Por Ian Bremmer, presidente del grupo Eurasia, asesoría sobre riesgos políticos mundiales, y autor de La curva J. Una nueva forma de entender por qué las naciones ascienden y decaen. © Project Syndicate, 2007. Traducción: Carlos Manzano (LA VANGUARDIA, 14/09/07):
Se dice que el poder político en Pakistán tiene esta triple procedencia: Alá, el ejército y el apoyo de Estados Unidos. De los tres, la cúpula del ejército es la que tiene los medios más claros para liberar el país de Pervez Musharraf, el uniformado presidente del Pakistán, y ésa es la razón principal por la que no es probable que un pacto para compartir el poder con la ex primera ministra Benazir Bhutto ponga fin a la agitación política en Pakistán. Musharraf abrigaba la esperanza de prorrogar su presidencia sin ceder a la exigencia de la oposición de que renuncie a su posición militar y vuelva a nombrar a un rival civil para el cargo de primer ministro, pero pocos dirigentes internacionales afrontan tamaña diversidad de enemigos jurados en su país.
Desde que tomó el poder a raíz de un golpe militar en 1999, Musharraf ha sobrevivido a al menos tres graves intentos de asesinato. Su asociación antiterrorista con Estados Unidos socavó fatalmente su alianza política con los conservadores religiosos del país antes incluso de que en julio su gobierno tomara por asalto la mezquita Roja de Islamabad y matara a más de 100 personas. La amenaza de ataques terroristas dentro del país seguirá aumentando.
Musharraf tiene también muchos enemigos seculares. Su ira, enardecida en marzo cuando intentó sin éxito destituir al presidente, de orientación independiente, del Tribunal Supremo, sigue siendo igual de intensa. El Tribunal resolvió recientemente que se debía permitir a Nawaz Sharif, a quien Musharraf derrocó hace ocho años, regresar del exilio. Sharif está preparando una entrada a lo grande. Su decisiva lucha contra la dictadura y su decidida oposición a pacto alguno con Bhutto que lo excluya- se intensificará. Musharraf le ha advertido de que debe permanecer en Londres.
Tampoco Estados Unidos está contento con Musharraf. Algunos en Washington le acusan de haber hecho poco para erradicar a los combatientes de Al Qaeda y talibanes de sus refugios en la frontera del país con Afganistán. Su reciente coqueteo con un plan para esquivar a Bhutto y declarar el estado de emergencia provocó una acerba crítica del Gobierno de Bush.
Pero lo más probable es que el ejército decida en su momento la suerte de su presidencia. El Gobierno de Musharraf ha dado a la cúpula militar una fuerte influencia en la formulación de políticas, pero sus ocho años en el cargo han menoscabado el apoyo público a la influencia dentro del Gobierno del ejército, sobre el que ha recaído también su impopularidad. Consciente de esa amenaza dentro de sus propias filas, Musharraf ha poblado su círculo íntimo de oficiales jóvenes (y de lealtad probada), pero un acuerdo para nombrar primera ministra a Bhutto socavaría la influencia del ejército… y, tarde o temprano, su apoyo a la presidencia de Musharraf. Como primera ministra, podría revisar en su momento su pacto con Musharraf desde una posición de fuerza. Los dirigentes militares lo saben y la amenaza de que le aparten del poder con un golpe pesaría sobre su presidencia hasta bien entrado el año próximo.
No es probable que el ejército actúe directamente contra Musharraf, a no ser que fallen métodos más sutiles. Los generales saben que otro golpe debilitaría aún más la popularidad del ejército, además de la relación de Pakistán con EE. UU. en un momento en que Bhutto y Sharif han infundido esperanzas en su país y en el extranjero sobre un regreso permanente al gobierno civil.
Pero si Musharraf se negara a marcharse discretamente los generales podrían prometerle una larga lista de acusaciones públicas de corrupción sin su protección. La presidencia de Musharraf no podría sobrevivir mucho tiempo sin respaldo militar.
Es probable que los oficiales superiores del ejército sepan que, para preservar la apariencia de que su interferencia política es benévola, no pueden permitirse el lujo de colocar a otro general como presidente. Lo más probable es que apoyen reformas políticas cosméticas, incluida una nueva ley que separe reglamentariamente los cargos de comandante del Ejército y jefe del Estado. Ésa es la estrategia que el ejército adoptó en 1988, a raíz del misterioso accidente aéreo en el que murió el ex presidente (y general) Mohamed Zia ul Haq. El ejército ordenó convocar elecciones, permitió la formación de un gobierno civil y después dirigió el proceso político entre bastidores.
Bhutto, la dirigente de un partido secular que ahora goza de un importante apoyo en Washington, dominaría la planificación de políticas en el próximo gobierno a expensas de Musharraf. Debe granjearse el apoyo interno, pero puede contar con la cooperación económica y de seguridad con Estados Unidos para salvaguardar la estabilidad del país. Además, continuará el papel del ejército como garante de la estabilidad y su control del arsenal nuclear de Pakistán, sus joyas de la corona. Así pues, el Gobierno de Bush puede respaldar con entusiasmo un regreso al gobierno civil y gloriarse de una muy necesaria victoria de la democracia en un país musulmán.
Pero Bhutto heredaría a los enemigos internos de Musharraf. Sharif arremetería contra ella ante cualquier paso en falso, continuarían las amenazas de ataques por parte de los radicales religiosos y el ejército salvaguardaría sus intereses desde fuera del escenario. Otra presión sería la de Estados Unidos, que esperaría la cooperación necesaria para la tarea de pacificación de las zonas tribales que Musharraf ha demostrado no ser capaz de brindar.
En cualquiera de los casos, el ejército seguirá disipando los temores de un caos político, pero también es probable que otra consecuencia de su actitud sea la de que un pacto Musharraf-Bhutto no acabe totalmente con un capítulo tumultuoso de la historia del Pakistán.
Se dice que el poder político en Pakistán tiene esta triple procedencia: Alá, el ejército y el apoyo de Estados Unidos. De los tres, la cúpula del ejército es la que tiene los medios más claros para liberar el país de Pervez Musharraf, el uniformado presidente del Pakistán, y ésa es la razón principal por la que no es probable que un pacto para compartir el poder con la ex primera ministra Benazir Bhutto ponga fin a la agitación política en Pakistán. Musharraf abrigaba la esperanza de prorrogar su presidencia sin ceder a la exigencia de la oposición de que renuncie a su posición militar y vuelva a nombrar a un rival civil para el cargo de primer ministro, pero pocos dirigentes internacionales afrontan tamaña diversidad de enemigos jurados en su país.
Desde que tomó el poder a raíz de un golpe militar en 1999, Musharraf ha sobrevivido a al menos tres graves intentos de asesinato. Su asociación antiterrorista con Estados Unidos socavó fatalmente su alianza política con los conservadores religiosos del país antes incluso de que en julio su gobierno tomara por asalto la mezquita Roja de Islamabad y matara a más de 100 personas. La amenaza de ataques terroristas dentro del país seguirá aumentando.
Musharraf tiene también muchos enemigos seculares. Su ira, enardecida en marzo cuando intentó sin éxito destituir al presidente, de orientación independiente, del Tribunal Supremo, sigue siendo igual de intensa. El Tribunal resolvió recientemente que se debía permitir a Nawaz Sharif, a quien Musharraf derrocó hace ocho años, regresar del exilio. Sharif está preparando una entrada a lo grande. Su decisiva lucha contra la dictadura y su decidida oposición a pacto alguno con Bhutto que lo excluya- se intensificará. Musharraf le ha advertido de que debe permanecer en Londres.
Tampoco Estados Unidos está contento con Musharraf. Algunos en Washington le acusan de haber hecho poco para erradicar a los combatientes de Al Qaeda y talibanes de sus refugios en la frontera del país con Afganistán. Su reciente coqueteo con un plan para esquivar a Bhutto y declarar el estado de emergencia provocó una acerba crítica del Gobierno de Bush.
Pero lo más probable es que el ejército decida en su momento la suerte de su presidencia. El Gobierno de Musharraf ha dado a la cúpula militar una fuerte influencia en la formulación de políticas, pero sus ocho años en el cargo han menoscabado el apoyo público a la influencia dentro del Gobierno del ejército, sobre el que ha recaído también su impopularidad. Consciente de esa amenaza dentro de sus propias filas, Musharraf ha poblado su círculo íntimo de oficiales jóvenes (y de lealtad probada), pero un acuerdo para nombrar primera ministra a Bhutto socavaría la influencia del ejército… y, tarde o temprano, su apoyo a la presidencia de Musharraf. Como primera ministra, podría revisar en su momento su pacto con Musharraf desde una posición de fuerza. Los dirigentes militares lo saben y la amenaza de que le aparten del poder con un golpe pesaría sobre su presidencia hasta bien entrado el año próximo.
No es probable que el ejército actúe directamente contra Musharraf, a no ser que fallen métodos más sutiles. Los generales saben que otro golpe debilitaría aún más la popularidad del ejército, además de la relación de Pakistán con EE. UU. en un momento en que Bhutto y Sharif han infundido esperanzas en su país y en el extranjero sobre un regreso permanente al gobierno civil.
Pero si Musharraf se negara a marcharse discretamente los generales podrían prometerle una larga lista de acusaciones públicas de corrupción sin su protección. La presidencia de Musharraf no podría sobrevivir mucho tiempo sin respaldo militar.
Es probable que los oficiales superiores del ejército sepan que, para preservar la apariencia de que su interferencia política es benévola, no pueden permitirse el lujo de colocar a otro general como presidente. Lo más probable es que apoyen reformas políticas cosméticas, incluida una nueva ley que separe reglamentariamente los cargos de comandante del Ejército y jefe del Estado. Ésa es la estrategia que el ejército adoptó en 1988, a raíz del misterioso accidente aéreo en el que murió el ex presidente (y general) Mohamed Zia ul Haq. El ejército ordenó convocar elecciones, permitió la formación de un gobierno civil y después dirigió el proceso político entre bastidores.
Bhutto, la dirigente de un partido secular que ahora goza de un importante apoyo en Washington, dominaría la planificación de políticas en el próximo gobierno a expensas de Musharraf. Debe granjearse el apoyo interno, pero puede contar con la cooperación económica y de seguridad con Estados Unidos para salvaguardar la estabilidad del país. Además, continuará el papel del ejército como garante de la estabilidad y su control del arsenal nuclear de Pakistán, sus joyas de la corona. Así pues, el Gobierno de Bush puede respaldar con entusiasmo un regreso al gobierno civil y gloriarse de una muy necesaria victoria de la democracia en un país musulmán.
Pero Bhutto heredaría a los enemigos internos de Musharraf. Sharif arremetería contra ella ante cualquier paso en falso, continuarían las amenazas de ataques por parte de los radicales religiosos y el ejército salvaguardaría sus intereses desde fuera del escenario. Otra presión sería la de Estados Unidos, que esperaría la cooperación necesaria para la tarea de pacificación de las zonas tribales que Musharraf ha demostrado no ser capaz de brindar.
En cualquiera de los casos, el ejército seguirá disipando los temores de un caos político, pero también es probable que otra consecuencia de su actitud sea la de que un pacto Musharraf-Bhutto no acabe totalmente con un capítulo tumultuoso de la historia del Pakistán.
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