Por Jacinto Bátiz (EL CORREO DIGITAL, 21/09/07):
La hoja en blanco es algo que siempre da pánico a quienes nos planteamos escribir, pero es preciso enfrentarse al reto si se quieren transmitir pensamientos, sentimientos, conocimiento. Hoy es el Día Mundial del Alzheimer y me he propuesto rellenar la hoja en blanco con personas a las que, precisamente, se les ha quedado la mente en blanco. Llenarla con lo que me han enseñado los enfermos que durante su vida tuvieron tantas vivencias, tantas experiencias, expresaron tantos sentimientos, provocaron tantos afectos de manera consciente y a los que el Alzheimer ha atrapado. Personas que aún sonríen, que aún lloran, que se enfadan, a quienes manejamos como bebés para asearlos, para vestirlos, para darles de comer. Personas a las que les quedan en su cerebro algunas neuronas para funciones automáticas, pero a las que les han dejado de funcionar las que tenían la propiedad de recordar. Personas que han perdido la memoria.
Y deseo comenzar respondiendo a una pregunta que siempre me he hecho: ¿Quién es esa persona a la que cuidamos? Comprueben que he titulado el artículo ‘¿Quién es?’, no ‘¿Quién está?’, ni ‘¿Quién fue?’, porque es alguien vivo, con sentimientos, que aún vive junto a nosotros, pero que ahora nos necesita para todo.
Hace unas semanas visité a uno de mis pacientes con esta enfermedad. Estaba sentado en el salón, donde escuchaba una música de fondo que a él siempre le había gustado. Le saludo, me saluda; no sabe decirme ni quién soy ni qué soy (si el médico, el sacerdote o un compañero del despacho), pero sí me sonríe. Me siento a su lado y comienza a decir frases claras para oír, pero confusas para entender. Hablo con su esposa, que está junto a él día tras día para asegurar sus cuidados. Él está callado y nos mira. Mientras estoy junto a él me pregunto: ¿Qué ha pasado en ese cerebro que hace unos pocos años funcionaba bien? Antes era un hombre de conversación agradable e inteligente que conseguía que quienes estábamos en su compañía nos ilustráramos con sus conocimientos. Ahora sus neuronas no funcionan ordenadamente, pero estimula sentimientos en los demás; fíjense si lo hace, que él ha sido quien me ha motivado a escribir este artículo.
Pero además de él está quien le cuida, su esposa en este caso, que es quien me relata sus pérdidas. Antes leía, ahora ni siquiera fija la mirada en el gran número de libros ordenados en las estanterías de su biblioteca. Antes veía en la televisión los toros, que le entusiasmaban y que eran motivo de tertulias en ese mismo salón con sus amigos cuando retransmitían alguna corrida. Ahora, la televisión está ahí, está indiferente ante ella, esté encendida o apagada. Antes elegía la música que quería oír, ahora es su esposa la que elige por él.
Él, ahora, es una persona viva que siente y que transmite emociones. Es una persona que motiva a otras a cuidarle y a quererle aún más. Él no sufre por su situación neurológica salvo cuando padece procesos que le pueden provocar disconfort como infecciones respiratorias, urinarias, dolores, vómitos… Y ahí están su esposa y el resto de su familia para detectar sus síntomas molestos y encomendarnos a los profesionales para que le aliviemos. No quieren que sufra y nosotros tampoco, porque es una persona que siente, que está con nosotros, pero no entiende nuestros argumentos ni nuestras explicaciones. Sin embargo percibe el confort que le podemos procurar con nuestros cuidados.
Cuando finalicé la visita al enfermo se coló dentro de mi mente un pensamiento negativo. Me produce miedo pensar que yo puedo quedarme vacío por dentro, que mi memoria se deteriore tanto que pueda llegar a esa situación tan horrible de no recordar nada.
Estoy seguro de que habrá muchos profesionales que cuidan a estos enfermos en centros de día o instituciones residenciales que tengan experiencias parecidas a la que les he relatado y que se sigan preguntando ‘quién es’ cuando están frente a varios enfermos con miradas vacías, pestañeando, sin decir nada. Enfermos que ya han vivido toda una vida, a los que se les desmorona a cada segundo el tiempo que pasa: sus experiencias, sus recuerdos, sus virtudes y sus defectos. Todo desaparece por arte de magia. ¿Qué horrible tiene que ser olvidar los recuerdos y a los seres queridos!
Estos enfermos no podrán decir qué quieren para cenar, pero si la cena les disgusta la apartarán. Ellos no son un número, ni una enfermedad a tratar, son personas con historias cuyas vidas están cercanas al fin.
Tal vez no lo digamos en público pero sí lo pensemos en privado, y temblamos con la idea de encontrarnos un día sordos, ciegos, mudos, postrados, paralizados, incontinentes, transportados de la cama al sillón y del sillón a la cama. ¿Acaso es esta perspectiva la que nos causa terror? ¿O es la de vivir un estado de decrepitud en la soledad y el abandono, con la sensación de no pertenecer al mundo de los vivos? ¿Dónde se encuentra la indignidad? ¿En este inevitable deterioro del cuerpo y de la mente? ¿O en la soledad absoluta de aquél a quien nadie viene a ver, quien no recibe ya ninguna señal de afecto o de ternura y a quien un equipo médico indiferente trata como si fuera una cosa? El enfermo de Alzheimer es alguien, con sentimientos, que aún vive junto a nosotros, pero que ahora nos necesita para todo.
