Por Emilio Lamo de Espinosa, catedrático de Sociología de la UCM (ABC, 11/09/07):
Al igual que una piedra arrojada quiebra la placidez de un estanque de límpidas aguas, así cayeron las torres gemelas de Nueva York, hace hoy seis años, rompiendo la límpida seguridad de una brillantísima post-guerra fría. Pues, tras la caída de la Unión Soviética, los años 90 fueron la década del crecimiento económico ininterrumpido (del «fin del trabajo» anunciado por Jeremy Rifkin), de cancelación del peligro de holocausto nuclear, de fin de la amenaza soviética y de esperanzada democratización del mundo. Incluso el conflicto palestino-israelí parecía encontrar un camino. Era el sueño realizado de la Ilustración y el Progreso y, por ello, el fin de las luchas ideológicas y el fin de la historia, según leyó en Hegel un oscuro pensador ruso (Kojéve) actualizado en un brillante ensayo de Francis Fukuyama. Clinton pasará a la historia como uno de los mejores presidentes americanos por emblematizar aquella brillante década de los años noventa.
Pero no ya la historia, sino el mito, anidaba a la vuelta de la esquina. Pues la clara mañana del 11 de septiembre del 2001 en Nueva York iba a brindarnos uno de los más espectaculares escenarios jamás vistos, comparable en su impacto onírico a la caída de Troya o Alejandría, la conquista de Constantinopla, el saco de Roma o el recuerdo mítico de las hordas mongolas asediando Europa, un escenario que sólo la imaginación de Hollywood podía pergeñar. Puede que olvidemos el asesinato de Kennedy, la muerte de Franco o la caída del muro de Berlín, y ya estamos empezando a olvidar el 11M (carente de imágenes espectaculares), pero no será posible enviar a la memoria las escenas dramáticas y brutales, casi primordiales, y sin duda gigantescas, de aquellos dos colosos cayendo entre nubes de polvo. ¿Cómo no pensar en un elefante, dice Lakoff? ¿Cómo no recordar aquello, tan inefable e indecible que no tenemos palabras adecuadas para designarlo?
Quienes vimos en aquel evento el verdadero fin del siglo XX puede que tuviéramos razón. En todo caso el mundo de hoy nada tiene que ver con aquella década prodigiosa de los noventa. Del 11-S trae causa la ocupación de Afganistán primero y de Irak después, inevitable la primera y discutible la segunda, conflictos aún no resueltos que caminan por sendas de incertidumbre pero lejos de ser nuevos Vietnam o «batallas de Argel». Del 11-S y de esos dos conflictos trae causa el progresivo alejamiento del mundo árabe de Occidente (ojo, no del mundo islámico: pensemos en Turquía o Indonesia), cada vez más atrapado en una contra-reforma religiosa anti-modernizadora al tiempo que China, India, toda Asia, América Latina, e incluso buena parte de África, ven sus economías crecer con celeridad, sus democracias despuntar o afianzarse, y sus sociedades occidentalizarse y secularizarse a marchas forzadas. ¿Es casual que los países árabes sean hoy la única zona del planeta apenas tocada por la democracia, y al tiempo, una economía del petróleo que, en conjunto, tiene un PIB inferior al de España? Fracaso económico y político monumental que amenaza todo el flanco sur de Europa y nos devuelve a los españoles (sobre todo Al Andalus) a la frontera de Occidente.
Pero de aquel 11-S cuando «todos fuimos americanos» (recordemos: tal fue el titular de Le Monde el 12-S), pasamos a la invasión de Irak con la que «todos fuimos anti-americanos», en un movimiento que dividió a Europa, la OTAN, la ONU y, lo que es peor, a Occidente mismo, cancelando al único sujeto histórico capaz de introducir cierto orden en un mundo transnacional cargado con una agenda de problemas que no tienen sede donde abordarse. La historia no perdonará ni a Chirac (hoy en el punto de mira de los tribunales franceses) ni menos a Schröder (el peor canciller de la Alemania democrática y hoy en la nómina de Putin), la apuesta cortoplacista por una Europa fortaleza aliada de Rusia y China y contrapeso del Imperio americano, un Occidente dividido y débil justo cuando su presencia es más necesaria.
