Por Mario Vargas Llosa (EL PAÍS, 09/09/07):
La Corte Suprema de Israel, por unanimidad, ha dado la razón a los pobladores de la aldea palestina de Bilin, en Cisjordania, y decretado que el muro que la estrangulaba debe ser modificado en 1 kilómetro 700 metros de su recorrido a fin de que los campesinos del lugar puedan tener acceso a las 200 hectáreas de cultivos de los que el “muro de Sharon” los separó. El Gobierno de Ehud Olmert ha hecho saber, a través de un portavoz, que “acatará puntualmente la sentencia”.
Al mismo tiempo que yo leía esta noticia en la prensa, recibía, por una coincidencia feliz, el documental que Claudia Levin y Shai Carmeli-Pollak -ella productora y él director- han dedicado a esta pequeña aldea de unos 1.600 habitantes -Bilin, My Love- que, desde el viernes 20 de febrero de 2005, se había convertido en un símbolo de la lucha de los pacifistas israelíes contra la famosa “valla de seguridad” de 650 kilómetros de largo que el Gobierno de Ariel Sharon mandó construir con el pretexto de impedir a los terroristas suicidas procedentes de los territorios ocupados acceder a las ciudades de Israel. En verdad, esta espesa muralla de cemento armado y alambradas electrificadas, penetra profundamente en los territorios ocupados, parte en dos y a veces en tres las localidades que atraviesa, separa a los vecinos de sus chacras y rebaños, a los escolares de sus escuelas, a los enfermos de los hospitales, incomunica a las poblaciones palestinas entre sí, y convierte los desplazamientos a través de sus muy espaciadas puertas, en indescriptibles pesadillas. (Yo las he vivido).
Los estragos del muro, en Bilin, han sido más brutales que en otras partes. Para construirlo, el Tsahal o ejército israelí, arrancó millares de olivos que tenían cientos de años de antigüedad, y cortó la comunicación de los pobrísimos vecinos con sus pequeños sembríos y campos donde pastaban sus cabras, condenándolos a una muerte lenta. Al mismo tiempo, se construía en los alrededores el complejo de Modiin Illit, de seis asentamientos de colonos, financiado por capitales canadienses que apoyan los proyectos de los fanáticos religiosos empeñados en construir el Gran Israel bíblico. Después se descubriría que aquellas construcciones se iniciaron de manera ilegal, pues las empresas adquirieron esos terrenos de manera fraudulenta. El viernes 20 de febrero de hace dos años, grupos de israelíes comenzaron a manifestar en las afueras de Bilin, solidarizándose con las protestas que llevaban a cabo los palestinos del lugar. Desde entonces, todos los viernes han tenido lugar estos mítines, a los que, poco a poco, se han ido sumando voluntarios internacionales, organismos de derechos humanos, periodistas, instituciones religiosas, y muchos jóvenes conocidos en Israel bajo la engañosa definición de “anarquistas”, pues entre ellos se mezclan hippies y punks, con ecologistas, seminaristas, rabinos y viejos comunistas.
El 9 de septiembre de 2005, mi hija Morgana y yo acompañamos a algunos centenares de estos manifestantes israelíes que intentaban ingresar a Bilin para unirse a los palestinos que celebraban allí otro mitin de protesta, pero sólo algunos puñados de jóvenes consiguieron escurrirse entre la barrera que los soldados del Tsahal habían montado cerrando todos los accesos a la aldea. Entre el humo de las granadas lacrimógenas, una joven se nos acercó a Morgana y a mí y nos pidió que la sacáramos de allí, para evitar ser detenida. Lo hicimos, haciendo valer nuestras credenciales de periodistas, que los soldados respetaban. Se trataba de Claudia Levin, una cineasta israelí de origen argentino que, nos dijo, mientras la acercábamos a Tel Aviv, llevaba tiempo haciendo un documental sobre el drama de esta aldea palestina y el movimiento de solidaridad que había despertado, en el que ella misma militaba. La habían detenido ya varias veces y multado, pero no procesado.
Su documental dura un poco más de una hora y está realizado en condiciones muy precarias, con cámaras portátiles que, en razón de las trifulcas en las que andan casi siempre metidas -pedreas, tiroteos, gaseamientos, violentas confrontaciones- a veces parecen volar en pedazos, pero es profundamente conmovedor y deja en la memoria unas imágenes que ilustran, de la manera más vívida y persuasiva, latragedia cotidiana de esas pobres familias palestinas despojadas de sus miserables pertenencias y cercadas y condenadas poco menos que a la extinción por una política inhumana que condena a todos los palestinos de los territorios ocupados a pagar por los crímenes de los puñados de fanáticos de Hamás y la Yihad Islámica que, al igual que los propulsores del Gran Israel, están convencidos de que el fin justifica siempre los medios.
