Por Manuel Olivencia, de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación (ABC, 25/09/07):
Curiosamente, las vacaciones son un período de intensa actividad académica. Cierran universidades y academias, se interrumpe el curso regular; pero la ausencia de las aulas es ocasión propicia para la celebración de jornadas, congresos y cursos de verano, para encontrarse aquellos que, distantes en sus lugares de trabajo, coinciden en ocupaciones y preocupaciones. Pese a la revolución de las telecomunicaciones, la magia de la comunicación directa, sin medios ni intermediarios, sigue siendo fuente de intercambio de ideas, de conocimiento y de entendimiento.
El pasado julio ha sido para mí rico en esas experiencias. En Ceuta, el centenario de su Cámara de Comercio; en Oviedo, el Jurado del Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades; en Viena, el Congreso de la Comisión de las Naciones Unidas para el Derecho Mercantil Internacional (Uncitral), que celebró su 40º período de sesiones; en Boadilla del Monte, la Jornada conmemorativa del 150 aniversario del Banco de Santander, y en Galicia (Pazo de Mariñán), el curso de verano del Poder Judicial. Actividades diversas, pero todas de dimensión internacional, en las que la globalización, común denominador, fue tema específico de dos de ellos: el Congreso de Uncitral y el curso de Mariñán.
Uncitral, creada en 1966 por la Asamblea General de la ONU con la misión de unificar y armonizar el Derecho del comercio internacional, eligió para su Congreso un tema de actualidad acuciante: enunciado en español, «Un Derecho moderno para un comercio globalizado»; en inglés, «Modern Law for Global Commerce»; en francés, «Un Droit moderne pour un commerce mondial».
Obsérvense las diferencias lingüísticas en el adjetivo calificativo: global, en inglés; mundial, en francés; globalizado, en español. El francés se aparta de un término que con su novedad quiere expresar la del fenómeno; pero se queda corto: «mundial» es todo lo relativo al mundo; «global» expresa algo más, sobre todo en nuestra lengua. «Globalizado» es participio del verbo «globalizar», el resultado de un hacer; «globalización», como indica el sufijo, expresa acción. Es acertada la acepción con la que el DRAE ha acogido el vocablo: «Tendencia de los mercados y de las empresas a extenderse, alcanzando una dimensión mundial que sobrepasa las fronteras nacionales»; «tendencia» es expresión dinámica, que significa fuerza o inclinación hacia un fin.
Esa fuerza ha sido constante en la historia del comercio. Cuando la doctrina clásica definía el Derecho mercantil por «notas específicas» y entre ellas enunciaba su «tendencia a la internacionalidad», realmente se refería a las exigencias de la materia regulada, el comercio, que propende a superar las fronteras nacionales. Mercurio, su dios, se representa en un icono con pies alados, símbolo de desplazamientos y de la velocidad propia de la actividad mercantil.
Pero nunca como ahora han tenido tanta fuerza expansiva las relaciones mercantiles, sus escenarios (los mercados) y las actividades de sus protagonistas principales (los empresarios). Esa tendencia es un signo de nuestro tiempo y de nuestro espacio, categorías que ha cambiado la revolución de las telecomunicaciones. El mundo ha empequeñecido («la aldea global»), las distancias se han acortado, la transmisión de datos, voces e imágenes es inmediata («en tiempo real»), el ritmo de la historia se ha acelerado.
El fenómeno no es exclusivamente económico. Son espectaculares los cambios políticos, sociales y culturales provocados por la globalización, una corriente tan incontenible como el fenómeno natural de las mareas y que tiene, además, ventajas incuestionables. Un mercado global contribuye a la creación y a la circulación de riqueza y de trabajo, a la elevación del nivel de vida, al incremento de la competitividad, al desarrollo, también global.
Pero no pueden ignorarse los riesgos de la globalización, sobre todo en la fase inicial, que parte de abismales diferencias entre países pobres y ricos: la inmigración descontrolada, la relocalización de empresas, la explotación de mano de obra son consecuencias negativas que hay que corregir.
En el Congreso de Uncitral, el jurista ruso Lebedev citó esta frase de un compatriota (Mark Rozovski): «Globalistas son los que van a McDonald´s; antiglobalistas son los que van a McDonald´s y después a una manifestación contra los globalistas». Parece muy «progre» oponerse a la globalización; pero no es útil ni razonable. Lo acertado es aprovechar sus buenos frutos y separarlos de la cizaña de las injusticias. Y para luchar contra éstas no hay más arma que el Derecho. Así lo proclamaba, en el ámbito que le es propio, el título del Congreso de Uncitral: «Un Derecho moderno para un comercio globalizado». Éste es una realidad; aquél es todavía un ideal por el que se nos convoca a los juristas.
Ahí está el reto a la política jurídica, o, si se quiere, a políticos y juristas: adaptar a unos mercados globalizados un Derecho que, siempre a rastra de los cambios, no ha alcanzado aún tal dimensión. Mientras la vida económica vuela a impulso de una corriente incontenible, el Derecho tiende, inerte, a encerrarse en fronteras nacionales, al amparo de la soberanía del Estado, cuando esos conceptos políticos han cambiado a consecuencia del fenómeno globalizador. El Estado, débil para arrostrar nuevos retos, acude a la solución paradójica de debilitarse aún más para fortalecerse en esa lucha. Las uniones supranacionales, como nuestra europea, son producto de cesiones de soberanía a cambio de la fuerza comunitaria. El Estado se desprende de viejos atributos, enmohecidos a la intemperie del nuevo clima, para convertirse en miembro de la Unión. Y de ésta brota un Derecho nuevo, que unifica o armoniza los Derechos nacionales.
Los tratados son actos de soberanía por los que los Estados se obligan. Fuente principal del Derecho uniforme, queda limitada al ámbito concreto de aplicación y condicionada en su éxito al número y a la entidad de los Estados parte. Uncitral, foro mundial de unificación y armonización, además de preparar convenios internacionales, utiliza otros medios no vinculantes, pero más ágiles y flexibles: leyes modelo y guías legislativas orientan a los legisladores nacionales en objetivos comunes para limar diferencias entre ordenamientos internos.
El camino del nuevo Derecho es largo y lento; exige esfuerzo y tiempo para ofrecer frutos valiosos, siempre escasos. No existe un legislador internacional, y en esa carencia reside el déficit jurídico de un tráfico económico globalizado.
No es extraño que, en esa coyuntura, sean las empresas las que creen su propio Derecho (la nueva lex mercatoria) y solucionen sus conflictos al margen de las jurisdicciones nacionales (arbitraje). Pero la autonomía de la voluntad siempre necesita el respaldo del Derecho objetivo.
Al regreso de Viena, en el curso del Pazo de Mariñán pude comprobar que el tema de la globalización era objeto de especial interés en el programa destinado a jueces y magistrados.
Los juristas españoles no podemos permanecer ajenos a las cuestiones que plantea este mundo globalizado; nuestra Constitución es sabia y contiene claves para afrontarlas: unidad de mercado, competencia exclusiva del Estado en materia de legislación mercantil, unidad del ordenamiento jurídico, igualdad ante la ley, celebración de tratados, atribución a organizaciones internacionales de competencias constitucionales.
Cuando el mundo camina hacia un Derecho nuevo para un comercio global y busca fórmulas de integración y de unidad, no puede admitirse que la legislación autonómica, en una fiebre intervencionista de la actividad económica, desborde los cauces constitucionales, rompa la unidad del mercado y cree diferencias y desigualdades. Sería ir marcha atrás o, aún más grave, circular en sentido contrario a la dirección única, como los suicidas de la carretera.
Curiosamente, las vacaciones son un período de intensa actividad académica. Cierran universidades y academias, se interrumpe el curso regular; pero la ausencia de las aulas es ocasión propicia para la celebración de jornadas, congresos y cursos de verano, para encontrarse aquellos que, distantes en sus lugares de trabajo, coinciden en ocupaciones y preocupaciones. Pese a la revolución de las telecomunicaciones, la magia de la comunicación directa, sin medios ni intermediarios, sigue siendo fuente de intercambio de ideas, de conocimiento y de entendimiento.
El pasado julio ha sido para mí rico en esas experiencias. En Ceuta, el centenario de su Cámara de Comercio; en Oviedo, el Jurado del Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades; en Viena, el Congreso de la Comisión de las Naciones Unidas para el Derecho Mercantil Internacional (Uncitral), que celebró su 40º período de sesiones; en Boadilla del Monte, la Jornada conmemorativa del 150 aniversario del Banco de Santander, y en Galicia (Pazo de Mariñán), el curso de verano del Poder Judicial. Actividades diversas, pero todas de dimensión internacional, en las que la globalización, común denominador, fue tema específico de dos de ellos: el Congreso de Uncitral y el curso de Mariñán.
Uncitral, creada en 1966 por la Asamblea General de la ONU con la misión de unificar y armonizar el Derecho del comercio internacional, eligió para su Congreso un tema de actualidad acuciante: enunciado en español, «Un Derecho moderno para un comercio globalizado»; en inglés, «Modern Law for Global Commerce»; en francés, «Un Droit moderne pour un commerce mondial».
Obsérvense las diferencias lingüísticas en el adjetivo calificativo: global, en inglés; mundial, en francés; globalizado, en español. El francés se aparta de un término que con su novedad quiere expresar la del fenómeno; pero se queda corto: «mundial» es todo lo relativo al mundo; «global» expresa algo más, sobre todo en nuestra lengua. «Globalizado» es participio del verbo «globalizar», el resultado de un hacer; «globalización», como indica el sufijo, expresa acción. Es acertada la acepción con la que el DRAE ha acogido el vocablo: «Tendencia de los mercados y de las empresas a extenderse, alcanzando una dimensión mundial que sobrepasa las fronteras nacionales»; «tendencia» es expresión dinámica, que significa fuerza o inclinación hacia un fin.
