Por Manuel Marín, presidente del Congreso de los Diputados, y ex vicepresidente de la Comisión Europea (EL PAÍS, 09/09/07):
Los españoles, cuando tuvimos la oportunidad de entrar a formar parte de la Comunidad Europea de la época, no teníamos duda de que esta adhesión significaba participar en un espacio donde la libertad, la democracia y los derechos humanos eran parte indisociable de un proyecto que integraba a ciudadanos de diferentes países. Los valores comunes del proceso de integración europeo siempre fueron una referencia para un país que sufrió una dictadura que nos dejó fuera del Tratado de Roma y aislados por muchos años.
Los valores europeos, nuestros valores comunes, se construían en torno al Estado de derecho, la democracia, la Declaración Universal de los Derechos Humanos y una economía social del mercado. Así, gustosamente, nos reconocíamos como ciudadanos europeos, así queríamos que nos reconocieran fuera de nuestras fronteras y, además, nos dimos como gran tarea extender nuestros valores comunes a otras zonas del mundo.
Esta visión de nosotros mismos se justificó aun más con la caída del muro de Berlín y el colapso del comunismo, el otro sistema político y económico que competía con nuestros valores durante el periodo de la guerra fría. Los países de Europa del Este, satelizados por la Unión Soviética, no dudaron en llamar urgentemente a la puerta de la Unión Europea, una vez recuperada su libertad, pidiendo incorporarse al sistema de valores europeos. La mayoría ya lo han conseguido y hoy forman parte de la familia comunitaria.
Después de esta introducción, necesaria para poder explicarme convenientemente, quiero contarles cómo fueron mis experiencias en diferentes zonas del mundo cuando desde la Unión Europea lanzamos el proyecto de un sistema de relaciones exteriores que hacía del respeto de los derechos humanos y la democracia una condición a incluir en cualquier acuerdo de cooperación, hasta el punto que se introducían cláusulas de suspensión del acuerdo en el supuesto de que el gobierno beneficiario se apartara de este respeto, la llamada condicionalidad democrática. La UE tenía como vocación no sólo perfeccionar su proyecto de integración acogiendo a los países del Este, sino también extender por el mundo nuestros valores relativos a la libertad y la democracia. Noble misión que intenté aplicar con entusiasmo, y no pocos problemas, en las áreas de responsabilidad que desempeñé en la Comisión Europea.
Cuando desde Bruselas lanzamos esta política, surgió inmediatamente un debate a nivel internacional, hoy prácticamente desaparecido, en que cada interlocutor pretendía adecuar el Estado de derecho, la democracia y los derechos humanos a su propia historia, su propia cultura y sus propias especificidades nacionales. La polémica de mayor entidad se creó en relación al continente asiático. Frente a las exigencias europeas de más democracia se nos presentaron los asian values: primero el desarrollo económico, luego la democracia, luego los ciudadanos.
China y los entonces Tigres Asiáticos no admitieron la condicionalidad. Pero la brutal crisis económica que comenzó con la devaluación del baht tailandés y sus consecuencias políticas posteriores han llevado a la mayoría de los países del sudeste asiático a admitir que su desarrollo económico pasa ineludiblemente por aceptar los principios básicos de un sistema democrático. China sigue con su modelo de asian values, en una evolución que le es propia y que terminará, en mi opinión, compartiendo junto con la India ser la democracia más grande del mundo. No será fácil, pero llegará este momento.
En Latinoamérica, el diálogo fue mucho más fácil. Todo el continente se encontraba inmerso en la búsqueda de una normalización democrática que pasara página a los años terribles de las juntas militares y las cruentas guerras centroamericanas. Fue un reencuentro feliz y se inició una cooperación en materia de derechos humanos por todos reconocida y que resultó de una enorme utilidad en muchos países de la zona. Desigual fue la acogida en los países africanos que estaban entonces vinculados por la Convención de Lomé. Muchos dirigentes africanos entendieron esta nueva forma de cooperar. Otros, no. Recuerdo que el primer programa de cooperación que propuse fue el de Sudán. Se trataba de unas obscuras masacres en un lejano lugar llamado Darfur. Hace ya más de 15 años.
El Mediterráneo fue el objeto de un conjunto de decisiones muy importantes que dieron lugar a un nuevo cuadro de cooperación que se oficializó en la Conferencia de Barcelona en noviembre de 1995. La preparación de la Conferencia fue extremadamente difícil y conseguir un acuerdo de mínimos en materia de democracia supuso un enorme esfuerzo.
La Declaración de principios de la Conferencia habla por sí sola. La Unión Europea y los países mediterráneos se comprometían a desarrollar el Estado de derecho y la democracia en sus sistemas políticos, reconociendo al mismo tiempo el derecho de cada uno de ellos a elegir y articular libremente sus propios sistemas políticos, socioculturales, económicos y judiciales… Bajo esta fórmula se admitía la supremacía del sistema democrático, pero cada cual era libre de interpretarlo en función de sus propias condiciones internas. No pudimos llegar más lejos y es obvio que la fórmula era insuficiente. Pero nos sirvió para poner en marcha un conjunto de programas que en su modestia intentaron abrir vías de diálogo para favorecer la evolución interna.
Personalmente, considero que en algunos países de la ribera meridional del Mediterráneo se ha avanzado en lo relativo a los derechos humanos y el pluralismo político. La situación es hoy de notable mejora respecto a los años noventa. No son democracias perfectas, es verdad, pero se ha avanzado.
Creo que sólo el Estado de derecho y la democracia serán capaces de poner freno al radicalismo islamista. No existe un divorcio entre los valores europeos y los valores musulmanes. Pueden coexistir y son en muchos aspectos complementarios e intercambiables. El debate no es discutir qué significa el valor de la vida en la Europa cristiana o en el Mediterráneo musulmán. El debate versa sobre la justicia social y el reparto de la riqueza.
Es siempre mejor luchar por razonable sistema de seguridad social y de desempleo que buscar la salvación en la violencia contra el otro. Hablo, naturalmente, del honrado petit peuple, que es la infinita mayoría. Los iluminados de las dos orillas, ésos, no tienen remedio.
Los españoles, cuando tuvimos la oportunidad de entrar a formar parte de la Comunidad Europea de la época, no teníamos duda de que esta adhesión significaba participar en un espacio donde la libertad, la democracia y los derechos humanos eran parte indisociable de un proyecto que integraba a ciudadanos de diferentes países. Los valores comunes del proceso de integración europeo siempre fueron una referencia para un país que sufrió una dictadura que nos dejó fuera del Tratado de Roma y aislados por muchos años.
Los valores europeos, nuestros valores comunes, se construían en torno al Estado de derecho, la democracia, la Declaración Universal de los Derechos Humanos y una economía social del mercado. Así, gustosamente, nos reconocíamos como ciudadanos europeos, así queríamos que nos reconocieran fuera de nuestras fronteras y, además, nos dimos como gran tarea extender nuestros valores comunes a otras zonas del mundo.
Esta visión de nosotros mismos se justificó aun más con la caída del muro de Berlín y el colapso del comunismo, el otro sistema político y económico que competía con nuestros valores durante el periodo de la guerra fría. Los países de Europa del Este, satelizados por la Unión Soviética, no dudaron en llamar urgentemente a la puerta de la Unión Europea, una vez recuperada su libertad, pidiendo incorporarse al sistema de valores europeos. La mayoría ya lo han conseguido y hoy forman parte de la familia comunitaria.
Después de esta introducción, necesaria para poder explicarme convenientemente, quiero contarles cómo fueron mis experiencias en diferentes zonas del mundo cuando desde la Unión Europea lanzamos el proyecto de un sistema de relaciones exteriores que hacía del respeto de los derechos humanos y la democracia una condición a incluir en cualquier acuerdo de cooperación, hasta el punto que se introducían cláusulas de suspensión del acuerdo en el supuesto de que el gobierno beneficiario se apartara de este respeto, la llamada condicionalidad democrática. La UE tenía como vocación no sólo perfeccionar su proyecto de integración acogiendo a los países del Este, sino también extender por el mundo nuestros valores relativos a la libertad y la democracia. Noble misión que intenté aplicar con entusiasmo, y no pocos problemas, en las áreas de responsabilidad que desempeñé en la Comisión Europea.
