Por Jorge Castañeda, ex secretario de Relaciones Exteriores de México y profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Nueva York (EL PAÍS, 14/09/07):
México es un país de monopolios, quizás incluso desde la época de la colonia y la Casa de Contratación de Sevilla. Los monopolios modernos no se limitan a lo bien sabido: teléfonos, medios de comunicación masiva, hidrocarburos, electricidad, bebidas y alimentos, sindicatos de profesores, de obreros, de mineros, y aerolíneas. Se extiende la ancestral condición monopólica mexicana a otros ámbitos, y en particular a la arena electoral. La renuencia de los tres primeros gobiernos democráticos de la historia moderna del país -Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Felipe Calderón- a enfrentarse a esa estructura monopólica, muestra a la vez su fuerza, y la debilidad de la sociedad mexicana para combatirla. El tema va y viene, cambiando de énfasis según las coyunturas. Hoy es el monopolio del poder político el que se discute en México, y por desgracia, el que parece consolidarse.
El presidente Calderón ha entregado a las direcciones de los tres grandes partidos mexicanos -PRI, PAN y PRD- la responsabilidad de diseñar y construir un nuevo esquema institucional y electoral. Decisión inevitable y contradictoria a la vez: el Ejecutivo carece de la fuerza para realizar esa tarea por su cuenta, pero el curso actual es como pedirle a los monopolios que redacten su propia ley “anti-trust”. Lógica y tristemente, el remedio parece estar resultando peor que la enfermedad.
Por ahora, la reforma electoral probable sólo incluye un apartado positivo. Es posible que los tres partidos coincidieran en suprimir y/o prohibir la compra de tiempo-aire por candidatos o partidos durante las campañas y precampañas e incluso el resto del tiempo. La pregunta es si las poderosas empresas mexicanas de radio y televisión serán derrotadas en su embestida contra esta reforma -les costaría más de doscientos millones al año- y si le doblarán las corvas a los partidos, diluyéndola o emasculándola. En caso de aprobarse se trataría de un enorme paso adelante, en un país que ha copiado el sistema norteamericano de campañas electorales, en lugar de acercarse a los modelos europeo o latinoamericano.
Los elementos criticables de la reforma son, sin embargo y por desgracia, más probables que esta transformación esperanzadora. El primero consiste en colocar a los bueyes por detrás de la carreta. El procedimiento que han seguido casi todos los países donde se han llevado a cabo transformaciones político-electorales de cierta envergadura consiste en conducir de manera acompasada las reformas institucionales y las electorales, las primeras dominando a las segundas. Primero se decide qué tipo de régimen o diseño institucional se desea: presidencial, parlamentario, híbrido, con partidos fuertes o presidencia fuerte, etc. Y luego se decide qué tipo de arreglo electoral conviene a ese diseño: mayoría relativa, dos vueltas, representación proporcional, mezcla de ambos, reelección con o sin límites (en México no existe), candidaturas independientes con o sin regulación, umbrales de representación de partidos minoritarios, etc. Para variar, México está procediendo hoy exactamente al revés.
La segunda característica lamentable es más grave. Se trata de lo que podríamos llamar un verdadero golpe de Estado electoral. Básicamente el PRI, el PAN y el PRD, cada uno por razones distintas -y ciertamente las del PAN menos egoístas y estrechas que las de los otros dos-, parecen haberse puesto de acuerdo en cerrar con mortero, acero y blindaje la arena electoral mexicana. Allí no entra nadie, que no sea priísta, panista o perredista. Y además, ninguna corriente minoritaria de los tres “partidazos” podrá llegar jamás a postular un candidato presidencial.
Varias razones justifican este diagnóstico tan pesimista. La primera es que la prohibición de toda publicidad de gobierno municipal, estatal o federal con efigie equivale a congelar los índices de reconocimiento: los que están arriba ahora en las encuestas, allí seguirán, igual que los de abajo. Sobre todo si persiste la aberración actual, donde a 13 años del inicio de la democratización mexicana, todavía no existe un programa político a nivel nacional en televisión abierta, transmitido en tiempo triple A. En segundo lugar, la reforma parece buscar la expulsión de los partidos pequeños de la arena electoral, al reducir drásticamente su financiamiento, limitar su margen de alianzas y elevar el umbral para el registro; asimismo, se dificulta enormemente la formación de nuevos partidos. En tercer lugar, no sólo no habrá candidaturas independientes, sino que el PRI ha planteado elevar a rango constitucional la prohibición de dichas candidaturas. El motivo es evidente. Aun si el que escribe perdiera su caso ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, donde el Gobierno de Felipe Calderón puede ser el primero de la historia de México en ser condenado por violar los derechos humanos de un ciudadano mexicano, es casi seguro que la próxima vez que alguien cuestione la constitucionalidad y/o compatibilidad con instrumentos internacionales de las disposiciones vigentes de la legislación electoral mexicana, gane. La Suprema Corte mexicana ya ha dado indicios de inclinarse en esa dirección, el Tribunal Electoral también. Todas estas medidas no deben ser abstraídas de su contexto: el fortalecimiento del monopolio de la partidocracia.
Por último, y peor todavía, los partidos pretenden secuestrar al Instituto Federal Electoral, la institución mexicana que goza de mayor credibilidad dentro y fuera del país. Se proponen nombrar a un auditor que fungiría como comisario político, reducir el número de consejeros y defenestrar a los dirigentes actuales, es decir, a quienes calificaron la elección presidencial del año pasado. No se entiende cómo pueden resultar ahora ineptos, mentirosos y hasta corruptos, los consejeros electorales que el año pasado determinaron con pericia y honestidad pecuniaria e intelectual la victoria de Felipe Calderón. Son hoy lo que eran ayer. Si merecen ser despedidos hoy, no merecieron ser creídos hace un año.
De tal suerte que México corre el riesgo no sólo de desperdiciar una magnífica oportunidad para emprender una ofensiva anti-monopólica en varios frentes, sino de ver fortalecido uno de los monopolios más perniciosos que padece. Los partidos políticos mexicanos carecen de credibilidad y prestigio entre la población, y lo saben. Por eso insisten desesperadamente en despojar a la sociedad mexicana de otras opciones, para no tener más remedio que seguir en sus manos: un pobre destino para un país con tanta promesa.
México es un país de monopolios, quizás incluso desde la época de la colonia y la Casa de Contratación de Sevilla. Los monopolios modernos no se limitan a lo bien sabido: teléfonos, medios de comunicación masiva, hidrocarburos, electricidad, bebidas y alimentos, sindicatos de profesores, de obreros, de mineros, y aerolíneas. Se extiende la ancestral condición monopólica mexicana a otros ámbitos, y en particular a la arena electoral. La renuencia de los tres primeros gobiernos democráticos de la historia moderna del país -Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Felipe Calderón- a enfrentarse a esa estructura monopólica, muestra a la vez su fuerza, y la debilidad de la sociedad mexicana para combatirla. El tema va y viene, cambiando de énfasis según las coyunturas. Hoy es el monopolio del poder político el que se discute en México, y por desgracia, el que parece consolidarse.
El presidente Calderón ha entregado a las direcciones de los tres grandes partidos mexicanos -PRI, PAN y PRD- la responsabilidad de diseñar y construir un nuevo esquema institucional y electoral. Decisión inevitable y contradictoria a la vez: el Ejecutivo carece de la fuerza para realizar esa tarea por su cuenta, pero el curso actual es como pedirle a los monopolios que redacten su propia ley “anti-trust”. Lógica y tristemente, el remedio parece estar resultando peor que la enfermedad.
Por ahora, la reforma electoral probable sólo incluye un apartado positivo. Es posible que los tres partidos coincidieran en suprimir y/o prohibir la compra de tiempo-aire por candidatos o partidos durante las campañas y precampañas e incluso el resto del tiempo. La pregunta es si las poderosas empresas mexicanas de radio y televisión serán derrotadas en su embestida contra esta reforma -les costaría más de doscientos millones al año- y si le doblarán las corvas a los partidos, diluyéndola o emasculándola. En caso de aprobarse se trataría de un enorme paso adelante, en un país que ha copiado el sistema norteamericano de campañas electorales, en lugar de acercarse a los modelos europeo o latinoamericano.
