Por Madeleine K. Albright, ex secretaria de Estado entre 1997 y 2001. En la actualidad dirige el Albright Group LLC. Traducción de M. L. Rodríguez Tapia. © LA Times-Washington Post, 2007 (EL PAÍS /THE WASHINGTON POST, 13/09/07):
La pregunta decisiva en cualquier guerra es: ¿por qué estamos luchando? Y los soldados norteamericanos necesitan una respuesta convincente en el caso de Irak. En ese país son varios los objetivos con los que se ha tratado de justificar nuestra presencia, sin conseguirlo nunca: protegernos de las armas de destrucción masiva, crear una democracia que fuese un modelo para el mundo árabe, castigar a los responsables de los atentados del 11-S, impedir que otros terroristas se subieran al próximo avión hacia Nueva York… El objetivo más reciente, la justificación para el refuerzo de tropas de este año, era dar a los dirigentes iraquíes la seguridad y el margen de maniobra necesarios para que tomaran decisiones políticas estabilizadoras, cosa por la que han mostrado poco interés.
Algún cínico podría sugerir que la verdadera misión del Ejército de Estados Unidos en Irak es permitir que el presidente Bush siga negando que su invasión se ha convertido en un desastre. Alguien menos escéptico identificaría quizá tres objetivos: impedir que Irak se convierta en refugio de Al Qaeda, en Estado clientelar de Irán y en chispa desencadenante de una guerra en toda la región. Son unos objetivos que no se corresponden con los peligros que sirvieron de argumento para la invasión, sino con los que han surgido como consecuencia de ella. A nuestros soldados se les pide que arriesguen sus vidas para resolver unos problemas creados por nuestras autoridades civiles. El presidente nos suplica que huyamos del fracaso, pero todavía no ha explicado cómo va a poder triunfar nuestro Ejército, con la complicada situación política de Irak y la falta de credibilidad de su Gobierno.
Esta falta de correlación entre los objetivos y las posibilidades debería ser el tema fundamental de debate, ahora que el general David Petraeus y el embajador Ryan Crocker han informado sobre la situación de la guerra. En todo caso, parece claro que, aunque el número de tropas estadounidenses seguramente empezará a disminuir, las grandes decisiones sobre si hay que completar la retirada, y en qué circunstancias, tendrá que tomarlas el próximo presidente, o presidenta, cuando asuma el poder. Ello no debe impedir que demócratas y republicanos traten de ponerse de acuerdo sobre la forma de controlar los daños hasta entonces.
Según la Valoración Nacional de Inteligencia hecha pública el mes pasado, las últimas victorias militares, modestas pero logradas con enorme esfuerzo, significarán poca cosa “si no se produce un giro fundamental en los factores que determinan la evolución de las condiciones de política y seguridad en Irak”. Con las profundas divisiones sectarias que existen en Irak, es imposible que ese giro fundamental se produzca sólo mediante la actuación de los iraquíes. Por otro lado, dada la falta de influencia de EE UU, es imposible que lo logren las patrullas, los parámetros, los discursos y las visitas sorpresa del presidente. La única opción que queda es la ayuda coordinada de la comunidad internacional.
Los Balcanes están hoy en paz gracias a los esfuerzos conjuntos de Estados Unidos, la Unión Europea y Naciones Unidas, que se esforzaron en ayudar a los líderes moderados de la región. Nuestra política en Irak debería haber incluido desde el principio una estrategia similar, pero nunca se ha hecho ningún intento serio.
¿Sigue siendo viable una iniciativa así? Quizá. La ONU se ha comprometido a intervenir más. Los nuevos dirigentes europeos -encabezados por Nicolas Sarkozy, Angela Merkel y Gordon Brown- son conscientes de lo que se juega su región en Irak, y parecen dispuestos a ayudar. Los Gobiernos saudí, jordano y sirio ven la inestabilidad iraquí como una gravísima amenaza para su seguridad. Los representantes turcos y kurdos firmaron un acuerdo con el fin de colaborar en su conflictiva frontera. La incógnita es Irán, pero este país no querría aislarse de un amplio programa internacional cuya meta fuera la reconciliación.
El presidente Bush podría poner algo de su parte y reconocer lo que ya sabe todo el mundo: que muchas de las críticas que se hicieron contra la invasión antes de la guerra eran acertadas. Ese reconocimiento supondría justo el tipo de empujón necesario para poder desarrollar un proyecto diplomático serio. Daría a los dirigentes europeos y árabes más facilidades para contribuir, puesto que los ciudadanos de sus países se resisten a sacar del apuro a un presidente que todavía sigue insistiendo en que él tenía razón y los demás, no. Nuestras tropas afrontan la muerte cada día; lo menos que puede hacer el presidente es afrontar la verdad.
