Por Shlomo Ben-Ami, antiguo ministro de Exteriores de Israel, y vicepresidente del Centro Internacional de Toledo para la Paz. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia. © Project Syndicate, 2007 (EL PAÍS, 12/09/07):
El espectro de Irán nuclearizado atormenta por igual a árabes e israelíes, pero son Estados Unidos e Israel los que están impulsando los esfuerzos para cortar las alas a las ambiciones nucleares iraníes. La clave del problema y su posible solución están en el triángulo Estados Unidos-Irán-Israel.
Aunque la revolución islámica del ayatolá Jomeini en 1979 perturbó la vieja alianza de Israel con Irán, los dos países siguieron manteniendo relaciones, con la bendición de Estados Unidos. Un ejemplo es el caso Irán-contra de los años ochenta, cuando Israel suministró armas a la República Islámica para su guerra contra Irak. Israel e Irán, dos potencias no árabes en un entorno árabe hostil, compartían intereses fundamentales que la revolución islámica no fue capaz de alterar.
Los dos países entraron claramente en conflicto durante el mandato de Isaac Rabin, a principios de los noventa, debido a las nuevas circunstancias estratégicas producidas tras la victoria de Estados Unidos en la primera guerra del Golfo y la caída de la Unión Soviética. El proceso de paz entre árabes e israelíes promovido por Estados Unidos, que obtuvo una serie de logros espectaculares -la conferencia de paz de Madrid, los acuerdos de Oslo, el acuerdo de paz entre Israel y Jordania, una especie de acercamiento con Siria y ligeros avances de Israel en varios países árabes, desde Marruecos hasta Qatar-, era la peor pesadilla posible para un Irán cada vez más aislado.
En aquellas circunstancias, Israel e Irán, dos potencias que competían por dominar un Oriente Próximo en rápida transformación, decidieron dar a su rivalidad estratégica una base ideológica. El conflicto pasó a ser un enfrentamiento entre Israel, un modelo de democracia que luchaba contra la expansión de un imperio chií oscurantista, e Irán, que quería proteger su revolución a base de movilizar a las masas árabes en nombre de los valores islámicos y en contra de unos peligrosos gobernantes que habían traicionado a los palestinos desposeídos.
Los mulás son más enemigos de la reconciliación entre árabes e israelíes que de Israel como tal, y su recurso a palabras incendiarias de tono panislámico y en contra de los judíos tiene como fin acabar con el aislamiento de Irán y presentar sus ambiciones regionales de manera aceptable para las masas suníes. En un Oriente Próximo árabe, Irán es el enemigo natural; en un mundo islámico, Irán es un posible líder. Lo irónico es que Irán ha sido el mayor defensor de la democracia árabe, porque la mejor forma de debilitar a los regímenes en el poder es impulsar movimientos islamistas populares como Hezbolá en Líbano, los Hermanos Musulmanes en Egipto, Hamás en Palestina y la mayoría chií en Irak.
Isaac Rabin creía que la paz entre árabes e israelíes podría impedir un Irán nuclear, pero ahora parece que su pesadilla está cada vez más cerca. Como potencia contraria al statu quo, Irán no pretende tener capacidad nuclear para destruir Israel, sino con el fin de adquirir prestigio e influencia en un entorno hostil y como escudo para desafiar el orden regional.
A pesar de ello, Israel tiene muchos motivos para estar preocupado, porque un Irán nuclear haría imposible la promesa sionista de garantizar un refugio para los judíos -el fundamento para la estrategia israelí de la “ambigüedad nuclear”- y envalentonaría a sus enemigos en toda la región. Además, desencadenaría la proliferación nuclear descontrolada en la zona, empezando por Arabia Saudí y Egipto.
Un ataque militar contra las instalaciones nucleares de Irán es demasiado peligroso y sus resultados son inciertos. Y las sanciones económicas, por muy duras que fueran, podrían no ser suficientes para doblegar a Irán. Tampoco está claro que las divisiones en el seno de la clase dirigente iraní, entre los puristas revolucionarios y los más mercantilistas, vayan a desembocar pronto en un cambio de régimen. No obstante, ser radical no significa necesariamente ser irracional, y el Irán revolucionario nos ha ofrecido pruebas de su pragmatismo muy a menudo.