Esa fuerza ha sido constante en la historia del comercio. Cuando la doctrina clásica definía el Derecho mercantil por «notas específicas» y entre ellas enunciaba su «tendencia a la internacionalidad», realmente se refería a las exigencias de la materia regulada, el comercio, que propende a superar las fronteras nacionales. Mercurio, su dios, se representa en un icono con pies alados, símbolo de desplazamientos y de la velocidad propia de la actividad mercantil.
Pero nunca como ahora han tenido tanta fuerza expansiva las relaciones mercantiles, sus escenarios (los mercados) y las actividades de sus protagonistas principales (los empresarios). Esa tendencia es un signo de nuestro tiempo y de nuestro espacio, categorías que ha cambiado la revolución de las telecomunicaciones. El mundo ha empequeñecido («la aldea global»), las distancias se han acortado, la transmisión de datos, voces e imágenes es inmediata («en tiempo real»), el ritmo de la historia se ha acelerado.
El fenómeno no es exclusivamente económico. Son espectaculares los cambios políticos, sociales y culturales provocados por la globalización, una corriente tan incontenible como el fenómeno natural de las mareas y que tiene, además, ventajas incuestionables. Un mercado global contribuye a la creación y a la circulación de riqueza y de trabajo, a la elevación del nivel de vida, al incremento de la competitividad, al desarrollo, también global.
Pero no pueden ignorarse los riesgos de la globalización, sobre todo en la fase inicial, que parte de abismales diferencias entre países pobres y ricos: la inmigración descontrolada, la relocalización de empresas, la explotación de mano de obra son consecuencias negativas que hay que corregir.
En el Congreso de Uncitral, el jurista ruso Lebedev citó esta frase de un compatriota (Mark Rozovski): «Globalistas son los que van a McDonald´s; antiglobalistas son los que van a McDonald´s y después a una manifestación contra los globalistas». Parece muy «progre» oponerse a la globalización; pero no es útil ni razonable. Lo acertado es aprovechar sus buenos frutos y separarlos de la cizaña de las injusticias. Y para luchar contra éstas no hay más arma que el Derecho. Así lo proclamaba, en el ámbito que le es propio, el título del Congreso de Uncitral: «Un Derecho moderno para un comercio globalizado». Éste es una realidad; aquél es todavía un ideal por el que se nos convoca a los juristas.
Ahí está el reto a la política jurídica, o, si se quiere, a políticos y juristas: adaptar a unos mercados globalizados un Derecho que, siempre a rastra de los cambios, no ha alcanzado aún tal dimensión. Mientras la vida económica vuela a impulso de una corriente incontenible, el Derecho tiende, inerte, a encerrarse en fronteras nacionales, al amparo de la soberanía del Estado, cuando esos conceptos políticos han cambiado a consecuencia del fenómeno globalizador. El Estado, débil para arrostrar nuevos retos, acude a la solución paradójica de debilitarse aún más para fortalecerse en esa lucha. Las uniones supranacionales, como nuestra europea, son producto de cesiones de soberanía a cambio de la fuerza comunitaria. El Estado se desprende de viejos atributos, enmohecidos a la intemperie del nuevo clima, para convertirse en miembro de la Unión. Y de ésta brota un Derecho nuevo, que unifica o armoniza los Derechos nacionales.
Los tratados son actos de soberanía por los que los Estados se obligan. Fuente principal del Derecho uniforme, queda limitada al ámbito concreto de aplicación y condicionada en su éxito al número y a la entidad de los Estados parte. Uncitral, foro mundial de unificación y armonización, además de preparar convenios internacionales, utiliza otros medios no vinculantes, pero más ágiles y flexibles: leyes modelo y guías legislativas orientan a los legisladores nacionales en objetivos comunes para limar diferencias entre ordenamientos internos.
El camino del nuevo Derecho es largo y lento; exige esfuerzo y tiempo para ofrecer frutos valiosos, siempre escasos. No existe un legislador internacional, y en esa carencia reside el déficit jurídico de un tráfico económico globalizado.
No es extraño que, en esa coyuntura, sean las empresas las que creen su propio Derecho (la nueva lex mercatoria) y solucionen sus conflictos al margen de las jurisdicciones nacionales (arbitraje). Pero la autonomía de la voluntad siempre necesita el respaldo del Derecho objetivo.
Al regreso de Viena, en el curso del Pazo de Mariñán pude comprobar que el tema de la globalización era objeto de especial interés en el programa destinado a jueces y magistrados.
Los juristas españoles no podemos permanecer ajenos a las cuestiones que plantea este mundo globalizado; nuestra Constitución es sabia y contiene claves para afrontarlas: unidad de mercado, competencia exclusiva del Estado en materia de legislación mercantil, unidad del ordenamiento jurídico, igualdad ante la ley, celebración de tratados, atribución a organizaciones internacionales de competencias constitucionales.
Cuando el mundo camina hacia un Derecho nuevo para un comercio global y busca fórmulas de integración y de unidad, no puede admitirse que la legislación autonómica, en una fiebre intervencionista de la actividad económica, desborde los cauces constitucionales, rompa la unidad del mercado y cree diferencias y desigualdades. Sería ir marcha atrás o, aún más grave, circular en sentido contrario a la dirección única, como los suicidas de la carretera.
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