La hoja en blanco es algo que siempre da pánico a quienes nos planteamos escribir, pero es preciso enfrentarse al reto si se quieren transmitir pensamientos, sentimientos, conocimiento. Hoy es el Día Mundial del Alzheimer y me he propuesto rellenar la hoja en blanco con personas a las que, precisamente, se les ha quedado la mente en blanco. Llenarla con lo que me han enseñado los enfermos que durante su vida tuvieron tantas vivencias, tantas experiencias, expresaron tantos sentimientos, provocaron tantos afectos de manera consciente y a los que el Alzheimer ha atrapado. Personas que aún sonríen, que aún lloran, que se enfadan, a quienes manejamos como bebés para asearlos, para vestirlos, para darles de comer. Personas a las que les quedan en su cerebro algunas neuronas para funciones automáticas, pero a las que les han dejado de funcionar las que tenían la propiedad de recordar. Personas que han perdido la memoria.
Y deseo comenzar respondiendo a una pregunta que siempre me he hecho: ¿Quién es esa persona a la que cuidamos? Comprueben que he titulado el artículo ‘¿Quién es?’, no ‘¿Quién está?’, ni ‘¿Quién fue?’, porque es alguien vivo, con sentimientos, que aún vive junto a nosotros, pero que ahora nos necesita para todo.
Hace unas semanas visité a uno de mis pacientes con esta enfermedad. Estaba sentado en el salón, donde escuchaba una música de fondo que a él siempre le había gustado. Le saludo, me saluda; no sabe decirme ni quién soy ni qué soy (si el médico, el sacerdote o un compañero del despacho), pero sí me sonríe. Me siento a su lado y comienza a decir frases claras para oír, pero confusas para entender. Hablo con su esposa, que está junto a él día tras día para asegurar sus cuidados. Él está callado y nos mira. Mientras estoy junto a él me pregunto: ¿Qué ha pasado en ese cerebro que hace unos pocos años funcionaba bien? Antes era un hombre de conversación agradable e inteligente que conseguía que quienes estábamos en su compañía nos ilustráramos con sus conocimientos. Ahora sus neuronas no funcionan ordenadamente, pero estimula sentimientos en los demás; fíjense si lo hace, que él ha sido quien me ha motivado a escribir este artículo.
Pero además de él está quien le cuida, su esposa en este caso, que es quien me relata sus pérdidas. Antes leía, ahora ni siquiera fija la mirada en el gran número de libros ordenados en las estanterías de su biblioteca. Antes veía en la televisión los toros, que le entusiasmaban y que eran motivo de tertulias en ese mismo salón con sus amigos cuando retransmitían alguna corrida. Ahora, la televisión está ahí, está indiferente ante ella, esté encendida o apagada. Antes elegía la música que quería oír, ahora es su esposa la que elige por él.
Él, ahora, es una persona viva que siente y que transmite emociones. Es una persona que motiva a otras a cuidarle y a quererle aún más. Él no sufre por su situación neurológica salvo cuando padece procesos que le pueden provocar disconfort como infecciones respiratorias, urinarias, dolores, vómitos… Y ahí están su esposa y el resto de su familia para detectar sus síntomas molestos y encomendarnos a los profesionales para que le aliviemos. No quieren que sufra y nosotros tampoco, porque es una persona que siente, que está con nosotros, pero no entiende nuestros argumentos ni nuestras explicaciones. Sin embargo percibe el confort que le podemos procurar con nuestros cuidados.
Cuando finalicé la visita al enfermo se coló dentro de mi mente un pensamiento negativo. Me produce miedo pensar que yo puedo quedarme vacío por dentro, que mi memoria se deteriore tanto que pueda llegar a esa situación tan horrible de no recordar nada.
Estoy seguro de que habrá muchos profesionales que cuidan a estos enfermos en centros de día o instituciones residenciales que tengan experiencias parecidas a la que les he relatado y que se sigan preguntando ‘quién es’ cuando están frente a varios enfermos con miradas vacías, pestañeando, sin decir nada. Enfermos que ya han vivido toda una vida, a los que se les desmorona a cada segundo el tiempo que pasa: sus experiencias, sus recuerdos, sus virtudes y sus defectos. Todo desaparece por arte de magia. ¿Qué horrible tiene que ser olvidar los recuerdos y a los seres queridos!
Estos enfermos no podrán decir qué quieren para cenar, pero si la cena les disgusta la apartarán. Ellos no son un número, ni una enfermedad a tratar, son personas con historias cuyas vidas están cercanas al fin.
Tal vez no lo digamos en público pero sí lo pensemos en privado, y temblamos con la idea de encontrarnos un día sordos, ciegos, mudos, postrados, paralizados, incontinentes, transportados de la cama al sillón y del sillón a la cama. ¿Acaso es esta perspectiva la que nos causa terror? ¿O es la de vivir un estado de decrepitud en la soledad y el abandono, con la sensación de no pertenecer al mundo de los vivos? ¿Dónde se encuentra la indignidad? ¿En este inevitable deterioro del cuerpo y de la mente? ¿O en la soledad absoluta de aquél a quien nadie viene a ver, quien no recibe ya ninguna señal de afecto o de ternura y a quien un equipo médico indiferente trata como si fuera una cosa? El enfermo de Alzheimer es alguien, con sentimientos, que aún vive junto a nosotros, pero que ahora nos necesita para todo.
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