En la ecuación Estados Unidos-Irán fueron los estadounidenses, y no los iraníes, los que ejercieron una diplomacia ideológicamente rígida. Irán apoyó a Estados Unidos durante la primera guerra del Golfo, pero se vio marginado de la conferencia de paz de Madrid. Irán apoyó a Estados Unidos en la guerra para derrocar a los talibanes en Afganistán. Y cuando las fuerzas norteamericanas derrotaron al ejército de Sadam Husein en la primavera de 2003, los iraníes, rodeados, propusieron un gran pacto que incluiría la discusión de todos los aspectos polémicos, desde la cuestión nuclear hasta Israel, desde Hezbolá hasta Hamás. Además, los iraníes se comprometieron a dejar de obstaculizar el proceso de paz entre árabes e israelíes.
Sin embargo, la soberbia de los neoconservadores estadounidenses -”No hablamos con el mal”- impidió dar una respuesta pragmática a la mano tendida de Irán.
Cuando se vio que la estrategia estadounidense en Oriente Próximo se había ido al garete, la actitud iraní ya había cambiado, pero ese gran pacto sigue siendo la única forma posible de salir del punto muerto. Sin embargo, sería imposible lograrlo mediante un sistema de sanciones inevitablemente imperfecto o recurriendo a una lógica propia de la guerra fría, por la que Estados Unidos pretenda debilitar a Irán arrastrándole a una carrera de armamento ruinosa. La influencia creciente de Irán en la región no se debe a su gasto militar, que es muy inferior a los de sus enemigos, sino a su actitud de enfrentamiento con Estados Unidos e Israel, y su astuta utilización del poder blando.
No hay mejor forma de desbaratar la estrategia regional iraní de desestabilización que alcanzar un amplio acuerdo de paz entre árabes e israelíes, acompañado de inversiones masivas en desarrollo humano y seguido de un sistema de paz y seguridad, auspiciado por la comunidad internacional, en un Oriente Próximo claramente libre de armas nucleares, incluido Israel.
El espectro de Irán nuclearizado atormenta por igual a árabes e israelíes, pero son Estados Unidos e Israel los que están impulsando los esfuerzos para cortar las alas a las ambiciones nucleares iraníes. La clave del problema y su posible solución están en el triángulo Estados Unidos-Irán-Israel.
Aunque la revolución islámica del ayatolá Jomeini en 1979 perturbó la vieja alianza de Israel con Irán, los dos países siguieron manteniendo relaciones, con la bendición de Estados Unidos. Un ejemplo es el caso Irán-contra de los años ochenta, cuando Israel suministró armas a la República Islámica para su guerra contra Irak. Israel e Irán, dos potencias no árabes en un entorno árabe hostil, compartían intereses fundamentales que la revolución islámica no fue capaz de alterar.
Los dos países entraron claramente en conflicto durante el mandato de Isaac Rabin, a principios de los noventa, debido a las nuevas circunstancias estratégicas producidas tras la victoria de Estados Unidos en la primera guerra del Golfo y la caída de la Unión Soviética. El proceso de paz entre árabes e israelíes promovido por Estados Unidos, que obtuvo una serie de logros espectaculares -la conferencia de paz de Madrid, los acuerdos de Oslo, el acuerdo de paz entre Israel y Jordania, una especie de acercamiento con Siria y ligeros avances de Israel en varios países árabes, desde Marruecos hasta Qatar-, era la peor pesadilla posible para un Irán cada vez más aislado.
En aquellas circunstancias, Israel e Irán, dos potencias que competían por dominar un Oriente Próximo en rápida transformación, decidieron dar a su rivalidad estratégica una base ideológica. El conflicto pasó a ser un enfrentamiento entre Israel, un modelo de democracia que luchaba contra la expansión de un imperio chií oscurantista, e Irán, que quería proteger su revolución a base de movilizar a las masas árabes en nombre de los valores islámicos y en contra de unos peligrosos gobernantes que habían traicionado a los palestinos desposeídos.
Los mulás son más enemigos de la reconciliación entre árabes e israelíes que de Israel como tal, y su recurso a palabras incendiarias de tono panislámico y en contra de los judíos tiene como fin acabar con el aislamiento de Irán y presentar sus ambiciones regionales de manera aceptable para las masas suníes. En un Oriente Próximo árabe, Irán es el enemigo natural; en un mundo islámico, Irán es un posible líder. Lo irónico es que Irán ha sido el mayor defensor de la democracia árabe, porque la mejor forma de debilitar a los regímenes en el poder es impulsar movimientos islamistas populares como Hezbolá en Líbano, los Hermanos Musulmanes en Egipto, Hamás en Palestina y la mayoría chií en Irak.
Isaac Rabin creía que la paz entre árabes e israelíes podría impedir un Irán nuclear, pero ahora parece que su pesadilla está cada vez más cerca. Como potencia contraria al statu quo, Irán no pretende tener capacidad nuclear para destruir Israel, sino con el fin de adquirir prestigio e influencia en un entorno hostil y como escudo para desafiar el orden regional.
A pesar de ello, Israel tiene muchos motivos para estar preocupado, porque un Irán nuclear haría imposible la promesa sionista de garantizar un refugio para los judíos -el fundamento para la estrategia israelí de la “ambigüedad nuclear”- y envalentonaría a sus enemigos en toda la región. Además, desencadenaría la proliferación nuclear descontrolada en la zona, empezando por Arabia Saudí y Egipto.
Un ataque militar contra las instalaciones nucleares de Irán es demasiado peligroso y sus resultados son inciertos. Y las sanciones económicas, por muy duras que fueran, podrían no ser suficientes para doblegar a Irán. Tampoco está claro que las divisiones en el seno de la clase dirigente iraní, entre los puristas revolucionarios y los más mercantilistas, vayan a desembocar pronto en un cambio de régimen. No obstante, ser radical no significa necesariamente ser irracional, y el Irán revolucionario nos ha ofrecido pruebas de su pragmatismo muy a menudo.
En la ecuación Estados Unidos-Irán fueron los estadounidenses, y no los iraníes, los que ejercieron una diplomacia ideológicamente rígida. Irán apoyó a Estados Unidos durante la primera guerra del Golfo, pero se vio marginado de la conferencia de paz de Madrid. Irán apoyó a Estados Unidos en la guerra para derrocar a los talibanes en Afganistán. Y cuando las fuerzas norteamericanas derrotaron al ejército de Sadam Husein en la primavera de 2003, los iraníes, rodeados, propusieron un gran pacto que incluiría la discusión de todos los aspectos polémicos, desde la cuestión nuclear hasta Israel, desde Hezbolá hasta Hamás. Además, los iraníes se comprometieron a dejar de obstaculizar el proceso de paz entre árabes e israelíes.
Sin embargo, la soberbia de los neoconservadores estadounidenses -”No hablamos con el mal”- impidió dar una respuesta pragmática a la mano tendida de Irán.
Cuando se vio que la estrategia estadounidense en Oriente Próximo se había ido al garete, la actitud iraní ya había cambiado, pero ese gran pacto sigue siendo la única forma posible de salir del punto muerto. Sin embargo, sería imposible lograrlo mediante un sistema de sanciones inevitablemente imperfecto o recurriendo a una lógica propia de la guerra fría, por la que Estados Unidos pretenda debilitar a Irán arrastrándole a una carrera de armamento ruinosa. La influencia creciente de Irán en la región no se debe a su gasto militar, que es muy inferior a los de sus enemigos, sino a su actitud de enfrentamiento con Estados Unidos e Israel, y su astuta utilización del poder blando.
No hay mejor forma de desbaratar la estrategia regional iraní de desestabilización que alcanzar un amplio acuerdo de paz entre árabes e israelíes, acompañado de inversiones masivas en desarrollo humano y seguido de un sistema de paz y seguridad, auspiciado por la comunidad internacional, en un Oriente Próximo claramente libre de armas nucleares, incluido Israel.
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