Por Mercedes Gallizo, directora general de Instituciones Penitenciarias (EL PAÍS, 23/09/07):
Los delitos son siempre odiosos. Algunos, nos hieren particularmente a todos: los que tienen que ver con las agresiones a menores, los que se producen con ensañamiento hacia las victimas, los de la sinrazón del terrorismo…
La ley castiga a quien se desvía, le lleva a prisión durante un tiempo, pero no condiciona el final de cumplimiento de la condena a que el asesino se arrepienta, a que el drogadicto se cure, a que el machista aborrezca de esa mentalidad, a que quien hizo daño a otro lo repare… El cumplimiento íntegro de la pena es una realidad desde la reforma del Código penal del 95, aunque quienes cumplen por el Código anterior sigan bajo la norma anterior. Buen tema para debate, pero no ahora.
Alargar el tiempo que alguien está en prisión es contrario a nuestro derecho y, aunque quisiéramos, no tenemos legitimidad alguna para hacerlo. Tampoco es legítimo imponer nuevas penas a quienes ya cumplieron la que se les impuso. Pero, además, no serviría de nada a los efectos de protegernos de nuevos delitos. No puede cuestionarse la eficacia del sistema ante cada fracaso, sobre todo si el fracaso es noticia porque es un caso excepcional.
La reeducación y el tratamiento, además de formar parte de nuestros valores, son la única alternativa real para conseguir una reinserción social futura. No es una tarea fácil la que se encomienda al sistema penitenciario, ni tiene un resultado garantizado siempre. Pero, sin duda, es el camino. Un camino al que deben preceder y seguir otros.
El debate que estos días se ha desarrollado en los medios de comunicación y en la sociedad ante la salida de prisión de una persona que cumplió su condena por múltiples violaciones, pero que, al parecer, mantiene un alto riesgo de reincidir, nos permite acercarnos a un problema real, y nos obliga a hacerlo sin demagogia y con honestidad. Alguien que ataca sexualmente a un niño o a una persona adulta ¿tiene remedio? Y, si lo tiene, ¿cuál es? ¿Puede ser aceptado de nuevo en la sociedad o hay que aislarlo física o fisiológicamente de ella de una manera definitiva? Son preguntas que no tienen una respuesta simple.
Se ha puesto sobre la mesa la posibilidad incluso de obligar a una castración química a alguien con un deseo sexual al parecer irreprimible que puede derivar en nuevas agresiones.
Algunos sistemas políticos han optado por adoptar medidas que entendían rotundas y definitivas frente a determinados delitos: cortar la mano al que roba o aplicar la pena de muerte a quien asesina, o provocar electroshock en el cerebro de alguien agresivo para anular su capacidad de reacción y convertirle en un vegetal… A quienes creemos en valores de respeto a los derechos humanos, nos repugna moral y éticamente vivir en un mundo que haya de funcionar así. Pero, además, todas estas medidas aparentemente enérgicas se han revelado como inútiles. Son más una expresión de la venganza social y de la impotencia frente a ciertas cosas que medidas eficaces para prevenir nuevos delitos, nuevas aberraciones cometidas por estas u otras personas.
Las conductas desviadas, las actitudes irracionales y depravadas no tienen su base en disfunciones hormonales o de los circuitos reguladores de la producción de adrenalina. Son expresión de problemas psicológicos y mentales profundos, arrastrados durante mucho tiempo y alimentados por muchas cosas: la marginalidad, la incultura, la búsqueda de placeres fáciles e inmediatos, el machismo, la falta de valores de respeto hacia sí mismo y a los demás… y de la desatención de la sociedad hacia quienes padecen esos problemas
Hay demasiados síntomas de que tenemos algunos males sociales sin resolver. La atención a los enfermos mentales, a quienes tienen problemas psicológicos y conductuales profundos, a quienes necesitan alguna droga o algún estímulo bárbaro para realizarse, no puede ser residual, ni estar en manos de la beneficencia o del sacrificio de las familias, y tenemos que ponernos todos manos a la obra para construir una sociedad segura y tranquila. Dedicar medios humanos y materiales a prevenir estas conductas. Tener un sistema penitenciario volcado en su recuperación y la reinserción. Y establecer medidas de seguridad complementarias para controlar a quienes por la razón que sea son impermeables al tratamiento psicológico y a la reeducación. Entre estas medidas, cabe estudiar todo lo que, con respeto escrupuloso de los derechos humanos, se muestre como más útil. Cuando se dejan los muros de una prisión, debe funcionar un sistema de apoyo y control social adecuado. Y una asistencia médica y psiquiátrica eficiente. Pero no como un añadido a la pena que ya se cumplió, ni como una justificación inaceptable del fracaso de la ley, sino como una alternativa más razonable, más científica, más proporcionada y más justa a la mera reclusión de quien tiene un problema que le daña a él mismo y que produce un daño irreparable a otros.