Pero el documental de Claudia Levin y Shai Carmeli-Pollak muestra que hay también, a pesar de la terrible radicalización extremista que ha experimentado su país desde el fracaso de las negociaciones de Camp David y de Taba (2000 y 2001), otro Israel, de gentes dignas e idealistas, a las que la violencia circundante no les ha hecho perder la cabeza ni la decencia, ni ha vuelto racistas, y que, como ellos mismos, o mi amigo Meir Margalit y tantos otros, han sido capaces, a lo largo de dos años y medio, de dedicar todos los viernes de sus vidas a ir a enfrentarse con sus banderas y sus pancartas a las patrullas armadas hasta los dientes del Tsahal y a ser pateados, molidos a palos, gaseados, encarcelados y multados.
No hay demagogia alguna en las estremecedoras imágenes del documental. Lo narran dos hermanos, jóvenes israelíes carentes de ideología, que actúan movidos más que por principios políticos por mera decencia, porque sienten que lo que en Bilin está ocurriendo es algo sucio e innoble, un despojo amparado en el puro derecho de la fuerza, y que privar de sus miserables lotes de tierras y sus olivos y sus cabras a esas pobres gentes en el nombre sacrosanto de la seguridad, al mismo tiempo que, allí mismo, se construyen las poderosas instalaciones donde vendrán muy pronto a instalarse los colonos, es, además de cínico, un acto de colonialismo y conquista que está en contradicción radical con todo aquello que hizo posible el nacimiento de Israel.
La práctica del colonialismo es perversa pues contamina de odio, violencia, racismo y prejuicios tanto a colonizadores como a colonizados. La secuencia más desgarradora del documental es una función escolar, en las calles de Bilin, en la que los niños de la aldea miman escenas que han visto o vivido en carne propia, en sus hogares, en las noches, cuando caen las patrullas de soldados a llevarse a los jóvenes, o a hacer registros y golpean sin misericordia a todo lo que se mueve porque ellos, los soldados, están también muertos de miedo e impregnados de ese odio contagioso que es el que les permite hacer el innoble quehacer que hacen sin que se les caiga la cabeza de vergüenza. Esos niños ya están ellos también impregnados de odio, no hace falta decirlo. Y por eso juegan a morir y a matar, a disparar y a poner bombas, igual que hacen esas personas grandes que los rodean. Otra escena inolvidable en el documental es la de aquel soldado que, en un ataque de desesperación, grita a los fotógrafos que lo rodean: “Dentro de una semana salgo de filas, así que no me importa ya nada. ¡Tómenme las fotos que quieran!”. Y dispara a quemarropa a la multitud.
¿Se cumplirá el fallo de la Corte Suprema de Israel que -ése es su sentido profundo- reconoce el derecho a la supervivencia de los 1.600 habitantes de Bilin? Cabe preguntárselo pues la Corte Suprema israelí -una institución que goza de gran prestigio y que ha dado muchas veces muestra de su independencia frente al poder político- decretó ya hace un par de años que el muro se rectificara en más de 13 kilómetros pues asfixiaba innecesariamente a la ciudad de Kalkilia, seccionándola en tres partes, y hasta ahora esa sentencia no se ha ejecutado. Por otra parte, la sentencia, el 9 de julio de 2004, del Tribunal Internacional de La Haya, declarando ilegal la construcción del muro no ha sido tomada en cuenta por los Gobiernos israelíes. De modo que no es imposible que la agonía de Bilin se prolongue indefinidamente.
En verdad, ese problema sólo encontrará una vía de salida si Israel y Palestina firman un tratado de paz que, a la vez que reconozca el derecho de Israel a existir dentro de fronteras seguras, establezca un Estado Palestino real y viable, que no sea ese queso gruyère lleno de huecos que concibió Sharon. Para muchos comentaristas, la guerra abierta entre Hamás y Al Fatah, que ha culminado con la toma de Gaza por aquel movimiento extremista, aleja todavía más en el tiempo la posibilidad de aquel acuerdo. Pero alguien tan sensato como Amos Oz, por ejemplo, cree lo contrario: que la ruptura abierta entre los moderados y los islamistas palestinos facilita una negociación entre Israel y la Autoridad Palestina. Tal vez y ojalá que sea así. El problema es la impopularidad de Al Fatah por la ineficiencia y corrupción que ha demostrado, lo que explica la popularidad de Hamás, más que simpatía de las masas palestinas por las tesis fanáticas y terroristas de sus dirigentes.
¿Es imposible que alguna vez israelíes y palestinos vivan como buenos vecinos, y se entiendan y cooperen? Vean el documental Bilin, My Love y se convencerán de que es posible. Vale la pena añadir una nota al pie: ese documental, aunque usted no lo crea, fue integralmente financiado por instituciones israelíes y, entre ellas, ¡el Ministerio de Cultura de Israel! No hay que perder las esperanzas, pues.
