Por Juanjo Sánchez Arreseigor (EL CORREO DIGITAL, 25/09/07):
Es la guerra. Por lo tanto entra dentro de lo posible que las fuerzas implicadas, incluidas las españolas, sufran bajas mortales. Sin duda, cada víctima es una tragedia en sí, un desastre humano. En una sola batalla de una guerra pueden caer miles de hombres o incluso decenas de miles en cuestión de horas. Durante los últimos seis años, en Afganistán han muerto algo más de 400 personas, muchas de ellas civiles. Desde un punto de vista militar, si los talibanes enfocan el conflicto como una lucha de desgaste, podrían echar por la fuerza a las tropas bajo auspicio de la ONU en unos 120 o 130 años -década más o menos-.
Los factores relevantes para juzgar nuestra presencia en Afganistán no son el numero de bajas, la imagen exterior de España o el partido político que envió las tropas ni tampoco el partido que ocupe el poder en este momento. Tampoco son relevantes vagas alusiones retóricas a la paz mundial, la lucha contra el terrorismo, el mantenimiento de una paz inexistente en la región o poco definidas consecuencias negativas de una retirada. Estamos enviando a nuestros hombres a una misión peligrosa y al hacerlo tenemos que mirarles a la cara para decirles que tal vez no vuelvan. Y antes de tomar este tipo de decisiones hay que pensárselo siete veces.
Reflexionemos. Supongamos que todo el contingente internacional regresa a casa, dejando a los afganos que se las compongan sin interferencia exterior. ¿Qué sucede entonces? Pues, en primer lugar, que sigue existiendo una interferencia exterior. Los talibanes son un movimiento autóctono surgido de la tribu pastún, pero dicha etnia vive a ambos lados de la frontera y su ideología fanática surge de la secta pakistaní de los deobandies, que son una versión extremista del extremismo wahabita saudí. El Gobierno de Pakistán mira a Afganistán igual que los sirios miran a Líbano: una presa a devorar y anexionar. Para conseguir este objetivo, el ejército y los servicios secretos pakistaníes respaldan incondicionalmente a los talibanes. También pretenden desviar a los fanáticos islamistas autóctonos, ansiosos de derrocar al usurpador actualmente en el poder, el general Pervez Musharraf. Las facciones fanáticas llegaron a establecer un acuerdo de tregua dentro de Pakistán para centrarse en la campaña afgana. El asalto de las tropas del Gobierno a la Mezquita roja rompió ese compromiso.
Los talibanes triunfaron la primera vez gracias al apoyo masivo de Pakistán: dinero, armas, entrenamiento y equipo llovieron sobre ellos para garantizar su triunfo. Esta política se mantuvo sin variaciones bajo los gobiernos de Benazir Bhutto, Nawaf Sharif y el general Musharraf. Muchos talibanes ni siquiera son afganos, pero sería un grave error confundirlos con meros peones. Todo lo contrario: si llegan a recuperar Afganistán, no tardarán en revolverse contra sus antiguos patronos para implantar un régimen integrista en el propio Pakistán. ¿Pueden conseguirlo? En una palabra: sí. En 1965 Pakistán tenía 50 millones de habitantes. Ahora tiene más de 150, superando en población a la inmensa Rusia. Pakistán es una caldera a presión aguardando el momento de explotar.
Entre tanto, en Afganistán, el presidente Karzai intenta crear un gobierno nacional donde apenas existe una nación. Su principal baza es negativa: el mal recuerdo que dejaron los talibanes, que no pueden llevar a cabo una verdadera guerra de guerrillas porque les falta el imprescindible apoyo masivo por parte de la población. Otra cosa es que puedan obtener ayuda mediante la coacción, el soborno o el oportunismo de los pequeños jefecillos locales, emperadores de campanario que, atentos únicamente a su propio interés a corto plazo, no tienen prejuicio alguno en venderse primero a unos y acto seguido a otros según como sople el viento. La otra baza de Karzai es la presencia de las fuerzas internacionales. Sin ellas, la rudimentaria Administración de Karzai podría quizás enfrentarse con éxito a los talibanes, pero la descarada interferencia pakistaní inclinaría la balanza en su contra. Los talibanes tomarían el país por la fuerza en cuestión de meses. Una vez conquistado Afganistán, los integristas de ambos países lo usarían como base de operaciones para derribar a Musharraf. Bajo capa de gran religiosidad, lo que surgiría en la práctica sería un imperio pastún equipado con armas nucleares.
Supongamos que todo esto llega suceder. Desde un punto de vista totalmente cínico ¿qué más nos da a nosotros? ¿Por qué deberíamos involucrarnos? Por varias razones que en última instancia se concretan en una sola: las armas nucleares de Pakistán. Miren el mapa. El hipotético imperio talibán heredaría la implicación pakistaní en la interminable guerra de Cachemira, territorio de población musulmana que India ocupa por fuerza. India tiene armas nucleares. India estuvo gobernada por una dinastía islámica, los grandes mogoles. Los musulmanes ortodoxos siempre han lamentado la pérdida de India, pero aceptan que la mayoría de la población fue siempre no musulmana y por lo tanto nunca llegó a ser tierra verdaderamente islámica. Los fanáticos por su parte la consideran tierra islámica perdida cuya reconquista es obligatoria, como Al-Andalus. Según el Corán los infieles monoteístas -cristianos y judíos- pueden conservar su fe, pero los politeístas deben convertirse o morir. ¿Se atreverían los talibanes a iniciar una guerra que podría llegar a ser atómica? ¿Les importaría a unos fanáticos que viven fuera de la realidad usar armas atómicas contra infieles politeístas? ¿Les preocuparía sufrir millones de bajas civiles en un intercambio atómico o dirían que todos son mártires y se han ido derechitos al cielo?
No nos olvidemos de Bin Laden. Por lo poco que sabemos, está vivo y oculto en algún lugar de Pakistán, cerca de la frontera afgana. El triunfo de los talibanes será el triunfo de Bin Laden. ¿Quiere usted ver a Bin Laden triunfante y con armas atómicas?
Por último, debemos recordar lo que hace pocos días declaraba el Gobierno afgano: ‘No nos manden más soldados; envíen ayuda para reconstruir el país’. No le falta razón, porque si la gente ve que su situación mejora, apoyará al Gobierno y entonces los talibanes podrán pasarse décadas enteras lanzando ataques sin avanzar lo más mínimo. Entonces las muertes de nuestros hombres no habrán sido en vano.
Es la guerra. Por lo tanto entra dentro de lo posible que las fuerzas implicadas, incluidas las españolas, sufran bajas mortales. Sin duda, cada víctima es una tragedia en sí, un desastre humano. En una sola batalla de una guerra pueden caer miles de hombres o incluso decenas de miles en cuestión de horas. Durante los últimos seis años, en Afganistán han muerto algo más de 400 personas, muchas de ellas civiles. Desde un punto de vista militar, si los talibanes enfocan el conflicto como una lucha de desgaste, podrían echar por la fuerza a las tropas bajo auspicio de la ONU en unos 120 o 130 años -década más o menos-.
Los factores relevantes para juzgar nuestra presencia en Afganistán no son el numero de bajas, la imagen exterior de España o el partido político que envió las tropas ni tampoco el partido que ocupe el poder en este momento. Tampoco son relevantes vagas alusiones retóricas a la paz mundial, la lucha contra el terrorismo, el mantenimiento de una paz inexistente en la región o poco definidas consecuencias negativas de una retirada. Estamos enviando a nuestros hombres a una misión peligrosa y al hacerlo tenemos que mirarles a la cara para decirles que tal vez no vuelvan. Y antes de tomar este tipo de decisiones hay que pensárselo siete veces.
Reflexionemos. Supongamos que todo el contingente internacional regresa a casa, dejando a los afganos que se las compongan sin interferencia exterior. ¿Qué sucede entonces? Pues, en primer lugar, que sigue existiendo una interferencia exterior. Los talibanes son un movimiento autóctono surgido de la tribu pastún, pero dicha etnia vive a ambos lados de la frontera y su ideología fanática surge de la secta pakistaní de los deobandies, que son una versión extremista del extremismo wahabita saudí. El Gobierno de Pakistán mira a Afganistán igual que los sirios miran a Líbano: una presa a devorar y anexionar. Para conseguir este objetivo, el ejército y los servicios secretos pakistaníes respaldan incondicionalmente a los talibanes. También pretenden desviar a los fanáticos islamistas autóctonos, ansiosos de derrocar al usurpador actualmente en el poder, el general Pervez Musharraf. Las facciones fanáticas llegaron a establecer un acuerdo de tregua dentro de Pakistán para centrarse en la campaña afgana. El asalto de las tropas del Gobierno a la Mezquita roja rompió ese compromiso.
Los talibanes triunfaron la primera vez gracias al apoyo masivo de Pakistán: dinero, armas, entrenamiento y equipo llovieron sobre ellos para garantizar su triunfo. Esta política se mantuvo sin variaciones bajo los gobiernos de Benazir Bhutto, Nawaf Sharif y el general Musharraf. Muchos talibanes ni siquiera son afganos, pero sería un grave error confundirlos con meros peones. Todo lo contrario: si llegan a recuperar Afganistán, no tardarán en revolverse contra sus antiguos patronos para implantar un régimen integrista en el propio Pakistán. ¿Pueden conseguirlo? En una palabra: sí. En 1965 Pakistán tenía 50 millones de habitantes. Ahora tiene más de 150, superando en población a la inmensa Rusia. Pakistán es una caldera a presión aguardando el momento de explotar.
Entre tanto, en Afganistán, el presidente Karzai intenta crear un gobierno nacional donde apenas existe una nación. Su principal baza es negativa: el mal recuerdo que dejaron los talibanes, que no pueden llevar a cabo una verdadera guerra de guerrillas porque les falta el imprescindible apoyo masivo por parte de la población. Otra cosa es que puedan obtener ayuda mediante la coacción, el soborno o el oportunismo de los pequeños jefecillos locales, emperadores de campanario que, atentos únicamente a su propio interés a corto plazo, no tienen prejuicio alguno en venderse primero a unos y acto seguido a otros según como sople el viento. La otra baza de Karzai es la presencia de las fuerzas internacionales. Sin ellas, la rudimentaria Administración de Karzai podría quizás enfrentarse con éxito a los talibanes, pero la descarada interferencia pakistaní inclinaría la balanza en su contra. Los talibanes tomarían el país por la fuerza en cuestión de meses. Una vez conquistado Afganistán, los integristas de ambos países lo usarían como base de operaciones para derribar a Musharraf. Bajo capa de gran religiosidad, lo que surgiría en la práctica sería un imperio pastún equipado con armas nucleares.
Supongamos que todo esto llega suceder. Desde un punto de vista totalmente cínico ¿qué más nos da a nosotros? ¿Por qué deberíamos involucrarnos? Por varias razones que en última instancia se concretan en una sola: las armas nucleares de Pakistán. Miren el mapa. El hipotético imperio talibán heredaría la implicación pakistaní en la interminable guerra de Cachemira, territorio de población musulmana que India ocupa por fuerza. India tiene armas nucleares. India estuvo gobernada por una dinastía islámica, los grandes mogoles. Los musulmanes ortodoxos siempre han lamentado la pérdida de India, pero aceptan que la mayoría de la población fue siempre no musulmana y por lo tanto nunca llegó a ser tierra verdaderamente islámica. Los fanáticos por su parte la consideran tierra islámica perdida cuya reconquista es obligatoria, como Al-Andalus. Según el Corán los infieles monoteístas -cristianos y judíos- pueden conservar su fe, pero los politeístas deben convertirse o morir. ¿Se atreverían los talibanes a iniciar una guerra que podría llegar a ser atómica? ¿Les importaría a unos fanáticos que viven fuera de la realidad usar armas atómicas contra infieles politeístas? ¿Les preocuparía sufrir millones de bajas civiles en un intercambio atómico o dirían que todos son mártires y se han ido derechitos al cielo?
No nos olvidemos de Bin Laden. Por lo poco que sabemos, está vivo y oculto en algún lugar de Pakistán, cerca de la frontera afgana. El triunfo de los talibanes será el triunfo de Bin Laden. ¿Quiere usted ver a Bin Laden triunfante y con armas atómicas?
Por último, debemos recordar lo que hace pocos días declaraba el Gobierno afgano: ‘No nos manden más soldados; envíen ayuda para reconstruir el país’. No le falta razón, porque si la gente ve que su situación mejora, apoyará al Gobierno y entonces los talibanes podrán pasarse décadas enteras lanzando ataques sin avanzar lo más mínimo. Entonces las muertes de nuestros hombres no habrán sido en vano.
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