Los delitos son siempre odiosos. Algunos, nos hieren particularmente a todos: los que tienen que ver con las agresiones a menores, los que se producen con ensañamiento hacia las victimas, los de la sinrazón del terrorismo…
La ley castiga a quien se desvía, le lleva a prisión durante un tiempo, pero no condiciona el final de cumplimiento de la condena a que el asesino se arrepienta, a que el drogadicto se cure, a que el machista aborrezca de esa mentalidad, a que quien hizo daño a otro lo repare… El cumplimiento íntegro de la pena es una realidad desde la reforma del Código penal del 95, aunque quienes cumplen por el Código anterior sigan bajo la norma anterior. Buen tema para debate, pero no ahora.
Alargar el tiempo que alguien está en prisión es contrario a nuestro derecho y, aunque quisiéramos, no tenemos legitimidad alguna para hacerlo. Tampoco es legítimo imponer nuevas penas a quienes ya cumplieron la que se les impuso. Pero, además, no serviría de nada a los efectos de protegernos de nuevos delitos. No puede cuestionarse la eficacia del sistema ante cada fracaso, sobre todo si el fracaso es noticia porque es un caso excepcional.
La reeducación y el tratamiento, además de formar parte de nuestros valores, son la única alternativa real para conseguir una reinserción social futura. No es una tarea fácil la que se encomienda al sistema penitenciario, ni tiene un resultado garantizado siempre. Pero, sin duda, es el camino. Un camino al que deben preceder y seguir otros.
El debate que estos días se ha desarrollado en los medios de comunicación y en la sociedad ante la salida de prisión de una persona que cumplió su condena por múltiples violaciones, pero que, al parecer, mantiene un alto riesgo de reincidir, nos permite acercarnos a un problema real, y nos obliga a hacerlo sin demagogia y con honestidad. Alguien que ataca sexualmente a un niño o a una persona adulta ¿tiene remedio? Y, si lo tiene, ¿cuál es? ¿Puede ser aceptado de nuevo en la sociedad o hay que aislarlo física o fisiológicamente de ella de una manera definitiva? Son preguntas que no tienen una respuesta simple.
Se ha puesto sobre la mesa la posibilidad incluso de obligar a una castración química a alguien con un deseo sexual al parecer irreprimible que puede derivar en nuevas agresiones.
Algunos sistemas políticos han optado por adoptar medidas que entendían rotundas y definitivas frente a determinados delitos: cortar la mano al que roba o aplicar la pena de muerte a quien asesina, o provocar electroshock en el cerebro de alguien agresivo para anular su capacidad de reacción y convertirle en un vegetal… A quienes creemos en valores de respeto a los derechos humanos, nos repugna moral y éticamente vivir en un mundo que haya de funcionar así. Pero, además, todas estas medidas aparentemente enérgicas se han revelado como inútiles. Son más una expresión de la venganza social y de la impotencia frente a ciertas cosas que medidas eficaces para prevenir nuevos delitos, nuevas aberraciones cometidas por estas u otras personas.
Las conductas desviadas, las actitudes irracionales y depravadas no tienen su base en disfunciones hormonales o de los circuitos reguladores de la producción de adrenalina. Son expresión de problemas psicológicos y mentales profundos, arrastrados durante mucho tiempo y alimentados por muchas cosas: la marginalidad, la incultura, la búsqueda de placeres fáciles e inmediatos, el machismo, la falta de valores de respeto hacia sí mismo y a los demás… y de la desatención de la sociedad hacia quienes padecen esos problemas
Hay demasiados síntomas de que tenemos algunos males sociales sin resolver. La atención a los enfermos mentales, a quienes tienen problemas psicológicos y conductuales profundos, a quienes necesitan alguna droga o algún estímulo bárbaro para realizarse, no puede ser residual, ni estar en manos de la beneficencia o del sacrificio de las familias, y tenemos que ponernos todos manos a la obra para construir una sociedad segura y tranquila. Dedicar medios humanos y materiales a prevenir estas conductas. Tener un sistema penitenciario volcado en su recuperación y la reinserción. Y establecer medidas de seguridad complementarias para controlar a quienes por la razón que sea son impermeables al tratamiento psicológico y a la reeducación. Entre estas medidas, cabe estudiar todo lo que, con respeto escrupuloso de los derechos humanos, se muestre como más útil. Cuando se dejan los muros de una prisión, debe funcionar un sistema de apoyo y control social adecuado. Y una asistencia médica y psiquiátrica eficiente. Pero no como un añadido a la pena que ya se cumplió, ni como una justificación inaceptable del fracaso de la ley, sino como una alternativa más razonable, más científica, más proporcionada y más justa a la mera reclusión de quien tiene un problema que le daña a él mismo y que produce un daño irreparable a otros.
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