Pues si el 11-S alboreaba una nueva época, no era sólo la del yihadismo sino también la de la globalización, un mundo en el que, según el viejo Terencio, nihil humanum a me alienum puto, nada nos es ajeno. Unos terroristas sauditas, educados en Alemania, residentes en España, reciclados en Estados Unidos, y que, motivados por milenarismos medievales, derriban las Torres del Comercio Mundial asesinando a miles de trabajadores de cientos de nacionalidades. Y en ese gran mundo nuevo, la «nave tierra» que es ya el nuestro, el gran problema es quién y cómo resolver los problemas, el quién y el dónde de la autoridad y el gobierno globales. Cuestión que sólo tiene una respuesta: una sólida alianza de democracias fiables cuyo núcleo duro sólo puede ser la Alianza Atlántica.
La Yihad abrió las puertas de ese mundo nuevo, pero debemos evitar que nos fascine, que es justamente lo que pretenden todos los terrorismos. Mientras los terroristas no sean capaces de conseguir armas de destrución masiva su letalidad es limitada. Podemos criticar la política antiterrorista de Bush (y debemos hacerlo; Guantánamo no ha sido nunca defendible, como tampoco la figura del «combatiente enemigo» ni el turismo de presos de la CIA), pero ha evitado la repetición del atentado, cosa que los europeos no hemos conseguido. Si la amenaza yihadista es hoy superior a la existente en el 2001 es difícil de evaluar. Como organización está seriamente limitada por la ocupación de Afganistán; como ideología, por el contrario, ha florecido y atrae incluso a occidentales (lo acabamos de ver en Alemania). Pero con terrorismo de baja letalidad es posible vivir, como sabemos bien los españoles. Y quizás por eso Al Quaeda se orienta más y más a los países árabes mismos (desde Irak a Argel).
El fundamentalismo islámico es un serio problema político y de seguridad, pero no es una amenaza estratégica y no debe compararse con lo que fue la amenaza comunista. Por el contrario, Rusia regresa por fueros autocráticos, lo que siempre fue. Y China no acaba de abandonarlos (como nunca hizo) aunque pase de «totalitario» a «autoritario» (dice Eugenio Bregolat), al tiempo que actúa más y más como gran potencia. La amenaza principal del nuevo siglo no es tanto la del nuevo terrorismo, que sin duda continuará, sino la de un orden internacional en equilibrios inestables de grandes (y medianas) potencias nuclearizadas compitiendo por los recursos naturales. Es la Europa westphaliana de finales del XIX y la lucha por el lebensraum, por el «espacio vital», pero extendida al mundo entero.
Y en ese doble escenario (de yihadismo y nuevas potencias emergentes), la política exterior de Zapatero, incomprensiblemente asumida por un diplomático experimentado como parecía ser Moratinos, certifica su rotundo fracaso. Fracaso en su abrupta retirada de Irak que hundió la reputación de España como aliado y humilló a las fuerzas armadas (para luego enviarlas -de medio lado- a Afganistán y Líbano). Fracaso en su «regreso a la Europa» de Chirac-Schröder, anti-americana, pro-rusa, y articulada en una Constitución que nunca lo fue, hoy olvidada. Fracaso en su política con los Estados Unidos («creerme; ganará Kerry», aseguraba Zapatero a Blair), potencia hegemónica hoy y mañana, y en la que pueden volver a ganarlos republicanos. Fracaso en su política iberoamericana, ya sea en Cuba, Bolivia, Venezuela o Argentina. Fracaso incluso en lo único que estuvo bien diseñado, la resolución del problema del Sahara, tapón de la botella explosiva del Magreb, magistralmente mal gestionado (y que se lo pregunten a Repsol o Gas Natural), y por lo que no hemos obtenido siquiera garantías sobre Ceuta y Melilla. Esperemos que, al igual que Felipez González y Solana cayeron del caballo de la OTAN en el giro de 1986 que instituyó el consenso en política exterior, lo haga el tandem Zapatero / Moratinos si el destino les (y nos) depara la desgracia de una segunda legislatura zapaterista.