Un esfuerzo internacional coordinado podría patrullar las fronteras, contribuir a la reconstrucción de Irak, colaborar en la formación de su Ejército y su policía y fortalecer sus instituciones legislativas y judiciales. Serviría además para enviar a los dirigentes iraquíes el mensaje común de que alcanzar un acuerdo de reparto de poder que reconozca el Gobierno de la mayoría y proteja los derechos de las minorías es la única solución. Para que exista alguna posibilidad de evitar que el desastre de Irak empeore aún más, será preciso que haya una transformación psicológica y la gente empiece a prepararse para luchar pacíficamente por el poder, en vez de conspirar para sobrevivir en medio de la anarquía. La comunidad internacional no puede garantizar ese cambio, pero sí podemos y debemos trabajar más para facilitarlo.
***************
The threshold question in any war is: What are we fighting for? Our troops, especially, deserve a convincing answer.
In Iraq, the list of missions that were tried on but didn’t fit includes: protection from weapons of mass destruction, creating a model democracy in the Arab world, punishing those responsible for the Sept. 11 attacks and stopping terrorists from catching the next plane to New York. The latest mission, linked to the “surge” of troops this year, was to give Iraqi leaders the security and maneuvering room needed to make stabilizing political arrangements — which they have thus far shown little interest in doing.
A cynic might suggest that the military’s real mission is to enable President Bush to continue denying that his invasion has evolved into disaster. A less jaded view might identify three goals: to prevent Iraq from becoming a haven for al-Qaeda, a client state of Iran or a spark that inflames regionwide war. These goals respond not to dangers that prompted the invasion but to those that resulted from it. Our troops are being asked to risk their lives to solve problems our civilian leaders created. The president is beseeching us to fear failure, but he has yet to explain how our military can succeed given Iraq’s tangled politics and his administration’s lack of credibility.
This disconnect between mission and capabilities should be at the center of debate as Gen. David Petraeus and Ambassador Ryan Crocker report on the war’s status and congressional leaders prepare their fall strategies. Despite the hopes of many, this debate is unlikely to end the war soon; nor will it produce fresh support for our present dismal course. Although U.S. troop levels will surely start to come down, big decisions about whether and under what circumstances to complete the withdrawal seem certain to remain for the next president, when he or she takes office. Yet this should not preclude Democrats and Republicans from trying to agree on ways to minimize the damage before then.
According to the National Intelligence Estimate released last month, the recent modest but extremely hard-won military gains will mean little “unless there is a fundamental shift in the factors driving Iraqi political and security developments.”
Given the depth of the sectarian divisions within Iraq, such a fundamental shift will not occur through Iraqi actions alone. Given America’s lack of leverage, it will not result from our patrols, benchmarks, speeches or “surprise” presidential visits to Anbar province. That leaves coordinated international assistance as the only option.
The Balkans are at peace today through the joint efforts of the United States, the European Union and the United Nations — all of which worked to help moderate leaders inside the region. A similar strategy should have been part of our Iraq policy from the outset but has never been seriously attempted.
Is such an initiative still viable? Perhaps. The United Nations has pledged to become more involved. Europe’s new leaders — led by Nicolas Sarkozy, Angela Merkel and Gordon Brown — understand their region’s stake in Iraq’s future and seem willing to assist. The Saudi, Jordanian and Syrian governments all view Iraqi instability as a profound security threat. Turkish and Kurdish representatives recently signed an agreement to cooperate along their troubled border. Iran is the wildest of cards, but it would be unlikely to isolate itself from a broad international program aimed at reconciliation. If it does, it would only hand a political victory to us and to the many Iraqi leaders, Shiite and Sunni alike, who would prefer to minimize Iranian influence.
President Bush could do his part by admitting what the world knows — that many prewar criticisms of the invasion were on target. Such an admission would be just the shock a serious diplomatic project would need. It would make it easier for European and Arab leaders to help, as their constituents are reluctant to bail out a president who still insists that he was right and they were wrong. Our troops face death every day; the least the president can do is face the truth.
A coordinated international effort could help Iraq by patrolling borders, aiding reconstruction, further training its army and police, and strengthening legislative and judicial institutions. It could also send a unified message to Iraq’s sectarian leaders that a political power-sharing arrangement that recognizes majority rule and protects minority rights is the only solution and is also attainable.