La Corte Suprema de Israel, por unanimidad, ha dado la razón a los pobladores de la aldea palestina de Bilin, en Cisjordania, y decretado que el muro que la estrangulaba debe ser modificado en 1 kilómetro 700 metros de su recorrido a fin de que los campesinos del lugar puedan tener acceso a las 200 hectáreas de cultivos de los que el “muro de Sharon” los separó. El Gobierno de Ehud Olmert ha hecho saber, a través de un portavoz, que “acatará puntualmente la sentencia”.
Al mismo tiempo que yo leía esta noticia en la prensa, recibía, por una coincidencia feliz, el documental que Claudia Levin y Shai Carmeli-Pollak -ella productora y él director- han dedicado a esta pequeña aldea de unos 1.600 habitantes -Bilin, My Love- que, desde el viernes 20 de febrero de 2005, se había convertido en un símbolo de la lucha de los pacifistas israelíes contra la famosa “valla de seguridad” de 650 kilómetros de largo que el Gobierno de Ariel Sharon mandó construir con el pretexto de impedir a los terroristas suicidas procedentes de los territorios ocupados acceder a las ciudades de Israel. En verdad, esta espesa muralla de cemento armado y alambradas electrificadas, penetra profundamente en los territorios ocupados, parte en dos y a veces en tres las localidades que atraviesa, separa a los vecinos de sus chacras y rebaños, a los escolares de sus escuelas, a los enfermos de los hospitales, incomunica a las poblaciones palestinas entre sí, y convierte los desplazamientos a través de sus muy espaciadas puertas, en indescriptibles pesadillas. (Yo las he vivido).
Los estragos del muro, en Bilin, han sido más brutales que en otras partes. Para construirlo, el Tsahal o ejército israelí, arrancó millares de olivos que tenían cientos de años de antigüedad, y cortó la comunicación de los pobrísimos vecinos con sus pequeños sembríos y campos donde pastaban sus cabras, condenándolos a una muerte lenta. Al mismo tiempo, se construía en los alrededores el complejo de Modiin Illit, de seis asentamientos de colonos, financiado por capitales canadienses que apoyan los proyectos de los fanáticos religiosos empeñados en construir el Gran Israel bíblico. Después se descubriría que aquellas construcciones se iniciaron de manera ilegal, pues las empresas adquirieron esos terrenos de manera fraudulenta. El viernes 20 de febrero de hace dos años, grupos de israelíes comenzaron a manifestar en las afueras de Bilin, solidarizándose con las protestas que llevaban a cabo los palestinos del lugar. Desde entonces, todos los viernes han tenido lugar estos mítines, a los que, poco a poco, se han ido sumando voluntarios internacionales, organismos de derechos humanos, periodistas, instituciones religiosas, y muchos jóvenes conocidos en Israel bajo la engañosa definición de “anarquistas”, pues entre ellos se mezclan hippies y punks, con ecologistas, seminaristas, rabinos y viejos comunistas.
El 9 de septiembre de 2005, mi hija Morgana y yo acompañamos a algunos centenares de estos manifestantes israelíes que intentaban ingresar a Bilin para unirse a los palestinos que celebraban allí otro mitin de protesta, pero sólo algunos puñados de jóvenes consiguieron escurrirse entre la barrera que los soldados del Tsahal habían montado cerrando todos los accesos a la aldea. Entre el humo de las granadas lacrimógenas, una joven se nos acercó a Morgana y a mí y nos pidió que la sacáramos de allí, para evitar ser detenida. Lo hicimos, haciendo valer nuestras credenciales de periodistas, que los soldados respetaban. Se trataba de Claudia Levin, una cineasta israelí de origen argentino que, nos dijo, mientras la acercábamos a Tel Aviv, llevaba tiempo haciendo un documental sobre el drama de esta aldea palestina y el movimiento de solidaridad que había despertado, en el que ella misma militaba. La habían detenido ya varias veces y multado, pero no procesado.
Su documental dura un poco más de una hora y está realizado en condiciones muy precarias, con cámaras portátiles que, en razón de las trifulcas en las que andan casi siempre metidas -pedreas, tiroteos, gaseamientos, violentas confrontaciones- a veces parecen volar en pedazos, pero es profundamente conmovedor y deja en la memoria unas imágenes que ilustran, de la manera más vívida y persuasiva, latragedia cotidiana de esas pobres familias palestinas despojadas de sus miserables pertenencias y cercadas y condenadas poco menos que a la extinción por una política inhumana que condena a todos los palestinos de los territorios ocupados a pagar por los crímenes de los puñados de fanáticos de Hamás y la Yihad Islámica que, al igual que los propulsores del Gran Israel, están convencidos de que el fin justifica siempre los medios.