Al igual que una piedra arrojada quiebra la placidez de un estanque de límpidas aguas, así cayeron las torres gemelas de Nueva York, hace hoy seis años, rompiendo la límpida seguridad de una brillantísima post-guerra fría. Pues, tras la caída de la Unión Soviética, los años 90 fueron la década del crecimiento económico ininterrumpido (del «fin del trabajo» anunciado por Jeremy Rifkin), de cancelación del peligro de holocausto nuclear, de fin de la amenaza soviética y de esperanzada democratización del mundo. Incluso el conflicto palestino-israelí parecía encontrar un camino. Era el sueño realizado de la Ilustración y el Progreso y, por ello, el fin de las luchas ideológicas y el fin de la historia, según leyó en Hegel un oscuro pensador ruso (Kojéve) actualizado en un brillante ensayo de Francis Fukuyama. Clinton pasará a la historia como uno de los mejores presidentes americanos por emblematizar aquella brillante década de los años noventa.
Pero no ya la historia, sino el mito, anidaba a la vuelta de la esquina. Pues la clara mañana del 11 de septiembre del 2001 en Nueva York iba a brindarnos uno de los más espectaculares escenarios jamás vistos, comparable en su impacto onírico a la caída de Troya o Alejandría, la conquista de Constantinopla, el saco de Roma o el recuerdo mítico de las hordas mongolas asediando Europa, un escenario que sólo la imaginación de Hollywood podía pergeñar. Puede que olvidemos el asesinato de Kennedy, la muerte de Franco o la caída del muro de Berlín, y ya estamos empezando a olvidar el 11M (carente de imágenes espectaculares), pero no será posible enviar a la memoria las escenas dramáticas y brutales, casi primordiales, y sin duda gigantescas, de aquellos dos colosos cayendo entre nubes de polvo. ¿Cómo no pensar en un elefante, dice Lakoff? ¿Cómo no recordar aquello, tan inefable e indecible que no tenemos palabras adecuadas para designarlo?
Quienes vimos en aquel evento el verdadero fin del siglo XX puede que tuviéramos razón. En todo caso el mundo de hoy nada tiene que ver con aquella década prodigiosa de los noventa. Del 11-S trae causa la ocupación de Afganistán primero y de Irak después, inevitable la primera y discutible la segunda, conflictos aún no resueltos que caminan por sendas de incertidumbre pero lejos de ser nuevos Vietnam o «batallas de Argel». Del 11-S y de esos dos conflictos trae causa el progresivo alejamiento del mundo árabe de Occidente (ojo, no del mundo islámico: pensemos en Turquía o Indonesia), cada vez más atrapado en una contra-reforma religiosa anti-modernizadora al tiempo que China, India, toda Asia, América Latina, e incluso buena parte de África, ven sus economías crecer con celeridad, sus democracias despuntar o afianzarse, y sus sociedades occidentalizarse y secularizarse a marchas forzadas. ¿Es casual que los países árabes sean hoy la única zona del planeta apenas tocada por la democracia, y al tiempo, una economía del petróleo que, en conjunto, tiene un PIB inferior al de España? Fracaso económico y político monumental que amenaza todo el flanco sur de Europa y nos devuelve a los españoles (sobre todo Al Andalus) a la frontera de Occidente.
Pero de aquel 11-S cuando «todos fuimos americanos» (recordemos: tal fue el titular de Le Monde el 12-S), pasamos a la invasión de Irak con la que «todos fuimos anti-americanos», en un movimiento que dividió a Europa, la OTAN, la ONU y, lo que es peor, a Occidente mismo, cancelando al único sujeto histórico capaz de introducir cierto orden en un mundo transnacional cargado con una agenda de problemas que no tienen sede donde abordarse. La historia no perdonará ni a Chirac (hoy en el punto de mira de los tribunales franceses) ni menos a Schröder (el peor canciller de la Alemania democrática y hoy en la nómina de Putin), la apuesta cortoplacista por una Europa fortaleza aliada de Rusia y China y contrapeso del Imperio americano, un Occidente dividido y débil justo cuando su presencia es más necesaria.
Pues si el 11-S alboreaba una nueva época, no era sólo la del yihadismo sino también la de la globalización, un mundo en el que, según el viejo Terencio, nihil humanum a me alienum puto, nada nos es ajeno. Unos terroristas sauditas, educados en Alemania, residentes en España, reciclados en Estados Unidos, y que, motivados por milenarismos medievales, derriban las Torres del Comercio Mundial asesinando a miles de trabajadores de cientos de nacionalidades. Y en ese gran mundo nuevo, la «nave tierra» que es ya el nuestro, el gran problema es quién y cómo resolver los problemas, el quién y el dónde de la autoridad y el gobierno globales. Cuestión que sólo tiene una respuesta: una sólida alianza de democracias fiables cuyo núcleo duro sólo puede ser la Alianza Atlántica.
La Yihad abrió las puertas de ese mundo nuevo, pero debemos evitar que nos fascine, que es justamente lo que pretenden todos los terrorismos. Mientras los terroristas no sean capaces de conseguir armas de destrución masiva su letalidad es limitada. Podemos criticar la política antiterrorista de Bush (y debemos hacerlo; Guantánamo no ha sido nunca defendible, como tampoco la figura del «combatiente enemigo» ni el turismo de presos de la CIA), pero ha evitado la repetición del atentado, cosa que los europeos no hemos conseguido. Si la amenaza yihadista es hoy superior a la existente en el 2001 es difícil de evaluar. Como organización está seriamente limitada por la ocupación de Afganistán; como ideología, por el contrario, ha florecido y atrae incluso a occidentales (lo acabamos de ver en Alemania). Pero con terrorismo de baja letalidad es posible vivir, como sabemos bien los españoles. Y quizás por eso Al Quaeda se orienta más y más a los países árabes mismos (desde Irak a Argel).
El fundamentalismo islámico es un serio problema político y de seguridad, pero no es una amenaza estratégica y no debe compararse con lo que fue la amenaza comunista. Por el contrario, Rusia regresa por fueros autocráticos, lo que siempre fue. Y China no acaba de abandonarlos (como nunca hizo) aunque pase de «totalitario» a «autoritario» (dice Eugenio Bregolat), al tiempo que actúa más y más como gran potencia. La amenaza principal del nuevo siglo no es tanto la del nuevo terrorismo, que sin duda continuará, sino la de un orden internacional en equilibrios inestables de grandes (y medianas) potencias nuclearizadas compitiendo por los recursos naturales. Es la Europa westphaliana de finales del XIX y la lucha por el lebensraum, por el «espacio vital», pero extendida al mundo entero.
Y en ese doble escenario (de yihadismo y nuevas potencias emergentes), la política exterior de Zapatero, incomprensiblemente asumida por un diplomático experimentado como parecía ser Moratinos, certifica su rotundo fracaso. Fracaso en su abrupta retirada de Irak que hundió la reputación de España como aliado y humilló a las fuerzas armadas (para luego enviarlas -de medio lado- a Afganistán y Líbano). Fracaso en su «regreso a la Europa» de Chirac-Schröder, anti-americana, pro-rusa, y articulada en una Constitución que nunca lo fue, hoy olvidada. Fracaso en su política con los Estados Unidos («creerme; ganará Kerry», aseguraba Zapatero a Blair), potencia hegemónica hoy y mañana, y en la que pueden volver a ganarlos republicanos. Fracaso en su política iberoamericana, ya sea en Cuba, Bolivia, Venezuela o Argentina. Fracaso incluso en lo único que estuvo bien diseñado, la resolución del problema del Sahara, tapón de la botella explosiva del Magreb, magistralmente mal gestionado (y que se lo pregunten a Repsol o Gas Natural), y por lo que no hemos obtenido siquiera garantías sobre Ceuta y Melilla. Esperemos que, al igual que Felipez González y Solana cayeron del caballo de la OTAN en el giro de 1986 que instituyó el consenso en política exterior, lo haga el tandem Zapatero / Moratinos si el destino les (y nos) depara la desgracia de una segunda legislatura zapaterista.
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