Por Norman Birnbaum, catedrático emérito en la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgetown. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 14/09/07):
La hipótesis de Sigmund Freud de que los seres humanos se mueven (como todos los seres vivos) por un instinto de muerte no formaba parte de su investigación psicoanalítica inicial. Es una idea que desarrolló en un estado de conmoción intelectual y moral ante las carnicerías de la Primera Guerra Mundial. La guerra incrementó enormemente su pesimismo respecto a la bondad y el carácter pacífico de los seres humanos. Cuando estaba a punto de morir en Londres, en septiembre de 1939, le preguntaron si creía que la Segunda Guerra Mundial sería la última guerra. Al parecer, contestó: “En cualquier caso, es mi última guerra”.
Desde que acabó aquel conflicto, han seguido muriendo decenas de millones de personas como consecuencia de todo tipo de violencia política y social. De uno u otro modo, se ha evitado el enfrentamiento nuclear entre las grandes potencias. Pero hay que tener un optimismo ciego para suponer que la humanidad tendrá la misma suerte en el siglo que ahora comenzamos.
Estados Unidos está pensando en impedir que Irán obtenga armamento nuclear mediante el uso de sus propias armas nucleares, y, aunque esta amenaza no se haga realidad, quizá otras, en otro momento y otro lugar, sí. En cuanto al fin de las guerras en general, la producción de armamento es una industria que crece en todo el mundo.
En una reflexión sobre la situación actual, con motivo de su 90 cumpleaños, el gran historiador Eric Hobsbawm destacó la resistencia de las poblaciones de los países más ricos a aceptar el servicio militar que se imponía como cosa normal a sus padres, abuelos y bisabuelos. La nación, decía, ha perdido su capacidad de movilizar; si bien añadió que nuestros contemporáneos sí pueden luchar en nombre de otras lealtades. Los países teóricamente más laicos no son siempre inmunes a locuras como las que hoy recorren a algunas poblaciones islámicas cuando una caricatura al otro lado del mundo ofende su sensibilidad religiosa.
Entretanto, cada vez se perfeccionan más las oportunidades de ejercer la violencia a través de otros.
De modo genérico, la violencia indirecta no es nada nuevo. La tortura santificada por la Iglesia y las ejecuciones públicas forman parte del legado cultural occidental. Los deportes sangrientos son elementos habituales en todo nuestro paisaje cultural, y hay una línea directa que va desde el Coliseo romano hasta el moderno estadio de fútbol americano. También es directa la conexión entre el teatro de marionetas y el cine y la televisión. La costumbre de canalizar el odio hacia una serie de chivos expiatorios para desviar la atención pública del hecho de que los gobernantes no han sabido proteger a sus ciudadanos es un asunto que conocen bien arqueólogos e historiadores.
Lo que se ha refinado es la explotación intencionada de la violencia indirecta como parte importante de una gran estrategia de dominación política. Erich Marque Remarque, que sobrevivió con heridas a la Primera Guerra Mundial, describe en su inolvidable Sin novedad en el frente a un estúpido maestro alemán que reprocha a un soldado que está de permiso su falta de combatividad. Hoy los sucesores de ese maestro son los editorialistas, expertos y políticos de Europa y Estados Unidos que lamentan la supuesta debilidad moral y psicológica de quienes critican el ataque estadounidense a Irak y la “guerra contra el terror”. Esos personajes, en su mayoría sin experiencia militar ninguna, no se dedican a desarrollar un debate político normal, sino que están tratando de quitar legitimidad al debate, y para ello han formado una comunidad imaginaria de personas que viven la violencia a través de otros.
El país en el que es más visible este fenómeno es Estados Unidos, donde el lenguaje de la política, a menudo, evoca un culto a la virilidad y además está hinchado de imágenes sacadas del deporte; no el deporte olímpico, sino la muy rentable empresa capitalista del deporte profesional, con toda su parte de corrupción y estimulantes farmacéuticos y su énfasis en la brutalidad repetida. Existe un proceso paralelo en la fabricación industrial actual de una subespecie de la cultura. La mitad de los cientos de canales de televisión que tengo a mi alcance muestran películas de crímenes y guerras. Nadie ha sugerido que se vuelva a imponer el servicio militar obligatorio en Estados Unidos, pero negar que la violencia es útil e inevitable es el equivalente actual a no querer hacer el servicio militar.
Como ocurría con la horda primitiva en Tótem y tabú, de Freud, nuestros ciudadanos participan, unidos, en una fiesta obligatoria de agresión. Nadie puede permanecer a salvo de esta guerra en su casa, porque el límite entre el frente y la retaguardia está deliberadamente borrado. La militarización de la política y la politización del aparato militar avanzan a toda velocidad. La obligación moral de reafirmar la legitimidad y la necesidad del uso de la fuerza por parte del gobierno es un requisito para participar plenamente en la vida pública. Y está claro que es también una forma de preparar la eliminación del disenso en una situación de emergencia.
Los antecedentes del uso político de la violencia indirecta son varios, pero destacan tres.
Uno se daba en las situaciones coloniales e imperiales, en las que soldados mercenarios y profesionales eran los encargados de someter a los pueblos conquistados. Otro existe todavía, y es la vigilancia de grupos y clases locales que representan una amenaza. El tercero es el poder de la masa: en los casos típicos de recurso a la violencia por parte de una comunidad, unos cuantos asesinos expresan la voluntad de un grupo indignado. Tal vez esto nos da una pista para entender la persistencia de la violencia indirecta en un ámbito político más amplio. Permite gratificar los instintos de agresión y, al mismo tiempo, experimentar la solidaridad, y el precio directo que se paga es muy bajo. Es posible que las poblaciones modernas no quieran ir a la guerra, pero eso no significa, por desgracia, que hayan entrado en un nuevo siglo de las luces.
La hipótesis de Sigmund Freud de que los seres humanos se mueven (como todos los seres vivos) por un instinto de muerte no formaba parte de su investigación psicoanalítica inicial. Es una idea que desarrolló en un estado de conmoción intelectual y moral ante las carnicerías de la Primera Guerra Mundial. La guerra incrementó enormemente su pesimismo respecto a la bondad y el carácter pacífico de los seres humanos. Cuando estaba a punto de morir en Londres, en septiembre de 1939, le preguntaron si creía que la Segunda Guerra Mundial sería la última guerra. Al parecer, contestó: “En cualquier caso, es mi última guerra”.
Desde que acabó aquel conflicto, han seguido muriendo decenas de millones de personas como consecuencia de todo tipo de violencia política y social. De uno u otro modo, se ha evitado el enfrentamiento nuclear entre las grandes potencias. Pero hay que tener un optimismo ciego para suponer que la humanidad tendrá la misma suerte en el siglo que ahora comenzamos.
Estados Unidos está pensando en impedir que Irán obtenga armamento nuclear mediante el uso de sus propias armas nucleares, y, aunque esta amenaza no se haga realidad, quizá otras, en otro momento y otro lugar, sí. En cuanto al fin de las guerras en general, la producción de armamento es una industria que crece en todo el mundo.
En una reflexión sobre la situación actual, con motivo de su 90 cumpleaños, el gran historiador Eric Hobsbawm destacó la resistencia de las poblaciones de los países más ricos a aceptar el servicio militar que se imponía como cosa normal a sus padres, abuelos y bisabuelos. La nación, decía, ha perdido su capacidad de movilizar; si bien añadió que nuestros contemporáneos sí pueden luchar en nombre de otras lealtades. Los países teóricamente más laicos no son siempre inmunes a locuras como las que hoy recorren a algunas poblaciones islámicas cuando una caricatura al otro lado del mundo ofende su sensibilidad religiosa.
Entretanto, cada vez se perfeccionan más las oportunidades de ejercer la violencia a través de otros.
De modo genérico, la violencia indirecta no es nada nuevo. La tortura santificada por la Iglesia y las ejecuciones públicas forman parte del legado cultural occidental. Los deportes sangrientos son elementos habituales en todo nuestro paisaje cultural, y hay una línea directa que va desde el Coliseo romano hasta el moderno estadio de fútbol americano. También es directa la conexión entre el teatro de marionetas y el cine y la televisión. La costumbre de canalizar el odio hacia una serie de chivos expiatorios para desviar la atención pública del hecho de que los gobernantes no han sabido proteger a sus ciudadanos es un asunto que conocen bien arqueólogos e historiadores.
Lo que se ha refinado es la explotación intencionada de la violencia indirecta como parte importante de una gran estrategia de dominación política. Erich Marque Remarque, que sobrevivió con heridas a la Primera Guerra Mundial, describe en su inolvidable Sin novedad en el frente a un estúpido maestro alemán que reprocha a un soldado que está de permiso su falta de combatividad. Hoy los sucesores de ese maestro son los editorialistas, expertos y políticos de Europa y Estados Unidos que lamentan la supuesta debilidad moral y psicológica de quienes critican el ataque estadounidense a Irak y la “guerra contra el terror”. Esos personajes, en su mayoría sin experiencia militar ninguna, no se dedican a desarrollar un debate político normal, sino que están tratando de quitar legitimidad al debate, y para ello han formado una comunidad imaginaria de personas que viven la violencia a través de otros.
El país en el que es más visible este fenómeno es Estados Unidos, donde el lenguaje de la política, a menudo, evoca un culto a la virilidad y además está hinchado de imágenes sacadas del deporte; no el deporte olímpico, sino la muy rentable empresa capitalista del deporte profesional, con toda su parte de corrupción y estimulantes farmacéuticos y su énfasis en la brutalidad repetida. Existe un proceso paralelo en la fabricación industrial actual de una subespecie de la cultura. La mitad de los cientos de canales de televisión que tengo a mi alcance muestran películas de crímenes y guerras. Nadie ha sugerido que se vuelva a imponer el servicio militar obligatorio en Estados Unidos, pero negar que la violencia es útil e inevitable es el equivalente actual a no querer hacer el servicio militar.
Como ocurría con la horda primitiva en Tótem y tabú, de Freud, nuestros ciudadanos participan, unidos, en una fiesta obligatoria de agresión. Nadie puede permanecer a salvo de esta guerra en su casa, porque el límite entre el frente y la retaguardia está deliberadamente borrado. La militarización de la política y la politización del aparato militar avanzan a toda velocidad. La obligación moral de reafirmar la legitimidad y la necesidad del uso de la fuerza por parte del gobierno es un requisito para participar plenamente en la vida pública. Y está claro que es también una forma de preparar la eliminación del disenso en una situación de emergencia.
Los antecedentes del uso político de la violencia indirecta son varios, pero destacan tres.
Uno se daba en las situaciones coloniales e imperiales, en las que soldados mercenarios y profesionales eran los encargados de someter a los pueblos conquistados. Otro existe todavía, y es la vigilancia de grupos y clases locales que representan una amenaza. El tercero es el poder de la masa: en los casos típicos de recurso a la violencia por parte de una comunidad, unos cuantos asesinos expresan la voluntad de un grupo indignado. Tal vez esto nos da una pista para entender la persistencia de la violencia indirecta en un ámbito político más amplio. Permite gratificar los instintos de agresión y, al mismo tiempo, experimentar la solidaridad, y el precio directo que se paga es muy bajo. Es posible que las poblaciones modernas no quieran ir a la guerra, pero eso no significa, por desgracia, que hayan entrado en un nuevo siglo de las luces.
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