If there is a chance to avoid deeper disaster in Iraq, it depends on a psychological transformation so people begin preparing to compete for power peacefully instead of plotting how to survive amid anarchy. The international community cannot ensure such a shift, but we can and should do more to encourage it.
La pregunta decisiva en cualquier guerra es: ¿por qué estamos luchando? Y los soldados norteamericanos necesitan una respuesta convincente en el caso de Irak. En ese país son varios los objetivos con los que se ha tratado de justificar nuestra presencia, sin conseguirlo nunca: protegernos de las armas de destrucción masiva, crear una democracia que fuese un modelo para el mundo árabe, castigar a los responsables de los atentados del 11-S, impedir que otros terroristas se subieran al próximo avión hacia Nueva York… El objetivo más reciente, la justificación para el refuerzo de tropas de este año, era dar a los dirigentes iraquíes la seguridad y el margen de maniobra necesarios para que tomaran decisiones políticas estabilizadoras, cosa por la que han mostrado poco interés.
Algún cínico podría sugerir que la verdadera misión del Ejército de Estados Unidos en Irak es permitir que el presidente Bush siga negando que su invasión se ha convertido en un desastre. Alguien menos escéptico identificaría quizá tres objetivos: impedir que Irak se convierta en refugio de Al Qaeda, en Estado clientelar de Irán y en chispa desencadenante de una guerra en toda la región. Son unos objetivos que no se corresponden con los peligros que sirvieron de argumento para la invasión, sino con los que han surgido como consecuencia de ella. A nuestros soldados se les pide que arriesguen sus vidas para resolver unos problemas creados por nuestras autoridades civiles. El presidente nos suplica que huyamos del fracaso, pero todavía no ha explicado cómo va a poder triunfar nuestro Ejército, con la complicada situación política de Irak y la falta de credibilidad de su Gobierno.
Esta falta de correlación entre los objetivos y las posibilidades debería ser el tema fundamental de debate, ahora que el general David Petraeus y el embajador Ryan Crocker han informado sobre la situación de la guerra. En todo caso, parece claro que, aunque el número de tropas estadounidenses seguramente empezará a disminuir, las grandes decisiones sobre si hay que completar la retirada, y en qué circunstancias, tendrá que tomarlas el próximo presidente, o presidenta, cuando asuma el poder. Ello no debe impedir que demócratas y republicanos traten de ponerse de acuerdo sobre la forma de controlar los daños hasta entonces.
Según la Valoración Nacional de Inteligencia hecha pública el mes pasado, las últimas victorias militares, modestas pero logradas con enorme esfuerzo, significarán poca cosa “si no se produce un giro fundamental en los factores que determinan la evolución de las condiciones de política y seguridad en Irak”. Con las profundas divisiones sectarias que existen en Irak, es imposible que ese giro fundamental se produzca sólo mediante la actuación de los iraquíes. Por otro lado, dada la falta de influencia de EE UU, es imposible que lo logren las patrullas, los parámetros, los discursos y las visitas sorpresa del presidente. La única opción que queda es la ayuda coordinada de la comunidad internacional.
Los Balcanes están hoy en paz gracias a los esfuerzos conjuntos de Estados Unidos, la Unión Europea y Naciones Unidas, que se esforzaron en ayudar a los líderes moderados de la región. Nuestra política en Irak debería haber incluido desde el principio una estrategia similar, pero nunca se ha hecho ningún intento serio.
¿Sigue siendo viable una iniciativa así? Quizá. La ONU se ha comprometido a intervenir más. Los nuevos dirigentes europeos -encabezados por Nicolas Sarkozy, Angela Merkel y Gordon Brown- son conscientes de lo que se juega su región en Irak, y parecen dispuestos a ayudar. Los Gobiernos saudí, jordano y sirio ven la inestabilidad iraquí como una gravísima amenaza para su seguridad. Los representantes turcos y kurdos firmaron un acuerdo con el fin de colaborar en su conflictiva frontera. La incógnita es Irán, pero este país no querría aislarse de un amplio programa internacional cuya meta fuera la reconciliación.
El presidente Bush podría poner algo de su parte y reconocer lo que ya sabe todo el mundo: que muchas de las críticas que se hicieron contra la invasión antes de la guerra eran acertadas. Ese reconocimiento supondría justo el tipo de empujón necesario para poder desarrollar un proyecto diplomático serio. Daría a los dirigentes europeos y árabes más facilidades para contribuir, puesto que los ciudadanos de sus países se resisten a sacar del apuro a un presidente que todavía sigue insistiendo en que él tenía razón y los demás, no. Nuestras tropas afrontan la muerte cada día; lo menos que puede hacer el presidente es afrontar la verdad.