Cuando desde Bruselas lanzamos esta política, surgió inmediatamente un debate a nivel internacional, hoy prácticamente desaparecido, en que cada interlocutor pretendía adecuar el Estado de derecho, la democracia y los derechos humanos a su propia historia, su propia cultura y sus propias especificidades nacionales. La polémica de mayor entidad se creó en relación al continente asiático. Frente a las exigencias europeas de más democracia se nos presentaron los asian values: primero el desarrollo económico, luego la democracia, luego los ciudadanos.
China y los entonces Tigres Asiáticos no admitieron la condicionalidad. Pero la brutal crisis económica que comenzó con la devaluación del baht tailandés y sus consecuencias políticas posteriores han llevado a la mayoría de los países del sudeste asiático a admitir que su desarrollo económico pasa ineludiblemente por aceptar los principios básicos de un sistema democrático. China sigue con su modelo de asian values, en una evolución que le es propia y que terminará, en mi opinión, compartiendo junto con la India ser la democracia más grande del mundo. No será fácil, pero llegará este momento.
En Latinoamérica, el diálogo fue mucho más fácil. Todo el continente se encontraba inmerso en la búsqueda de una normalización democrática que pasara página a los años terribles de las juntas militares y las cruentas guerras centroamericanas. Fue un reencuentro feliz y se inició una cooperación en materia de derechos humanos por todos reconocida y que resultó de una enorme utilidad en muchos países de la zona. Desigual fue la acogida en los países africanos que estaban entonces vinculados por la Convención de Lomé. Muchos dirigentes africanos entendieron esta nueva forma de cooperar. Otros, no. Recuerdo que el primer programa de cooperación que propuse fue el de Sudán. Se trataba de unas obscuras masacres en un lejano lugar llamado Darfur. Hace ya más de 15 años.
El Mediterráneo fue el objeto de un conjunto de decisiones muy importantes que dieron lugar a un nuevo cuadro de cooperación que se oficializó en la Conferencia de Barcelona en noviembre de 1995. La preparación de la Conferencia fue extremadamente difícil y conseguir un acuerdo de mínimos en materia de democracia supuso un enorme esfuerzo.
La Declaración de principios de la Conferencia habla por sí sola. La Unión Europea y los países mediterráneos se comprometían a desarrollar el Estado de derecho y la democracia en sus sistemas políticos, reconociendo al mismo tiempo el derecho de cada uno de ellos a elegir y articular libremente sus propios sistemas políticos, socioculturales, económicos y judiciales… Bajo esta fórmula se admitía la supremacía del sistema democrático, pero cada cual era libre de interpretarlo en función de sus propias condiciones internas. No pudimos llegar más lejos y es obvio que la fórmula era insuficiente. Pero nos sirvió para poner en marcha un conjunto de programas que en su modestia intentaron abrir vías de diálogo para favorecer la evolución interna.
Personalmente, considero que en algunos países de la ribera meridional del Mediterráneo se ha avanzado en lo relativo a los derechos humanos y el pluralismo político. La situación es hoy de notable mejora respecto a los años noventa. No son democracias perfectas, es verdad, pero se ha avanzado.
Creo que sólo el Estado de derecho y la democracia serán capaces de poner freno al radicalismo islamista. No existe un divorcio entre los valores europeos y los valores musulmanes. Pueden coexistir y son en muchos aspectos complementarios e intercambiables. El debate no es discutir qué significa el valor de la vida en la Europa cristiana o en el Mediterráneo musulmán. El debate versa sobre la justicia social y el reparto de la riqueza.
Es siempre mejor luchar por razonable sistema de seguridad social y de desempleo que buscar la salvación en la violencia contra el otro. Hablo, naturalmente, del honrado petit peuple, que es la infinita mayoría. Los iluminados de las dos orillas, ésos, no tienen remedio.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario