Por Andrés Montero Gómez (EL CORREO DIGITAL, 10/09/07):
Hace seis años, unos dos meses después de los atentados del 11-S, tuve que viajar a Guatemala. El vuelo de Iberia que me trasladaba hacía, como de costumbre, escala en Miami. Hasta entonces, lo normal era que Iberia colocara a sus viajeros hacia Centroamérica en una sala de tránsito en Miami, a la espera de embarcar en los nuevos aviones que les llevarían a sus destinos. De este modo, como en cualquier otra escala aérea internacional, los pasajeros no atravesaban controles de inmigración ni de equipajes, pues técnicamente, a efectos aeroportuarios, no ingresaban en territorio del país transitado. Esa práctica del tránsito aéreo en Miami, también en Puerto Rico, cambió radicalmente en 2001.
Hace seis años, varios terroristas en EE UU provocaron que la manera de numerar el pasaporte de todos los españoles fuera modificada. Un par de meses después del 11-S, los viajeros que hacían escala en Miami para volar hacia Guatemala fueron obligados a recoger sus equipajes y cumplimentar todos los trámites de inmigración como si fueran a ingresar en EE UU, para ser después devueltos a la sala de tránsito a la espera de sus aviones. Desde entonces, las escalas en Miami se han suavizado y ya no te compelen a pasar la aduana con el equipaje, aunque todavía es obligatorio atravesar el control de pasaportes. El objetivo es dejar la información biométrica del viajero en las bases de datos del Homeland Security, el ministerio del Interior de EE UU, en virtud del programa ‘US-Visit’.
En aquel viaje a Guatemala de hace seis años, el oficial de inmigración norteamericano despachó a varios españoles al final de la fila en el aeropuerto de Miami porque, bajo su criterio, habían rellenado mal el espacio consignado a reflejar el número de su pasaporte en el formulario verde de inmigración. Observando aquel incidente con los compatriotas, yo había rellenado dos formularios de inmigración, uno con el número de pasaporte español (el DNI) y otro con el número de pasaporte que los oficiales de inmigración decían que era el correcto, aquél que se correspondía con el troquelado físico de la cartilla del pasaporte. Al llegar mi turno en la ventanilla, el oficial de inmigración descendiente de cubanos emigrados al sueño americano me explicó que en España el número de pasaporte podría ser el que quisiéramos, pero que en EE UU el número verdadero es el que coincide con el troquelado. Aquel día atravesé sin problemas el control de inmigración para no entrar en EE UU y, desde entonces, ustedes habrán observado que el número del nuevo pasaporte español es el troquelado de su cartilla, mientras el número del DNI ha pasado a mejor vida.
Que todos los pasajeros en tránsito por EE UU cumplimenten al menos el control de pasaportes en sus aeropuertos, con todas las mediciones biométricas de rigor, no obedece a otro objeto que construir la base de datos mundial con datos de carácter personal más amplia e interrelacionada de la Historia de la Humanidad. Todo un monstruo tecnológico que se inscribe en una complejísima arquitectura de información y comunicaciones puesta al servicio, por lo que parece, de la guerra contra el terrorismo.
Al punto en el que estamos, a los españoles nos han cambiado la numeración del pasaporte pero no podemos afirmar, más bien lo contrario, que en cuanto a terrorismo internacional estemos mejor que cuando unos asesinos estrellaron aviones contra las torres gemelas hace seis años. Hasta 1998, el número de incidentes terroristas en el mundo describía una línea más o menos plana, según los cálculos de la prestigiosa cronología conjunta del instituto estadounidense Rand y de la universidad escocesa de Saint Andrews. En diciembre de ese año 1998, George Tenet, director de la CIA a la sazón, firmó un memorándum en donde, literalmente, proclamaba ‘estamos en guerra’, refiriéndose a Osama Bin Laden y Al-Qaida, y ordenando que la comunidad de inteligencia no reparase en medios para sofocar la amenaza. La cronología de incidentes terroristas refleja que es justamente a partir de 1999 cuando el número mundial de atentados no hace más que dispararse, que subir desaforadamente desde menos del centenar hasta alrededor de los 4.600 en 2006, buena parte en Irak. Es alarmante, en cuanto a las hipótesis sobre causas y efectos, que la guerra al terrorismo se declarase antes de que los incidentes se incrementasen, y no viceversa.
Como saben, mi tesis es que la guerra contra el terrorismo no ha hecho más que facilitar el terrorismo internacional. Esto es cierto y objetivable, al menos, a corto y medio plazo. Ignoramos si, tal vez en unas cuantas décadas, el terrorismo será ‘derrotado’ en la guerra que se le ha declarado, pero contando con que las autoridades griegas estaban dudando este verano sobre si calificar como actos de terrorismo los incendios forestales que han sufrido, confirmo la desagradable sensación de que el terrorismo está sirviendo para crear ese enemigo global que nuestra manera de entender el universo siempre ha necesitado.
Recientemente, nuestro presidente favorito George Bush ha manifestado que puede que decrete el secreto de Estado sobre las investigaciones judiciales en torno a la cesión, por parte de la empresa belga Swift, de millones y millones de datos personales sobre transferencias interbancarias en Europa. El asunto es grave, porque contraviene, de entrada, uno de los paradigmas de los derechos civiles en la Unión Europea, la legislación sobre protección de datos de carácter personal. Si el presidente estadounidense ejerce su derecho de veto por motivos de seguridad nacional sobre la investigación judicial, que lo hará, los datos sobre transferencias electrónicas de dinero se sumarán a los exigidos a las compañías aéreas europeas sobre viajeros y a cada uno de nuestros pasaportes, huellas y fotografía que quedan registrados cada vez que rozamos territorio estadounidense.
El objetivo de tanto acopio de información por parte de la seguridad estadounidense es la prevención, sin lugar a dudas. Cuanta más información personal sean capaces de recoger sobre los ciudadanos del mundo, más posible será tecnológicamente que un dato que aparece en una escucha telefónica pueda ser relacionado con un individuo, con un domicilio, aunque sea con un país. Escuchas telefónicas, por cierto, que EE UU está ampliando a escala global, para que sean captadas a través de la red Echelon y analizadas por su Agencia de Seguridad Nacional (NSA). De manera que millones y millones de palabras se archivan en bases de datos, que pueden cruzarse con millones y millones de nombres, huellas, rostros. Lo que tecnológicamente pueda hacerse es sólo cuestión de tiempo que se haga. Les anticipo que, en un futuro no muy lejano, a nuestro perfil biométrico en las bases de datos estadounidenses se le añadirá una muestra de voz. De momento no se hace porque el nivel de la implantación tecnológica no hace (totalmente) fiable su procesamiento y comparación con una muestra de voz conseguida a través de Echelon, pero no pongan en tela de juicio que se conseguirá. Si, por ejemplo, dentro de diez años usted habla por teléfono con un amigo en París y menciona las palabras Bin Laden contando un chiste, en el próximo viaje a EE UU le van a tener un día encerrado en un cuarto oscuro.
No me entiendan mal, a mí el terrorismo no me gusta más que a George Bush. Lo que provoca mi reflexión son los métodos antiterroristas. Digamos que no me fío demasiado de los intereses que pudieran ocultarse tras la guerra contra el terrorismo. Y no lo hago porque la guerra contra el terrorismo ha construido, en parte, a Al-Qaida tal como es en la actualidad. No es necesario recordar que a Bin Laden le financió en sus orígenes la CIA para combatir a los rusos en Afganistán, porque eso ya es una anécdota en un mar de despropósitos. Sin embargo, es de sentido común pensar que si declaramos una guerra a un número creciente de fanáticos que a su vez han proclamado la guerra santa contra el infiel a escala internacional, es muy probable que tengamos guerra indefinida. Y será indefinida porque los yihadistas no tienen ningún límite y los Estados de Derecho tienen muchos. George Bush y sus asesores han estimado que, declarando la guerra, los límites del Estado de Derecho son menores, puesto que se amplían hasta llegar a los propios de un escenario de confrontación bélica, donde las personas importan menos que la victoria final. Ese retroceso de los derechos civiles en la guerra es una obviedad, pero también lo es que se debilita la libertad. La pregunta es, una vez asimilada la metodología, hasta dónde estamos dispuestos a llegar en la guerra contra el terrorismo.
Hace seis años, unos dos meses después de los atentados del 11-S, tuve que viajar a Guatemala. El vuelo de Iberia que me trasladaba hacía, como de costumbre, escala en Miami. Hasta entonces, lo normal era que Iberia colocara a sus viajeros hacia Centroamérica en una sala de tránsito en Miami, a la espera de embarcar en los nuevos aviones que les llevarían a sus destinos. De este modo, como en cualquier otra escala aérea internacional, los pasajeros no atravesaban controles de inmigración ni de equipajes, pues técnicamente, a efectos aeroportuarios, no ingresaban en territorio del país transitado. Esa práctica del tránsito aéreo en Miami, también en Puerto Rico, cambió radicalmente en 2001.
Hace seis años, varios terroristas en EE UU provocaron que la manera de numerar el pasaporte de todos los españoles fuera modificada. Un par de meses después del 11-S, los viajeros que hacían escala en Miami para volar hacia Guatemala fueron obligados a recoger sus equipajes y cumplimentar todos los trámites de inmigración como si fueran a ingresar en EE UU, para ser después devueltos a la sala de tránsito a la espera de sus aviones. Desde entonces, las escalas en Miami se han suavizado y ya no te compelen a pasar la aduana con el equipaje, aunque todavía es obligatorio atravesar el control de pasaportes. El objetivo es dejar la información biométrica del viajero en las bases de datos del Homeland Security, el ministerio del Interior de EE UU, en virtud del programa ‘US-Visit’.
En aquel viaje a Guatemala de hace seis años, el oficial de inmigración norteamericano despachó a varios españoles al final de la fila en el aeropuerto de Miami porque, bajo su criterio, habían rellenado mal el espacio consignado a reflejar el número de su pasaporte en el formulario verde de inmigración. Observando aquel incidente con los compatriotas, yo había rellenado dos formularios de inmigración, uno con el número de pasaporte español (el DNI) y otro con el número de pasaporte que los oficiales de inmigración decían que era el correcto, aquél que se correspondía con el troquelado físico de la cartilla del pasaporte. Al llegar mi turno en la ventanilla, el oficial de inmigración descendiente de cubanos emigrados al sueño americano me explicó que en España el número de pasaporte podría ser el que quisiéramos, pero que en EE UU el número verdadero es el que coincide con el troquelado. Aquel día atravesé sin problemas el control de inmigración para no entrar en EE UU y, desde entonces, ustedes habrán observado que el número del nuevo pasaporte español es el troquelado de su cartilla, mientras el número del DNI ha pasado a mejor vida.
Que todos los pasajeros en tránsito por EE UU cumplimenten al menos el control de pasaportes en sus aeropuertos, con todas las mediciones biométricas de rigor, no obedece a otro objeto que construir la base de datos mundial con datos de carácter personal más amplia e interrelacionada de la Historia de la Humanidad. Todo un monstruo tecnológico que se inscribe en una complejísima arquitectura de información y comunicaciones puesta al servicio, por lo que parece, de la guerra contra el terrorismo.
Al punto en el que estamos, a los españoles nos han cambiado la numeración del pasaporte pero no podemos afirmar, más bien lo contrario, que en cuanto a terrorismo internacional estemos mejor que cuando unos asesinos estrellaron aviones contra las torres gemelas hace seis años. Hasta 1998, el número de incidentes terroristas en el mundo describía una línea más o menos plana, según los cálculos de la prestigiosa cronología conjunta del instituto estadounidense Rand y de la universidad escocesa de Saint Andrews. En diciembre de ese año 1998, George Tenet, director de la CIA a la sazón, firmó un memorándum en donde, literalmente, proclamaba ‘estamos en guerra’, refiriéndose a Osama Bin Laden y Al-Qaida, y ordenando que la comunidad de inteligencia no reparase en medios para sofocar la amenaza. La cronología de incidentes terroristas refleja que es justamente a partir de 1999 cuando el número mundial de atentados no hace más que dispararse, que subir desaforadamente desde menos del centenar hasta alrededor de los 4.600 en 2006, buena parte en Irak. Es alarmante, en cuanto a las hipótesis sobre causas y efectos, que la guerra al terrorismo se declarase antes de que los incidentes se incrementasen, y no viceversa.
Como saben, mi tesis es que la guerra contra el terrorismo no ha hecho más que facilitar el terrorismo internacional. Esto es cierto y objetivable, al menos, a corto y medio plazo. Ignoramos si, tal vez en unas cuantas décadas, el terrorismo será ‘derrotado’ en la guerra que se le ha declarado, pero contando con que las autoridades griegas estaban dudando este verano sobre si calificar como actos de terrorismo los incendios forestales que han sufrido, confirmo la desagradable sensación de que el terrorismo está sirviendo para crear ese enemigo global que nuestra manera de entender el universo siempre ha necesitado.
Recientemente, nuestro presidente favorito George Bush ha manifestado que puede que decrete el secreto de Estado sobre las investigaciones judiciales en torno a la cesión, por parte de la empresa belga Swift, de millones y millones de datos personales sobre transferencias interbancarias en Europa. El asunto es grave, porque contraviene, de entrada, uno de los paradigmas de los derechos civiles en la Unión Europea, la legislación sobre protección de datos de carácter personal. Si el presidente estadounidense ejerce su derecho de veto por motivos de seguridad nacional sobre la investigación judicial, que lo hará, los datos sobre transferencias electrónicas de dinero se sumarán a los exigidos a las compañías aéreas europeas sobre viajeros y a cada uno de nuestros pasaportes, huellas y fotografía que quedan registrados cada vez que rozamos territorio estadounidense.
El objetivo de tanto acopio de información por parte de la seguridad estadounidense es la prevención, sin lugar a dudas. Cuanta más información personal sean capaces de recoger sobre los ciudadanos del mundo, más posible será tecnológicamente que un dato que aparece en una escucha telefónica pueda ser relacionado con un individuo, con un domicilio, aunque sea con un país. Escuchas telefónicas, por cierto, que EE UU está ampliando a escala global, para que sean captadas a través de la red Echelon y analizadas por su Agencia de Seguridad Nacional (NSA). De manera que millones y millones de palabras se archivan en bases de datos, que pueden cruzarse con millones y millones de nombres, huellas, rostros. Lo que tecnológicamente pueda hacerse es sólo cuestión de tiempo que se haga. Les anticipo que, en un futuro no muy lejano, a nuestro perfil biométrico en las bases de datos estadounidenses se le añadirá una muestra de voz. De momento no se hace porque el nivel de la implantación tecnológica no hace (totalmente) fiable su procesamiento y comparación con una muestra de voz conseguida a través de Echelon, pero no pongan en tela de juicio que se conseguirá. Si, por ejemplo, dentro de diez años usted habla por teléfono con un amigo en París y menciona las palabras Bin Laden contando un chiste, en el próximo viaje a EE UU le van a tener un día encerrado en un cuarto oscuro.
No me entiendan mal, a mí el terrorismo no me gusta más que a George Bush. Lo que provoca mi reflexión son los métodos antiterroristas. Digamos que no me fío demasiado de los intereses que pudieran ocultarse tras la guerra contra el terrorismo. Y no lo hago porque la guerra contra el terrorismo ha construido, en parte, a Al-Qaida tal como es en la actualidad. No es necesario recordar que a Bin Laden le financió en sus orígenes la CIA para combatir a los rusos en Afganistán, porque eso ya es una anécdota en un mar de despropósitos. Sin embargo, es de sentido común pensar que si declaramos una guerra a un número creciente de fanáticos que a su vez han proclamado la guerra santa contra el infiel a escala internacional, es muy probable que tengamos guerra indefinida. Y será indefinida porque los yihadistas no tienen ningún límite y los Estados de Derecho tienen muchos. George Bush y sus asesores han estimado que, declarando la guerra, los límites del Estado de Derecho son menores, puesto que se amplían hasta llegar a los propios de un escenario de confrontación bélica, donde las personas importan menos que la victoria final. Ese retroceso de los derechos civiles en la guerra es una obviedad, pero también lo es que se debilita la libertad. La pregunta es, una vez asimilada la metodología, hasta dónde estamos dispuestos a llegar en la guerra contra el terrorismo.
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