Por Juan Goytisolo, escritor (EL PAÍS, 24/09/07):
El reciente proceso de Ahmed Benschemi, director de los semanarios marroquíes Nichán y Tel Quel, por la publicación en el primero de una carta abierta al rey Mohamed VI ha hecho correr mucha tinta y provocado polémica, tanto en su país como fuera de él. Sin entrar en su valoración del sistema constitucional marroquí, me limitaré a exponer algunas consideraciones en torno a la lengua en la que fue escrita: la darixa, llamada condescendientemente por los doctos y las “fuerzas vivas”, árabe dialectal o coloquial, por no decir “vulgar”.
Una pregunta me viene inmediatamente a los labios: ¿puede ser “plebeya”, sólo “zafia”, una lengua hablada por el 99% de la población magrebí, tanto en Marruecos como en Argelia? Yo creo que no, y mi conocimiento desde hace décadas de los dos grandes países norteafricanos me ha permitido apreciar su constante creatividad lo mismo en el campo de la oralidad popular que en el de sus manifestaciones musicales, teatrales y artísticas. Como las lenguas neolatinas de la Baja Edad Media -castellano, catalán, portugués, italiano, francés, etcétera-, se ha ido separando de su matriz, el árabe clásico, sin renunciar por ello a sus raíces, y añadiéndole elementos de otros idiomas -tamazigh, andalusí, francés, español- en un continuo ejercicio de mestizaje y mutación que, para alguien apasionado como yo con el viaje de las palabras, es motivo diario de estímulo y admiración. Con una aptitud de asimilación que debería causar envidia, juega con los diferentes registros del habla, crea giros y palabras, inventa refranes, chistes y cuentos accesibles a la casi totalidad de la población. Yo tengo una sabrosa antología de ellos, claro exponente de un humor y de una emotividad incapaces de expresarse en el árabe que sólo una minoría escribe y lee, pero no habla.
Esta lengua popular -peyorativamente tildada de vulgar- integra felizmente los distintos componentes de unas identidades complejas, como lo son la marroquí y la argelina. Identidad a la vez árabe y bereber, y enriquecida por las aportaciones idiomáticas de los antiguos colonizadores. El desfase entre la lengua culta y la hablada afecta a todos los órdenes de la vida social, política y cultural. ¿Cómo escribir en efecto una novela u obra teatral presuntamente descriptiva del ámbito urbano o rural del Marruecos o de la Argelia de hoy en una lengua que nadie habla? Tal dificultad explica por qué medio siglo después de la independencia, gran número de escritores de los dos países se expresan todavía en francés y no en un idioma que no es el materno sino el que se aprende en las escuelas. El afán de lucro y visibilidad en el mercado editorial europeo no aclara dicho fenómeno. El marroquí y argelino hablados no son el árabe oficial consagrado en las Constituciones de ambos países. Consciente de ello, un gran escritor como Kateb Yasín pasó en los últimos años de su vida del francés en el que compuso su bellísima novela Nedjma a la darixa de su país, indiferente a la esquinada desaprobación de los doctos y de la cúpula militar, política y financiera instalada en el poder desde 1965.
Lo ocurrido en Argelia en la década de los setenta y ochenta del pasado siglo con la política de arabización impuesta por Bumedián -política fundada en ese mito de la Unión Árabe desmentido a diario y objeto de chistes crueles tanto en el Magreb como en Egipto-, muestra el estrepitoso fracaso de dicha tentativa, que no consiguió “educar” ni arabizar a la población que se sigue expresando en darixa y cabila, pero bajó en cambio el nivel de conocimiento de francés y sembró las semillas, a través de los profesores reclutados en Oriente Próximo, del salafismo que desembocaría, tras el golpe militar contra la victoria electoral del FIS, en las atrocidades de la guerra civil de los años noventa.
Los pueblos del Magreb, insisto, no se reconocen en una lengua oficial de solemnidad huera. La sienten, al revés, como un freno o bozal a sus aspiraciones a una libre expresión democrática. Excluida del saber literario y científico, la darixa tampoco tiene acceso al mundo político, salvo en los mítines electorales a la caza de votos. Tal divorcio desemboca, como he oído denunciar en algunos coloquios sobre el tema, en el autodesprecio y esquizofrenia. En un ensayo publicado hace unos años en la revista Transeuropéennes de Culture y de cuyo título me he apropiado para encabezar éste, el universitario tunecino Yadh Ben Achour, resumía la situación en unos términos que merecen su reproducción in extenso:
“En las asambleas parlamentarias, tribunas políticas, e incluso, salvo excepciones, en las ceremonias oficiales, el lenguaje se transforma en lectura, pues nadie, en parte alguna, es capaz de hablar el árabe clásico. Eso da al lenguaje político el aspecto paródico y acartonado de la lengue de bois. En dicho contexto, la libertad de expresión se ve profundamente afectada. La substitución del habla por la lectura se transforma en traba. Nuestros diputados, presentadores de televisión, jefes, políticos, adoptan un tono engolado y retórico. Informaciones radiofónicas o televisivas, discursos de jefes de Estado pasan de lado de una gran parte de la población, sin rozarla apenas. Nuestros políticos, en general, no hablan: leen. El temor a hablar suscita y revela en ellos el miedo de pensar”.
¿Puede durar indefinidamente tal estado de cosas? Yo creo que no. Los jóvenes con quienes hablo no comparten el menosprecio oficial o erudito por su lengua materna. Esta se abre ya lentamente paso, como el tamazigh, en los medios informativos y, previsiblemente, se extenderá cada vez más. Dado que la identidad magrebí es múltiple y mutante -como lo son todas las identidades, digan lo que digan las constituciones y textos oficiales-, la darixa y el bereber común al Atlas y la Cabilia arraigarán más temprano que tarde en el campo del saber y de la cultura, por dura que sea la resistencia de los letrados y de los poderes fácticos. El árabe clásico permanecerá, claro está, en el ámbito religioso y en el interestatal. Pero la comunicación en marroquí y argelino abarcará el contenido de los periódicos, del espacio escénico, del cine y de la creación literaria. Poner en boca de un personaje marrakchi o tangerino el habla estereotipada del Oriente Próximo provoca y provocará inevitablemente el efecto saludable de la risa. Y ésta ha marcado siempre la dirección hacia la que se encaminan los pueblos ansiosos de libertad y de progreso cualesquiera que sean los obstáculos que se interpongan en su camino.
El reciente proceso de Ahmed Benschemi, director de los semanarios marroquíes Nichán y Tel Quel, por la publicación en el primero de una carta abierta al rey Mohamed VI ha hecho correr mucha tinta y provocado polémica, tanto en su país como fuera de él. Sin entrar en su valoración del sistema constitucional marroquí, me limitaré a exponer algunas consideraciones en torno a la lengua en la que fue escrita: la darixa, llamada condescendientemente por los doctos y las “fuerzas vivas”, árabe dialectal o coloquial, por no decir “vulgar”.
Una pregunta me viene inmediatamente a los labios: ¿puede ser “plebeya”, sólo “zafia”, una lengua hablada por el 99% de la población magrebí, tanto en Marruecos como en Argelia? Yo creo que no, y mi conocimiento desde hace décadas de los dos grandes países norteafricanos me ha permitido apreciar su constante creatividad lo mismo en el campo de la oralidad popular que en el de sus manifestaciones musicales, teatrales y artísticas. Como las lenguas neolatinas de la Baja Edad Media -castellano, catalán, portugués, italiano, francés, etcétera-, se ha ido separando de su matriz, el árabe clásico, sin renunciar por ello a sus raíces, y añadiéndole elementos de otros idiomas -tamazigh, andalusí, francés, español- en un continuo ejercicio de mestizaje y mutación que, para alguien apasionado como yo con el viaje de las palabras, es motivo diario de estímulo y admiración. Con una aptitud de asimilación que debería causar envidia, juega con los diferentes registros del habla, crea giros y palabras, inventa refranes, chistes y cuentos accesibles a la casi totalidad de la población. Yo tengo una sabrosa antología de ellos, claro exponente de un humor y de una emotividad incapaces de expresarse en el árabe que sólo una minoría escribe y lee, pero no habla.
