Por Eduardo Garrigues, escritor y diplomático (ABC, 26/09/07):
Como países que en diferentes momentos de la historia hemos tenido que superar graves desencuentros, resulta curioso que ni en los Estados Unidos ni en España nos hayamos molestado en destacar un episodio fundamental de la historia compartida: la importante contribución española a la guerra de Independencia que permitió el nacimiento del nuevo estado.
En Estados Unidos se ha recordado sobre todo el apoyo francés a los rebeldes y, en la mayoría de los libros de historia, se cita nuestra participación en el conflicto como una consecuencia casi accidental del pacto entre las dinastías borbónicas. Sin embargo, como en su momento reconocieron los fundadores de la nueva república, sin el apoyo diplomático, la generosa ayuda financiera y la acción militar de la Corona española, seguramente no hubiese podido triunfar la causa de la independencia americana. Resulta a ese efecto revelador espulgar la correspondencia de George Washington, que aguardaba ansiosamente la entrada abierta de España en el conflicto: «Si consiguiésemos que los Españoles unieran sus flotas a las de Francia e iniciasen las hostilidades -escribía Washington en octubre de 1778- se despejarían todas mis dudas. Si esto no se consigue, me temo que la Armada Británica sea demasiado poderosa para contrarrestar la actuación de Francia».
Cuando España declaró la guerra a Inglaterra en 1779, don Bernardo de Gálvez, gobernador de la Luisiana, expulsó a los ingleses de la cuenca del Mississippi y recuperó las dos Floridas, en una acción militar fulgurante. Aparte del efecto inmediato de inmovilizar en el golfo de México importantes contingentes británicos, la actuación de Gálvez tuvo también efectos indirectos en escenarios bélicos mucho más al norte, contribuyendo al aprovisionamiento de las tropas del general Lee, mandando refuerzos a Patrick Henry, gobernador de Virginia, y enviando también suministros a las fuerzas de George Rogers Clark en Illinois, lo que permitió al ejército continental, apoyado por tropas francesas, lograr la decisiva victoria de Yorktown sobre los ingleses, que se vieron forzados a reconocer la independencia de los colonos rebeldes.
Nuestro embajador en París, el conde de Aranda, ya vaticinaba la difícil situación en que se encontrarían los territorios españoles en la América Septentrional, una vez que nos encontrásemos mano a mano con aquella nueva nación que, como diría el astuto aragonés, «había nacido pigmea, pero pronto se convertiría en un gigante». Ese gigante precoz pronto devoraría los inmensos territorios de la Luisiana y la Florida y se anexionará Texas, poco antes de absorber la mitad del territorio de la nueva República mexicana, que incluía los actuales estados de Nuevo México, Arizona, y California. Casi en los mismos parajes donde durante la época del Reformismo borbónico se erigió una cadena de presidios para defender a los pobladores españoles de los ataques de los «indios bárbaros», hoy se está construyendo una muralla para cerrar el paso de la inmigración ilegal procedente de las repúblicas al sur del Río Grande.
Volviendo a la guerra de Independencia de los Estados Unidos, en el año de 1777 se producen algunos de los hechos decisivos en la evolución del conflicto, como las primeras negociaciones entre el conde de Aranda y Benjamín Franklin en París y la llegada a Portsmouth de la fragata «Amphitrite» con el primer envío hispano-francés significativo de pertrechos militares. Pero el acontecimiento más importante en ese año sería la victoria de Washington en Saratoga sobre las tropas británicas del general Burgoyne, lo que acabaría de convencer a Francia de apoyar abiertamente a los insurgentes, antes de que acabasen de sacudirse el yugo británico.
Pero también fue en 1777 cuando -en plena efervescencia bélica entre Inglaterra y sus colonias y cuando ya resultaba inevitable la guerra con España- apareció en Edimburgo la primera edición de la «Historia de América» de William Robertson, que realizaba un análisis muy desfavorable de la colonización de España en América. El libro fue reeditado y eficazmente divulgado en los Estados Unidos precisamente en los años en que los dominios españoles seguían constituyendo una incómoda barrera a los deseos expansionistas de la nueva nación. Según eminentes hispanistas estadounidenses, como el profesor David Weber, la «Historia de América» de Robertson contribuyó a perpetuar en la historiografía americana los conceptos negativos sobre la colonización española, que ya se habían utilizado en épocas anteriores por las potencias rivales. Curiosamente, esos estereotipos han pervivido en muchos manuales de historia en los Estados Unidos hasta nuestros días, y posiblemente tienen algo que ver en la falta de reconocimiento de un acontecimiento histórico tan importante como la contribución española al nacimiento del país.
Para investigar la compleja trama de ese periodo histórico y las relaciones entre personajes como Aranda y Franklin, Washington y Miralles, John Jay y Floridablanca, a finales de este mes de septiembre se reunirá en la National Portrait Gallery de Washington un grupo de historiadores de España, México, Estados Unidos y Reino Unido que participarán en el simposio titulado: «La contribución española a la Independencia de los EE.UU.: entre la Reforma y la Revolución (1763-1848)». Como importante complemento visual y artístico de ese encuentro académico, la National Portrait Gallery presentará también en sus salas desde septiembre de este año a febrero de 2008 una exposición llamada «Legado: España y los EE.UU. en la era de la Independencia (1763-1848)» donde, más de doscientos años después de esos acontecimientos, se encontrarán bajo el mismo techo los retratos de los Ilustrados españoles y los de los líderes de la nueva nación, protagonistas de un capítulo no suficientemente conocido y de gran trascendencia para la historia común.
Estos acontecimientos culturales han sido propiciados por la Fundación Consejo España-EE.UU. y la Sociedad Estatal para la Acción Cultura Exterior, en colaboración con la National Portrait Gallery, institución especialmente dedicada a preservar las imágenes de quienes han contribuido a la formación de esa nación. Presidirá la inauguración de esos eventos Su Alteza Real la Infanta Doña Elena, descendiente del monarca ilustrado que ayudó a que George Washington se convirtiera en el primer presidente de los Estados Unidos.
Como países que en diferentes momentos de la historia hemos tenido que superar graves desencuentros, resulta curioso que ni en los Estados Unidos ni en España nos hayamos molestado en destacar un episodio fundamental de la historia compartida: la importante contribución española a la guerra de Independencia que permitió el nacimiento del nuevo estado.
En Estados Unidos se ha recordado sobre todo el apoyo francés a los rebeldes y, en la mayoría de los libros de historia, se cita nuestra participación en el conflicto como una consecuencia casi accidental del pacto entre las dinastías borbónicas. Sin embargo, como en su momento reconocieron los fundadores de la nueva república, sin el apoyo diplomático, la generosa ayuda financiera y la acción militar de la Corona española, seguramente no hubiese podido triunfar la causa de la independencia americana. Resulta a ese efecto revelador espulgar la correspondencia de George Washington, que aguardaba ansiosamente la entrada abierta de España en el conflicto: «Si consiguiésemos que los Españoles unieran sus flotas a las de Francia e iniciasen las hostilidades -escribía Washington en octubre de 1778- se despejarían todas mis dudas. Si esto no se consigue, me temo que la Armada Británica sea demasiado poderosa para contrarrestar la actuación de Francia».
Cuando España declaró la guerra a Inglaterra en 1779, don Bernardo de Gálvez, gobernador de la Luisiana, expulsó a los ingleses de la cuenca del Mississippi y recuperó las dos Floridas, en una acción militar fulgurante. Aparte del efecto inmediato de inmovilizar en el golfo de México importantes contingentes británicos, la actuación de Gálvez tuvo también efectos indirectos en escenarios bélicos mucho más al norte, contribuyendo al aprovisionamiento de las tropas del general Lee, mandando refuerzos a Patrick Henry, gobernador de Virginia, y enviando también suministros a las fuerzas de George Rogers Clark en Illinois, lo que permitió al ejército continental, apoyado por tropas francesas, lograr la decisiva victoria de Yorktown sobre los ingleses, que se vieron forzados a reconocer la independencia de los colonos rebeldes.