Pero el documental de Claudia Levin y Shai Carmeli-Pollak muestra que hay también, a pesar de la terrible radicalización extremista que ha experimentado su país desde el fracaso de las negociaciones de Camp David y de Taba (2000 y 2001), otro Israel, de gentes dignas e idealistas, a las que la violencia circundante no les ha hecho perder la cabeza ni la decencia, ni ha vuelto racistas, y que, como ellos mismos, o mi amigo Meir Margalit y tantos otros, han sido capaces, a lo largo de dos años y medio, de dedicar todos los viernes de sus vidas a ir a enfrentarse con sus banderas y sus pancartas a las patrullas armadas hasta los dientes del Tsahal y a ser pateados, molidos a palos, gaseados, encarcelados y multados.
No hay demagogia alguna en las estremecedoras imágenes del documental. Lo narran dos hermanos, jóvenes israelíes carentes de ideología, que actúan movidos más que por principios políticos por mera decencia, porque sienten que lo que en Bilin está ocurriendo es algo sucio e innoble, un despojo amparado en el puro derecho de la fuerza, y que privar de sus miserables lotes de tierras y sus olivos y sus cabras a esas pobres gentes en el nombre sacrosanto de la seguridad, al mismo tiempo que, allí mismo, se construyen las poderosas instalaciones donde vendrán muy pronto a instalarse los colonos, es, además de cínico, un acto de colonialismo y conquista que está en contradicción radical con todo aquello que hizo posible el nacimiento de Israel.
La práctica del colonialismo es perversa pues contamina de odio, violencia, racismo y prejuicios tanto a colonizadores como a colonizados. La secuencia más desgarradora del documental es una función escolar, en las calles de Bilin, en la que los niños de la aldea miman escenas que han visto o vivido en carne propia, en sus hogares, en las noches, cuando caen las patrullas de soldados a llevarse a los jóvenes, o a hacer registros y golpean sin misericordia a todo lo que se mueve porque ellos, los soldados, están también muertos de miedo e impregnados de ese odio contagioso que es el que les permite hacer el innoble quehacer que hacen sin que se les caiga la cabeza de vergüenza. Esos niños ya están ellos también impregnados de odio, no hace falta decirlo. Y por eso juegan a morir y a matar, a disparar y a poner bombas, igual que hacen esas personas grandes que los rodean. Otra escena inolvidable en el documental es la de aquel soldado que, en un ataque de desesperación, grita a los fotógrafos que lo rodean: “Dentro de una semana salgo de filas, así que no me importa ya nada. ¡Tómenme las fotos que quieran!”. Y dispara a quemarropa a la multitud.
¿Se cumplirá el fallo de la Corte Suprema de Israel que -ése es su sentido profundo- reconoce el derecho a la supervivencia de los 1.600 habitantes de Bilin? Cabe preguntárselo pues la Corte Suprema israelí -una institución que goza de gran prestigio y que ha dado muchas veces muestra de su independencia frente al poder político- decretó ya hace un par de años que el muro se rectificara en más de 13 kilómetros pues asfixiaba innecesariamente a la ciudad de Kalkilia, seccionándola en tres partes, y hasta ahora esa sentencia no se ha ejecutado. Por otra parte, la sentencia, el 9 de julio de 2004, del Tribunal Internacional de La Haya, declarando ilegal la construcción del muro no ha sido tomada en cuenta por los Gobiernos israelíes. De modo que no es imposible que la agonía de Bilin se prolongue indefinidamente.
En verdad, ese problema sólo encontrará una vía de salida si Israel y Palestina firman un tratado de paz que, a la vez que reconozca el derecho de Israel a existir dentro de fronteras seguras, establezca un Estado Palestino real y viable, que no sea ese queso gruyère lleno de huecos que concibió Sharon. Para muchos comentaristas, la guerra abierta entre Hamás y Al Fatah, que ha culminado con la toma de Gaza por aquel movimiento extremista, aleja todavía más en el tiempo la posibilidad de aquel acuerdo. Pero alguien tan sensato como Amos Oz, por ejemplo, cree lo contrario: que la ruptura abierta entre los moderados y los islamistas palestinos facilita una negociación entre Israel y la Autoridad Palestina. Tal vez y ojalá que sea así. El problema es la impopularidad de Al Fatah por la ineficiencia y corrupción que ha demostrado, lo que explica la popularidad de Hamás, más que simpatía de las masas palestinas por las tesis fanáticas y terroristas de sus dirigentes.
¿Es imposible que alguna vez israelíes y palestinos vivan como buenos vecinos, y se entiendan y cooperen? Vean el documental Bilin, My Love y se convencerán de que es posible. Vale la pena añadir una nota al pie: ese documental, aunque usted no lo crea, fue integralmente financiado por instituciones israelíes y, entre ellas, ¡el Ministerio de Cultura de Israel! No hay que perder las esperanzas, pues.
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