Esta lengua popular -peyorativamente tildada de vulgar- integra felizmente los distintos componentes de unas identidades complejas, como lo son la marroquí y la argelina. Identidad a la vez árabe y bereber, y enriquecida por las aportaciones idiomáticas de los antiguos colonizadores. El desfase entre la lengua culta y la hablada afecta a todos los órdenes de la vida social, política y cultural. ¿Cómo escribir en efecto una novela u obra teatral presuntamente descriptiva del ámbito urbano o rural del Marruecos o de la Argelia de hoy en una lengua que nadie habla? Tal dificultad explica por qué medio siglo después de la independencia, gran número de escritores de los dos países se expresan todavía en francés y no en un idioma que no es el materno sino el que se aprende en las escuelas. El afán de lucro y visibilidad en el mercado editorial europeo no aclara dicho fenómeno. El marroquí y argelino hablados no son el árabe oficial consagrado en las Constituciones de ambos países. Consciente de ello, un gran escritor como Kateb Yasín pasó en los últimos años de su vida del francés en el que compuso su bellísima novela Nedjma a la darixa de su país, indiferente a la esquinada desaprobación de los doctos y de la cúpula militar, política y financiera instalada en el poder desde 1965.
Lo ocurrido en Argelia en la década de los setenta y ochenta del pasado siglo con la política de arabización impuesta por Bumedián -política fundada en ese mito de la Unión Árabe desmentido a diario y objeto de chistes crueles tanto en el Magreb como en Egipto-, muestra el estrepitoso fracaso de dicha tentativa, que no consiguió “educar” ni arabizar a la población que se sigue expresando en darixa y cabila, pero bajó en cambio el nivel de conocimiento de francés y sembró las semillas, a través de los profesores reclutados en Oriente Próximo, del salafismo que desembocaría, tras el golpe militar contra la victoria electoral del FIS, en las atrocidades de la guerra civil de los años noventa.
Los pueblos del Magreb, insisto, no se reconocen en una lengua oficial de solemnidad huera. La sienten, al revés, como un freno o bozal a sus aspiraciones a una libre expresión democrática. Excluida del saber literario y científico, la darixa tampoco tiene acceso al mundo político, salvo en los mítines electorales a la caza de votos. Tal divorcio desemboca, como he oído denunciar en algunos coloquios sobre el tema, en el autodesprecio y esquizofrenia. En un ensayo publicado hace unos años en la revista Transeuropéennes de Culture y de cuyo título me he apropiado para encabezar éste, el universitario tunecino Yadh Ben Achour, resumía la situación en unos términos que merecen su reproducción in extenso:
“En las asambleas parlamentarias, tribunas políticas, e incluso, salvo excepciones, en las ceremonias oficiales, el lenguaje se transforma en lectura, pues nadie, en parte alguna, es capaz de hablar el árabe clásico. Eso da al lenguaje político el aspecto paródico y acartonado de la lengue de bois. En dicho contexto, la libertad de expresión se ve profundamente afectada. La substitución del habla por la lectura se transforma en traba. Nuestros diputados, presentadores de televisión, jefes, políticos, adoptan un tono engolado y retórico. Informaciones radiofónicas o televisivas, discursos de jefes de Estado pasan de lado de una gran parte de la población, sin rozarla apenas. Nuestros políticos, en general, no hablan: leen. El temor a hablar suscita y revela en ellos el miedo de pensar”.
¿Puede durar indefinidamente tal estado de cosas? Yo creo que no. Los jóvenes con quienes hablo no comparten el menosprecio oficial o erudito por su lengua materna. Esta se abre ya lentamente paso, como el tamazigh, en los medios informativos y, previsiblemente, se extenderá cada vez más. Dado que la identidad magrebí es múltiple y mutante -como lo son todas las identidades, digan lo que digan las constituciones y textos oficiales-, la darixa y el bereber común al Atlas y la Cabilia arraigarán más temprano que tarde en el campo del saber y de la cultura, por dura que sea la resistencia de los letrados y de los poderes fácticos. El árabe clásico permanecerá, claro está, en el ámbito religioso y en el interestatal. Pero la comunicación en marroquí y argelino abarcará el contenido de los periódicos, del espacio escénico, del cine y de la creación literaria. Poner en boca de un personaje marrakchi o tangerino el habla estereotipada del Oriente Próximo provoca y provocará inevitablemente el efecto saludable de la risa. Y ésta ha marcado siempre la dirección hacia la que se encaminan los pueblos ansiosos de libertad y de progreso cualesquiera que sean los obstáculos que se interpongan en su camino.
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