Por Enrique Sueiro, investigador de comunicación biomédica de la Universidad de Navarra (EL PAÍS, 15/09/07):
El mundo de la ciencia no escapa a la triple posibilidad de mentiras, grandes mentiras y estadísticas. Manejar datos y cifras requiere un mínimo de pericia. La transparencia no está en los puros datos, sino en la información, su contexto y la adecuada interpretación. Un viejo chiste de la investigación biomédica cuenta los resultados del ensayo en ratones de un nuevo fármaco: el 33% se curó, el 33% murió y el tercer ratón se escapó. Ya se ve que el porcentaje no es una referencia fiable si la muestra no es significativa.
El mal uso de datos en la opinión pública abunda y genera desinformación. El Año de la Ciencia invita al pensamiento sereno. Cuanta más controversia social suscita un asunto, mayor contexto requiere. El debate sobre células madre es paradigmático por muchas razones. Hace unos meses mantuve encuentros con varios científicos en Estados Unidos. Aunque coincidentes en lo sustancial, especialmente ilustrativa fue la conversación con un norteamericano que dirige un exitoso equipo internacional de investigación con células madre adultas (las del propio paciente). Le pregunté por qué no investigaba con embrionarias. Su respuesta fue nítida; y la posterior aclaración, tumbativa. En su opinión, el debate es absurdo desde el punto de vista científico porque los resultados obtenidos con células madre embrionarias son cero. Añadió que si se ofreciera a un experto poder tratar a su madre enferma con estas células obtenidas de embriones, respondería que no sin pestañear: por el riesgo de rechazo y, más grave, la constatación de que estas células -por su enorme capacidad de desarrollarse en diversos tejidos- pueden producir tumores.
Dicho esto, el investigador apostilló lo que, desde el punto de vista socioemocional, me parece más revelador: soy de izquierdas, voto al Partido Demócrata y me molesta profundamente que opine de estas cuestiones gente ajena al mundo científico.
Este caso muestra en qué medida la verdad científica no se corresponde con lo que llega a la opinión pública. Es más, trasciende con facilidad justamente lo contrario. Suelen alcanzar mayor eco las declaraciones de quienes -con meras promesas para los enfermos- consiguen financiación, que el testimonio de pacientes como Alfonso García, curados mediante el uso de sus células. A los 67 años, el interesado cuenta su experiencia, que leo en EL PAÍS: “Me extrajeron unas células de mi propia pierna, las pusieron a germinar y mes y medio después me dijeron que se habían reproducido muy bien y que me adelantaban la operación. Todo fue bien y ahora no me acuerdo para nada del corazón, aunque por desgracia tengo otros achaques de la edad”.
En los supuestos o reales avances científicos hay que fijarse tanto en la cifra como en la letra pequeña; y leer entre líneas, incluso sin ellas. Conviene no dejarse impresionar y conocer el pasado. La historia muestra realidades trágicas amparadas y promovidas mediante consensos de quienes en su momento gozaban de autoridad. El prestigio circunstancial de algunos científicos supuso un apoyo importante para justificar el racismo, cometer genocidios y otras aberraciones.
The Washington Post informaba en 1915 de un plan de esterilizaciones masivas de personas defectuosas. La iniciativa recibió apoyo de profesores de Harvard, Yale o Princeton; financiación de filántropos de renombre; y el aval científico de la American Association for the Advancement of Science. Las consecuencias se agravaron especialmente en un país como la Alemania nazi. El régimen de Hitler se aprovechó de ese liderazgo estadounidense para sus planes de esterilización forzosa a cientos de miles de personas.
Durante treinta años del siglo XX se realizaron en Alabama (EE UU) investigaciones con 400 pacientes de sífilis de raza negra a quienes ni se informó ni administró antibióticos. También en los años 60 se conocieron algunas barbaridades cometidas en el marco de la investigación biomédica. Dos ejemplos de sendos hospitales de Nueva York: en uno se experimentó durante cinco años con más de 700 niños discapacitados a los que se llegó a infectar con hepatitis víricas y en otro inyectaron células tumorales vivas en ancianos para investigar el cáncer.
A veces los galardonados con premios excepcionales, como el Nobel, difundieron ideas que desmerecen de su categoría. Es conocida la declaración de aquel que aseguró que el coeficiente intelectual de las personas de raza negra era significativamente inferior al de las blancas y, por consiguiente, debían esterilizarse.
No todo lo que procede de Estados Unidos es necesariamente bueno… ni malo. Va un ejemplo digno de imitar: la científica Gretchen Meller organizó en Seattle sesiones para la gente de la calle con un razonamiento tan sencillo como democrático: “Si la población finalmente ha de votar sobre estos temas, esa gente debe tener la oportunidad de preguntar”. Algo así ha sucedido en Australia, donde una encuesta revela que, después de conocer que el uso de células madre embrionarias supone destruir los embriones, sólo el 14% de los australianos apoya esta vía.
El mundo científico es mucho más complejo de lo que apenas se puede esbozar en pocas líneas. Con frecuencia, la clave está en el matiz. En todo caso, sería deseable un doble consenso: buscar la verdad y, como consecuencia, estar abierto a cambiar de opinión. Este planteamiento de apertura al futuro combinado con las lecciones aprendidas del pasado supera las disyuntivas estériles entre progresista y conservador. Hoy podemos avanzar hacia algo más propio del siglo XXI y aspirar a ser progresador.