Nuestro embajador en París, el conde de Aranda, ya vaticinaba la difícil situación en que se encontrarían los territorios españoles en la América Septentrional, una vez que nos encontrásemos mano a mano con aquella nueva nación que, como diría el astuto aragonés, «había nacido pigmea, pero pronto se convertiría en un gigante». Ese gigante precoz pronto devoraría los inmensos territorios de la Luisiana y la Florida y se anexionará Texas, poco antes de absorber la mitad del territorio de la nueva República mexicana, que incluía los actuales estados de Nuevo México, Arizona, y California. Casi en los mismos parajes donde durante la época del Reformismo borbónico se erigió una cadena de presidios para defender a los pobladores españoles de los ataques de los «indios bárbaros», hoy se está construyendo una muralla para cerrar el paso de la inmigración ilegal procedente de las repúblicas al sur del Río Grande.
Volviendo a la guerra de Independencia de los Estados Unidos, en el año de 1777 se producen algunos de los hechos decisivos en la evolución del conflicto, como las primeras negociaciones entre el conde de Aranda y Benjamín Franklin en París y la llegada a Portsmouth de la fragata «Amphitrite» con el primer envío hispano-francés significativo de pertrechos militares. Pero el acontecimiento más importante en ese año sería la victoria de Washington en Saratoga sobre las tropas británicas del general Burgoyne, lo que acabaría de convencer a Francia de apoyar abiertamente a los insurgentes, antes de que acabasen de sacudirse el yugo británico.
Pero también fue en 1777 cuando -en plena efervescencia bélica entre Inglaterra y sus colonias y cuando ya resultaba inevitable la guerra con España- apareció en Edimburgo la primera edición de la «Historia de América» de William Robertson, que realizaba un análisis muy desfavorable de la colonización de España en América. El libro fue reeditado y eficazmente divulgado en los Estados Unidos precisamente en los años en que los dominios españoles seguían constituyendo una incómoda barrera a los deseos expansionistas de la nueva nación. Según eminentes hispanistas estadounidenses, como el profesor David Weber, la «Historia de América» de Robertson contribuyó a perpetuar en la historiografía americana los conceptos negativos sobre la colonización española, que ya se habían utilizado en épocas anteriores por las potencias rivales. Curiosamente, esos estereotipos han pervivido en muchos manuales de historia en los Estados Unidos hasta nuestros días, y posiblemente tienen algo que ver en la falta de reconocimiento de un acontecimiento histórico tan importante como la contribución española al nacimiento del país.
Para investigar la compleja trama de ese periodo histórico y las relaciones entre personajes como Aranda y Franklin, Washington y Miralles, John Jay y Floridablanca, a finales de este mes de septiembre se reunirá en la National Portrait Gallery de Washington un grupo de historiadores de España, México, Estados Unidos y Reino Unido que participarán en el simposio titulado: «La contribución española a la Independencia de los EE.UU.: entre la Reforma y la Revolución (1763-1848)». Como importante complemento visual y artístico de ese encuentro académico, la National Portrait Gallery presentará también en sus salas desde septiembre de este año a febrero de 2008 una exposición llamada «Legado: España y los EE.UU. en la era de la Independencia (1763-1848)» donde, más de doscientos años después de esos acontecimientos, se encontrarán bajo el mismo techo los retratos de los Ilustrados españoles y los de los líderes de la nueva nación, protagonistas de un capítulo no suficientemente conocido y de gran trascendencia para la historia común.
Estos acontecimientos culturales han sido propiciados por la Fundación Consejo España-EE.UU. y la Sociedad Estatal para la Acción Cultura Exterior, en colaboración con la National Portrait Gallery, institución especialmente dedicada a preservar las imágenes de quienes han contribuido a la formación de esa nación. Presidirá la inauguración de esos eventos Su Alteza Real la Infanta Doña Elena, descendiente del monarca ilustrado que ayudó a que George Washington se convirtiera en el primer presidente de los Estados Unidos.
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