaria tal vez será informada del resultado. Es un horizonte que nos despierta el miedo. Pues ¿cómo asegurar que no me van a secuestrar a mí por error? La coerción ofensiva contraterrorista ya está funcionando en algunos países de los democráticos. La pregunta que nos van a ir obligando a hacernos en el futuro será del tipo: si ustedes se enteraran de que Bin Laden ha muerto asesinado por un comando de una agencia de inteligencia que ha conseguido la información a través de un infiltrado ¿se sentirían seguros y democráticos? De la respuesta dependerán algunos cambios en nuestro modo de vida.
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