Los elementos criticables de la reforma son, sin embargo y por desgracia, más probables que esta transformación esperanzadora. El primero consiste en colocar a los bueyes por detrás de la carreta. El procedimiento que han seguido casi todos los países donde se han llevado a cabo transformaciones político-electorales de cierta envergadura consiste en conducir de manera acompasada las reformas institucionales y las electorales, las primeras dominando a las segundas. Primero se decide qué tipo de régimen o diseño institucional se desea: presidencial, parlamentario, híbrido, con partidos fuertes o presidencia fuerte, etc. Y luego se decide qué tipo de arreglo electoral conviene a ese diseño: mayoría relativa, dos vueltas, representación proporcional, mezcla de ambos, reelección con o sin límites (en México no existe), candidaturas independientes con o sin regulación, umbrales de representación de partidos minoritarios, etc. Para variar, México está procediendo hoy exactamente al revés.
La segunda característica lamentable es más grave. Se trata de lo que podríamos llamar un verdadero golpe de Estado electoral. Básicamente el PRI, el PAN y el PRD, cada uno por razones distintas -y ciertamente las del PAN menos egoístas y estrechas que las de los otros dos-, parecen haberse puesto de acuerdo en cerrar con mortero, acero y blindaje la arena electoral mexicana. Allí no entra nadie, que no sea priísta, panista o perredista. Y además, ninguna corriente minoritaria de los tres “partidazos” podrá llegar jamás a postular un candidato presidencial.
Varias razones justifican este diagnóstico tan pesimista. La primera es que la prohibición de toda publicidad de gobierno municipal, estatal o federal con efigie equivale a congelar los índices de reconocimiento: los que están arriba ahora en las encuestas, allí seguirán, igual que los de abajo. Sobre todo si persiste la aberración actual, donde a 13 años del inicio de la democratización mexicana, todavía no existe un programa político a nivel nacional en televisión abierta, transmitido en tiempo triple A. En segundo lugar, la reforma parece buscar la expulsión de los partidos pequeños de la arena electoral, al reducir drásticamente su financiamiento, limitar su margen de alianzas y elevar el umbral para el registro; asimismo, se dificulta enormemente la formación de nuevos partidos. En tercer lugar, no sólo no habrá candidaturas independientes, sino que el PRI ha planteado elevar a rango constitucional la prohibición de dichas candidaturas. El motivo es evidente. Aun si el que escribe perdiera su caso ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, donde el Gobierno de Felipe Calderón puede ser el primero de la historia de México en ser condenado por violar los derechos humanos de un ciudadano mexicano, es casi seguro que la próxima vez que alguien cuestione la constitucionalidad y/o compatibilidad con instrumentos internacionales de las disposiciones vigentes de la legislación electoral mexicana, gane. La Suprema Corte mexicana ya ha dado indicios de inclinarse en esa dirección, el Tribunal Electoral también. Todas estas medidas no deben ser abstraídas de su contexto: el fortalecimiento del monopolio de la partidocracia.
Por último, y peor todavía, los partidos pretenden secuestrar al Instituto Federal Electoral, la institución mexicana que goza de mayor credibilidad dentro y fuera del país. Se proponen nombrar a un auditor que fungiría como comisario político, reducir el número de consejeros y defenestrar a los dirigentes actuales, es decir, a quienes calificaron la elección presidencial del año pasado. No se entiende cómo pueden resultar ahora ineptos, mentirosos y hasta corruptos, los consejeros electorales que el año pasado determinaron con pericia y honestidad pecuniaria e intelectual la victoria de Felipe Calderón. Son hoy lo que eran ayer. Si merecen ser despedidos hoy, no merecieron ser creídos hace un año.
De tal suerte que México corre el riesgo no sólo de desperdiciar una magnífica oportunidad para emprender una ofensiva anti-monopólica en varios frentes, sino de ver fortalecido uno de los monopolios más perniciosos que padece. Los partidos políticos mexicanos carecen de credibilidad y prestigio entre la población, y lo saben. Por eso insisten desesperadamente en despojar a la sociedad mexicana de otras opciones, para no tener más remedio que seguir en sus manos: un pobre destino para un país con tanta promesa.
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