Por Walter Laqueur, director del Instituto de Estudios Estratégicos de Washington. Traducción: José María Puig de la Bellacasa (LA VANGUARDIA, 09/09/07):
John Mearsheimer, de Chicago, y Stephen Walt, de Harvard, son los politólogos más citados estos días en los medios de comunicación estadounidenses. Ambos se hicieron famosos hace un año y medio al publicar un artículo en el que afirmaban que el grupo de presión israelí en Washington es muy poderoso y que, dado que la alianza de Estados Unidos con Israel es contraria a los intereses estadounidenses, debería darse por finalizada. Tal grupo de presión actúa, a su juicio, a título de censor, de forma que ataja de hecho todo tipo de puntos de vista críticos con relación a Israel por considerarlos antisemitas. Las reconvenciones de estos politólogos han aparecido ahora en forma de libro y han desencadenado un amplio debate; sus autores han sido censurados por falta de objetividad, aunque también se les ha defendido desde otros ángulos.
Existe, efectivamente, un poderoso y bien organizado grupo de presión judío en Washington y no siempre ha hecho uso correcto de su influencia. Ha apoyado al Likud en Israel, y Rabin, siendo primer ministro, se quejó de su parcialidad. No ha criticado la política del Gobierno israelí de respaldo de los colonos en los territorios ocupados y no ha apoyado mucho que digamos el proceso de paz. Si estos autores se hubieran circunscrito a estas acusaciones y críticas habrían dispuesto de un buen punto de partida para entablar un debate objetivo.
Desgraciadamente, han ido mucho más lejos, exponiéndose a la crítica e incluso al ridículo. Argumentan que cabe cargar en la cuenta de Israel la responsabilidad de los ataques del 11-S y la decisión de invadir Iraq. Y si tales cosas no son atribuibles al grupo de presión israelí, lo son a los neoconservadores, judíos en su mayoría. Pero tal razonamiento topa con un problema, ya que ni uno solo de los responsables de la adopción de decisiones - el presidente, los responsables de Asuntos Exteriores y Defensa, el director de la CIA y del Consejo de Seguridad Nacional, etcétera- eran judíos, sionistas o neoconservadores. Cabría oponer que éstos eran simples marionetas manipuladas por fuerzas ocultas en la sombra, pero en tal caso entramos en el ámbito de las teorías de la conspiración, donde cada cual puede sostener lo que quiera sin esperar que le tomen en serio.
¿Cómo se adoptan las decisiones en Washington?
Se trata de una cuestión no siempre fácil de entender. Existe efectivamente un poderoso grupo de presión israelí en Washington, pero podrían hacerse apuestas sobre si es o no más poderoso que, por ejemplo, la Asociación Nacional del Rifle (NRA) o la Asociación de Personas Mayores (AARP), para no hablar de las empresas petroleras o de los fabricantes de armas. Este grupo de presión no puede ejercer la censura. Si así fuera, los dos autores mencionados no habrían encontrado editores de primer nivel que publicaran su libro; no viven en Washington y no poseen experiencia de primera mano sobre la forma de actuar del Gobierno ni sobre la forma de adopción de las decisiones. Por mi parte, no iré tan lejos como el ex secretario de Estado George Schultz - buen conocedor de cómo se cuece la política exterior-, quien ha calificado este libro de absurdo y disparate. Sin embargo, sus autores deberían haber sabido que las decisiones sobre la guerra y la paz conciernen únicamente al presidente y sus inmediatos colaboradores.
El grupo de presión en cuestión, ciertamente, puede influir en el Congreso y en consecuencia en los asuntos del país, pero en modo alguno puede confiar en poder presionar a voluntad al presidente. Ninguno de los últimos presidentes era especialmente proisraelí ni sintonizaba con los judíos; desde luego, no era el caso de Nixon ni de Carter, ni tampoco de los Bush, padre o hijo. En lo referente a los presidentes republicanos, el grupo de presión israelí no podía esperar influir en ellos en absoluto, porque la mayoría de los judíos estadounidenses ha votado siempre por los demócratas. Estos profesores de las universidades de Chicago y Harvard deberían haber sabido todo esto, pero el caso es que han propuesto muchas conclusiones erróneas. Su libro ha obtenido un éxito notable. ¿Por qué razón? Considero que ello guarda relación con la gran popularidad de las teorías de la conspiración. Según los sondeos de opinión, alrededor de un 30% en el área occidental y de una proporción superior en el mundo musulmán y Rusia creen en sólidas conspiraciones a cargo de fuerzas siniestras.
Israel no goza actualmente de popularidad. Hay gente (y no es poca) que cree que de no ser por Israel se evaporaría la mayoría de los problemas mundiales. No habría atentados o explosiones en Casablanca o Hyderabad, Londres o Madrid. No habría combates ni enfrentamientos en Cachemira o Nigeria. Los suníes no matarían a los chiíes (ni viceversa), Ahmadineyad se convertiría en un pacifista, las comunidades musulmanas en Europa se integrarían sin problemas, Osama bin Laden impulsaría proyectos agrícolas en Sudán y el petróleo costaría la mitad de su precio actual o menos. Para tales personas, el libro de estos dos profesores estadounidenses será de gran interés.
En todo caso, ¿cuál fue el factor determinante de la decisión de invadir Iraq? Richard Haas, ex alto cargo de la Administración estadounidense, ha dicho que no lo sabe, añadiendo que cree que no lo sabrá en toda su vida. Y Haas está sólo en la cincuentena.
John Mearsheimer, de Chicago, y Stephen Walt, de Harvard, son los politólogos más citados estos días en los medios de comunicación estadounidenses. Ambos se hicieron famosos hace un año y medio al publicar un artículo en el que afirmaban que el grupo de presión israelí en Washington es muy poderoso y que, dado que la alianza de Estados Unidos con Israel es contraria a los intereses estadounidenses, debería darse por finalizada. Tal grupo de presión actúa, a su juicio, a título de censor, de forma que ataja de hecho todo tipo de puntos de vista críticos con relación a Israel por considerarlos antisemitas. Las reconvenciones de estos politólogos han aparecido ahora en forma de libro y han desencadenado un amplio debate; sus autores han sido censurados por falta de objetividad, aunque también se les ha defendido desde otros ángulos.
Existe, efectivamente, un poderoso y bien organizado grupo de presión judío en Washington y no siempre ha hecho uso correcto de su influencia. Ha apoyado al Likud en Israel, y Rabin, siendo primer ministro, se quejó de su parcialidad. No ha criticado la política del Gobierno israelí de respaldo de los colonos en los territorios ocupados y no ha apoyado mucho que digamos el proceso de paz. Si estos autores se hubieran circunscrito a estas acusaciones y críticas habrían dispuesto de un buen punto de partida para entablar un debate objetivo.
Desgraciadamente, han ido mucho más lejos, exponiéndose a la crítica e incluso al ridículo. Argumentan que cabe cargar en la cuenta de Israel la responsabilidad de los ataques del 11-S y la decisión de invadir Iraq. Y si tales cosas no son atribuibles al grupo de presión israelí, lo son a los neoconservadores, judíos en su mayoría. Pero tal razonamiento topa con un problema, ya que ni uno solo de los responsables de la adopción de decisiones - el presidente, los responsables de Asuntos Exteriores y Defensa, el director de la CIA y del Consejo de Seguridad Nacional, etcétera- eran judíos, sionistas o neoconservadores. Cabría oponer que éstos eran simples marionetas manipuladas por fuerzas ocultas en la sombra, pero en tal caso entramos en el ámbito de las teorías de la conspiración, donde cada cual puede sostener lo que quiera sin esperar que le tomen en serio.
¿Cómo se adoptan las decisiones en Washington?
Se trata de una cuestión no siempre fácil de entender. Existe efectivamente un poderoso grupo de presión israelí en Washington, pero podrían hacerse apuestas sobre si es o no más poderoso que, por ejemplo, la Asociación Nacional del Rifle (NRA) o la Asociación de Personas Mayores (AARP), para no hablar de las empresas petroleras o de los fabricantes de armas. Este grupo de presión no puede ejercer la censura. Si así fuera, los dos autores mencionados no habrían encontrado editores de primer nivel que publicaran su libro; no viven en Washington y no poseen experiencia de primera mano sobre la forma de actuar del Gobierno ni sobre la forma de adopción de las decisiones. Por mi parte, no iré tan lejos como el ex secretario de Estado George Schultz - buen conocedor de cómo se cuece la política exterior-, quien ha calificado este libro de absurdo y disparate. Sin embargo, sus autores deberían haber sabido que las decisiones sobre la guerra y la paz conciernen únicamente al presidente y sus inmediatos colaboradores.
El grupo de presión en cuestión, ciertamente, puede influir en el Congreso y en consecuencia en los asuntos del país, pero en modo alguno puede confiar en poder presionar a voluntad al presidente. Ninguno de los últimos presidentes era especialmente proisraelí ni sintonizaba con los judíos; desde luego, no era el caso de Nixon ni de Carter, ni tampoco de los Bush, padre o hijo. En lo referente a los presidentes republicanos, el grupo de presión israelí no podía esperar influir en ellos en absoluto, porque la mayoría de los judíos estadounidenses ha votado siempre por los demócratas. Estos profesores de las universidades de Chicago y Harvard deberían haber sabido todo esto, pero el caso es que han propuesto muchas conclusiones erróneas. Su libro ha obtenido un éxito notable. ¿Por qué razón? Considero que ello guarda relación con la gran popularidad de las teorías de la conspiración. Según los sondeos de opinión, alrededor de un 30% en el área occidental y de una proporción superior en el mundo musulmán y Rusia creen en sólidas conspiraciones a cargo de fuerzas siniestras.
Israel no goza actualmente de popularidad. Hay gente (y no es poca) que cree que de no ser por Israel se evaporaría la mayoría de los problemas mundiales. No habría atentados o explosiones en Casablanca o Hyderabad, Londres o Madrid. No habría combates ni enfrentamientos en Cachemira o Nigeria. Los suníes no matarían a los chiíes (ni viceversa), Ahmadineyad se convertiría en un pacifista, las comunidades musulmanas en Europa se integrarían sin problemas, Osama bin Laden impulsaría proyectos agrícolas en Sudán y el petróleo costaría la mitad de su precio actual o menos. Para tales personas, el libro de estos dos profesores estadounidenses será de gran interés.
En todo caso, ¿cuál fue el factor determinante de la decisión de invadir Iraq? Richard Haas, ex alto cargo de la Administración estadounidense, ha dicho que no lo sabe, añadiendo que cree que no lo sabrá en toda su vida. Y Haas está sólo en la cincuentena.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario