Por LLUÍS BASSETS 06/09/2007
Quien va bien es Alemania, pero la moda sigue jugando a favor de Francia. Superados sus primeros cien días, la popularidad de Sarkozy es enorme y no deja de proporcionar, día sí y otro también, las mejores fotos y las novedades más asombrosas. Pero de momento todo forma parte del efecto anuncio, sin correspondencia con mejora alguna en el comportamiento de la economía francesa ni en la acometida de reformas de auténtica envergadura. Alemania, en cambio, acaba de salir de los números rojos por primera vez desde la caída del muro: ha registrado un superávit del 0,1%, vuelve a cumplir con las exigencias de Maastricht después de cuatro años seguidos en falta, y su gran coalición de Gobierno puede exhibir como un éxito su programa de reformas suaves y el incremento del IVA en un 3%. La absorción de la antigua Alemania comunista habrá durado nada menos que 18 años, en los que el lastre frenaba a la clásica locomotora económica europea. Su economía está creciendo a un ritmo del 2,5%, bastante por encima del escaso 1,75% francés. El paro está en sus cifras más bajas de los tres últimos lustros y las exportaciones en todo lo alto. El Gobierno alemán, en cambio, no se dedica a bajadas de impuestos espectaculares ni a pregonar reformas imposibles (tampoco podría, porque lo impide la gran coalición). Y la locomotora funciona también en lo político, como demuestra el semestre de doble presidencia alemana de la UE y del G-8: Angela Merkel desanudó la madeja de la Constitución europea y forzó a EE UU a moverse de su encastillamiento respecto al cambio climático.
Todo lo que hace Merkel contrasta con Sarkozy. Donde una es liberal, el otro es intervencionista; donde una flexible y negociadora, el otro dogmático e intratable; donde una escucha, el otro da lecciones. La colegiación y la concertación frente a la personalización y las OPA hostiles. El Gobierno alemán quiere controlar las inversiones extranjeras, sobre todo en sectores estratégicos y por parte de capitales dudosos, originarios de países como China, Rusia o las monarquías árabes. El francés en cambio observa el problema en términos de patriotismo industrial y de campeones nacionales. Merkel sigue la tradición alemana de no interferir en las decisiones del banco central, mientras Sarkozy no puede resistir sus impulsos de hacer gravitar su poder sobre quienes deciden sobre la política monetaria. El francés reivindica la anulación de las diferencias entre izquierda y derecha: la alemana la practica, trabajando y renovando los acuerdos de coalición y evitando la gestualidad provocadora y la frivolidad de la incorrección política. Merkel es la mujer más poderosa del planeta, por segundo año consecutivo, según la revista norteamericana Forbes. Pero quien ocupa las páginas de la prensa del corazón y las portadas de la prensa de referencia es Nicolas Sarkozy.
El nuevo presidente francés saca meritorio partido del marasmo en el que estaba hundida Francia y del vacío político e ideológico que tiene a su izquierda, donde el Partido Socialista se ha convertido en un supermercado donde escoger y comprar. Su popularidad no se explica sólo porque él es el único que ocupa la escena, sino porque los franceses querían que pasara algo, que alguien dijera cosas distintas, y todo esto tienen la sensación de que está sucediendo. Si Francia estaba ausente de la escena internacional, si tenía un presidente anciano y afónico, ahora hay un joven hiperactivo que habla por los codos, está en todas partes y se cree protagonista de todo cuanto se ve bendecido por su luminosa presencia. Francia existe.
La presidencia francesa vuelve a lucir. Él ha sido quien ha recuperado la Constitución europea. Quien ha reconstruido la relación con Washington. Quien ha puesto firmes al Banco Central Europeo. Quien ha cantado las verdades del barquero sobre los temas más escabrosos: los pedófilos, por ejemplo. Quien ha autorizado con sus correspondientes condiciones la fusión entre EDF y GDF o ha dirigido una carta diciéndoles a los maestros cómo deben hacer las cosas.
Sólo le faltaba a Sarkozy que una escritora de talento y calidad literaria como Yasmina Reza se ocupara de él durante un año entero con el propósito de escribir luego una semblanza en la que no hay ni ideas ni programas, sino únicamente la ambición personal en toda su crudeza. El diario Le Monde, al que no cabe calificar de antisarkozista, ha tirado de la señal de alarma y ha señalado que "nadie, por grande que sea su talento, puede servir para todo". El editorial, titulado Demasiado solo, habla de "un ejercicio peligrosamente solitario del poder", que afecta a la propia democracia, y presenta al joven presidente como un auténtico y voraz acaparador, que como un torero figura exige y se crece en su soledad ante el peligro.
O se emborracha a capotazos.
Quien va bien es Alemania, pero la moda sigue jugando a favor de Francia. Superados sus primeros cien días, la popularidad de Sarkozy es enorme y no deja de proporcionar, día sí y otro también, las mejores fotos y las novedades más asombrosas. Pero de momento todo forma parte del efecto anuncio, sin correspondencia con mejora alguna en el comportamiento de la economía francesa ni en la acometida de reformas de auténtica envergadura. Alemania, en cambio, acaba de salir de los números rojos por primera vez desde la caída del muro: ha registrado un superávit del 0,1%, vuelve a cumplir con las exigencias de Maastricht después de cuatro años seguidos en falta, y su gran coalición de Gobierno puede exhibir como un éxito su programa de reformas suaves y el incremento del IVA en un 3%. La absorción de la antigua Alemania comunista habrá durado nada menos que 18 años, en los que el lastre frenaba a la clásica locomotora económica europea. Su economía está creciendo a un ritmo del 2,5%, bastante por encima del escaso 1,75% francés. El paro está en sus cifras más bajas de los tres últimos lustros y las exportaciones en todo lo alto. El Gobierno alemán, en cambio, no se dedica a bajadas de impuestos espectaculares ni a pregonar reformas imposibles (tampoco podría, porque lo impide la gran coalición). Y la locomotora funciona también en lo político, como demuestra el semestre de doble presidencia alemana de la UE y del G-8: Angela Merkel desanudó la madeja de la Constitución europea y forzó a EE UU a moverse de su encastillamiento respecto al cambio climático.
Todo lo que hace Merkel contrasta con Sarkozy. Donde una es liberal, el otro es intervencionista; donde una flexible y negociadora, el otro dogmático e intratable; donde una escucha, el otro da lecciones. La colegiación y la concertación frente a la personalización y las OPA hostiles. El Gobierno alemán quiere controlar las inversiones extranjeras, sobre todo en sectores estratégicos y por parte de capitales dudosos, originarios de países como China, Rusia o las monarquías árabes. El francés en cambio observa el problema en términos de patriotismo industrial y de campeones nacionales. Merkel sigue la tradición alemana de no interferir en las decisiones del banco central, mientras Sarkozy no puede resistir sus impulsos de hacer gravitar su poder sobre quienes deciden sobre la política monetaria. El francés reivindica la anulación de las diferencias entre izquierda y derecha: la alemana la practica, trabajando y renovando los acuerdos de coalición y evitando la gestualidad provocadora y la frivolidad de la incorrección política. Merkel es la mujer más poderosa del planeta, por segundo año consecutivo, según la revista norteamericana Forbes. Pero quien ocupa las páginas de la prensa del corazón y las portadas de la prensa de referencia es Nicolas Sarkozy.
El nuevo presidente francés saca meritorio partido del marasmo en el que estaba hundida Francia y del vacío político e ideológico que tiene a su izquierda, donde el Partido Socialista se ha convertido en un supermercado donde escoger y comprar. Su popularidad no se explica sólo porque él es el único que ocupa la escena, sino porque los franceses querían que pasara algo, que alguien dijera cosas distintas, y todo esto tienen la sensación de que está sucediendo. Si Francia estaba ausente de la escena internacional, si tenía un presidente anciano y afónico, ahora hay un joven hiperactivo que habla por los codos, está en todas partes y se cree protagonista de todo cuanto se ve bendecido por su luminosa presencia. Francia existe.
La presidencia francesa vuelve a lucir. Él ha sido quien ha recuperado la Constitución europea. Quien ha reconstruido la relación con Washington. Quien ha puesto firmes al Banco Central Europeo. Quien ha cantado las verdades del barquero sobre los temas más escabrosos: los pedófilos, por ejemplo. Quien ha autorizado con sus correspondientes condiciones la fusión entre EDF y GDF o ha dirigido una carta diciéndoles a los maestros cómo deben hacer las cosas.
Sólo le faltaba a Sarkozy que una escritora de talento y calidad literaria como Yasmina Reza se ocupara de él durante un año entero con el propósito de escribir luego una semblanza en la que no hay ni ideas ni programas, sino únicamente la ambición personal en toda su crudeza. El diario Le Monde, al que no cabe calificar de antisarkozista, ha tirado de la señal de alarma y ha señalado que "nadie, por grande que sea su talento, puede servir para todo". El editorial, titulado Demasiado solo, habla de "un ejercicio peligrosamente solitario del poder", que afecta a la propia democracia, y presenta al joven presidente como un auténtico y voraz acaparador, que como un torero figura exige y se crece en su soledad ante el peligro.
O se emborracha a capotazos.
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