Un esfuerzo internacional coordinado podría patrullar las fronteras, contribuir a la reconstrucción de Irak, colaborar en la formación de su Ejército y su policía y fortalecer sus instituciones legislativas y judiciales. Serviría además para enviar a los dirigentes iraquíes el mensaje común de que alcanzar un acuerdo de reparto de poder que reconozca el Gobierno de la mayoría y proteja los derechos de las minorías es la única solución. Para que exista alguna posibilidad de evitar que el desastre de Irak empeore aún más, será preciso que haya una transformación psicológica y la gente empiece a prepararse para luchar pacíficamente por el poder, en vez de conspirar para sobrevivir en medio de la anarquía. La comunidad internacional no puede garantizar ese cambio, pero sí podemos y debemos trabajar más para facilitarlo.
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The threshold question in any war is: What are we fighting for? Our troops, especially, deserve a convincing answer.
In Iraq, the list of missions that were tried on but didn’t fit includes: protection from weapons of mass destruction, creating a model democracy in the Arab world, punishing those responsible for the Sept. 11 attacks and stopping terrorists from catching the next plane to New York. The latest mission, linked to the “surge” of troops this year, was to give Iraqi leaders the security and maneuvering room needed to make stabilizing political arrangements — which they have thus far shown little interest in doing.
A cynic might suggest that the military’s real mission is to enable President Bush to continue denying that his invasion has evolved into disaster. A less jaded view might identify three goals: to prevent Iraq from becoming a haven for al-Qaeda, a client state of Iran or a spark that inflames regionwide war. These goals respond not to dangers that prompted the invasion but to those that resulted from it. Our troops are being asked to risk their lives to solve problems our civilian leaders created. The president is beseeching us to fear failure, but he has yet to explain how our military can succeed given Iraq’s tangled politics and his administration’s lack of credibility.
This disconnect between mission and capabilities should be at the center of debate as Gen. David Petraeus and Ambassador Ryan Crocker report on the war’s status and congressional leaders prepare their fall strategies. Despite the hopes of many, this debate is unlikely to end the war soon; nor will it produce fresh support for our present dismal course. Although U.S. troop levels will surely start to come down, big decisions about whether and under what circumstances to complete the withdrawal seem certain to remain for the next president, when he or she takes office. Yet this should not preclude Democrats and Republicans from trying to agree on ways to minimize the damage before then.
According to the National Intelligence Estimate released last month, the recent modest but extremely hard-won military gains will mean little “unless there is a fundamental shift in the factors driving Iraqi political and security developments.”
Given the depth of the sectarian divisions within Iraq, such a fundamental shift will not occur through Iraqi actions alone. Given America’s lack of leverage, it will not result from our patrols, benchmarks, speeches or “surprise” presidential visits to Anbar province. That leaves coordinated international assistance as the only option.
The Balkans are at peace today through the joint efforts of the United States, the European Union and the United Nations — all of which worked to help moderate leaders inside the region. A similar strategy should have been part of our Iraq policy from the outset but has never been seriously attempted.
Is such an initiative still viable? Perhaps. The United Nations has pledged to become more involved. Europe’s new leaders — led by Nicolas Sarkozy, Angela Merkel and Gordon Brown — understand their region’s stake in Iraq’s future and seem willing to assist. The Saudi, Jordanian and Syrian governments all view Iraqi instability as a profound security threat. Turkish and Kurdish representatives recently signed an agreement to cooperate along their troubled border. Iran is the wildest of cards, but it would be unlikely to isolate itself from a broad international program aimed at reconciliation. If it does, it would only hand a political victory to us and to the many Iraqi leaders, Shiite and Sunni alike, who would prefer to minimize Iranian influence.
President Bush could do his part by admitting what the world knows — that many prewar criticisms of the invasion were on target. Such an admission would be just the shock a serious diplomatic project would need. It would make it easier for European and Arab leaders to help, as their constituents are reluctant to bail out a president who still insists that he was right and they were wrong. Our troops face death every day; the least the president can do is face the truth.
A coordinated international effort could help Iraq by patrolling borders, aiding reconstruction, further training its army and police, and strengthening legislative and judicial institutions. It could also send a unified message to Iraq’s sectarian leaders that a political power-sharing arrangement that recognizes majority rule and protects minority rights is the only solution and is also attainable.
If there is a chance to avoid deeper disaster in Iraq, it depends on a psychological transformation so people begin preparing to compete for power peacefully instead of plotting how to survive amid anarchy. The international community cannot ensure such a shift, but we can and should do more to encourage it.
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