El mundo de la ciencia no escapa a la triple posibilidad de mentiras, grandes mentiras y estadísticas. Manejar datos y cifras requiere un mínimo de pericia. La transparencia no está en los puros datos, sino en la información, su contexto y la adecuada interpretación. Un viejo chiste de la investigación biomédica cuenta los resultados del ensayo en ratones de un nuevo fármaco: el 33% se curó, el 33% murió y el tercer ratón se escapó. Ya se ve que el porcentaje no es una referencia fiable si la muestra no es significativa.
El mal uso de datos en la opinión pública abunda y genera desinformación. El Año de la Ciencia invita al pensamiento sereno. Cuanta más controversia social suscita un asunto, mayor contexto requiere. El debate sobre células madre es paradigmático por muchas razones. Hace unos meses mantuve encuentros con varios científicos en Estados Unidos. Aunque coincidentes en lo sustancial, especialmente ilustrativa fue la conversación con un norteamericano que dirige un exitoso equipo internacional de investigación con células madre adultas (las del propio paciente). Le pregunté por qué no investigaba con embrionarias. Su respuesta fue nítida; y la posterior aclaración, tumbativa. En su opinión, el debate es absurdo desde el punto de vista científico porque los resultados obtenidos con células madre embrionarias son cero. Añadió que si se ofreciera a un experto poder tratar a su madre enferma con estas células obtenidas de embriones, respondería que no sin pestañear: por el riesgo de rechazo y, más grave, la constatación de que estas células -por su enorme capacidad de desarrollarse en diversos tejidos- pueden producir tumores.
Dicho esto, el investigador apostilló lo que, desde el punto de vista socioemocional, me parece más revelador: soy de izquierdas, voto al Partido Demócrata y me molesta profundamente que opine de estas cuestiones gente ajena al mundo científico.
Este caso muestra en qué medida la verdad científica no se corresponde con lo que llega a la opinión pública. Es más, trasciende con facilidad justamente lo contrario. Suelen alcanzar mayor eco las declaraciones de quienes -con meras promesas para los enfermos- consiguen financiación, que el testimonio de pacientes como Alfonso García, curados mediante el uso de sus células. A los 67 años, el interesado cuenta su experiencia, que leo en EL PAÍS: “Me extrajeron unas células de mi propia pierna, las pusieron a germinar y mes y medio después me dijeron que se habían reproducido muy bien y que me adelantaban la operación. Todo fue bien y ahora no me acuerdo para nada del corazón, aunque por desgracia tengo otros achaques de la edad”.
En los supuestos o reales avances científicos hay que fijarse tanto en la cifra como en la letra pequeña; y leer entre líneas, incluso sin ellas. Conviene no dejarse impresionar y conocer el pasado. La historia muestra realidades trágicas amparadas y promovidas mediante consensos de quienes en su momento gozaban de autoridad. El prestigio circunstancial de algunos científicos supuso un apoyo importante para justificar el racismo, cometer genocidios y otras aberraciones.
The Washington Post informaba en 1915 de un plan de esterilizaciones masivas de personas defectuosas. La iniciativa recibió apoyo de profesores de Harvard, Yale o Princeton; financiación de filántropos de renombre; y el aval científico de la American Association for the Advancement of Science. Las consecuencias se agravaron especialmente en un país como la Alemania nazi. El régimen de Hitler se aprovechó de ese liderazgo estadounidense para sus planes de esterilización forzosa a cientos de miles de personas.
Durante treinta años del siglo XX se realizaron en Alabama (EE UU) investigaciones con 400 pacientes de sífilis de raza negra a quienes ni se informó ni administró antibióticos. También en los años 60 se conocieron algunas barbaridades cometidas en el marco de la investigación biomédica. Dos ejemplos de sendos hospitales de Nueva York: en uno se experimentó durante cinco años con más de 700 niños discapacitados a los que se llegó a infectar con hepatitis víricas y en otro inyectaron células tumorales vivas en ancianos para investigar el cáncer.
A veces los galardonados con premios excepcionales, como el Nobel, difundieron ideas que desmerecen de su categoría. Es conocida la declaración de aquel que aseguró que el coeficiente intelectual de las personas de raza negra era significativamente inferior al de las blancas y, por consiguiente, debían esterilizarse.
No todo lo que procede de Estados Unidos es necesariamente bueno… ni malo. Va un ejemplo digno de imitar: la científica Gretchen Meller organizó en Seattle sesiones para la gente de la calle con un razonamiento tan sencillo como democrático: “Si la población finalmente ha de votar sobre estos temas, esa gente debe tener la oportunidad de preguntar”. Algo así ha sucedido en Australia, donde una encuesta revela que, después de conocer que el uso de células madre embrionarias supone destruir los embriones, sólo el 14% de los australianos apoya esta vía.
El mundo científico es mucho más complejo de lo que apenas se puede esbozar en pocas líneas. Con frecuencia, la clave está en el matiz. En todo caso, sería deseable un doble consenso: buscar la verdad y, como consecuencia, estar abierto a cambiar de opinión. Este planteamiento de apertura al futuro combinado con las lecciones aprendidas del pasado supera las disyuntivas estériles entre progresista y conservador. Hoy podemos avanzar hacia algo más propio del siglo XXI y aspirar a ser progresador.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario