Por Xavier Rubert de Ventós, filósofo (EL PAÍS, 15/09/07):
Allá por los años sesenta, el profesor Canals, catedrático de Metafísica de la Universidad de Barcelona, estampó un cartel en el tablón de anuncios de la Facultad, mayoritariamente ocupado entonces por los pasquines del nuevo y clandestino Sindicato Democrático. El cartel reproducía una encuesta publicada en un periódico sobre los practicantes de distintos credos en España. Su cómputo venía a ser más o menos el que sigue: católicos, 18.320.432; luteranos, 5.424; musulmanes, 2.122; ateos, 1.670; calvinistas, 624; budistas, 63; sectarios de la intelectiva (sic), 1.
Como puede verse, esta clasificación tiene algo de aquella enciclopedia china citada por Borges donde los animales se dividían en: 1. Pertenecientes al emperador. 2. Embalsamados. 3. Cochinillos de leche. 4. Pintados con un pincel de pelo de camello. 5. No incluidos en la presente clasificación. 6. Innumerables, etcétera. Ambas clasificaciones son pintorescas, de fijo, pero lo que a mí más me impresionó y no he dejado de preguntarme es quién sería aquel pobre “sectario de la intelectiva” que obligó al encuestador a establecer una categoría para él solo. Y no es que nos falten hoy sectarios y doctrinarios de las especies más extravagantes, especies que merecerían sin duda un puesto en el listado del doctor Canals. Tenemos más de un “sectario de la intelectiva”, ciertamente, pero también los tenemos del Monetarismo o del Constitucionalismo, de las Prístinas Esencias Nacionales o, por el contrario, de las Intangibles Fronteras Patrias.
Simplificando, diría que hay sectarios del Cristianismo, sectarios del Monetarismo (los liberal-leninistas) y sectarios del Oficialismo y de la integridad de la (su) patria. Los primeros creen sobre todo en la Iglesia católica; los segundos, en el Libre Mercado, y los terceros en el Boletín Oficial del Estado -o simplemente, en el papel timbrado-. A todos ellos les une eso, la fe. No la fe en lo mismo, obviamente, pero sí el hecho de entender aquello en lo que creen como la Única Verdad, como la inapelable Realidad, como el Hito que separa lo que va y lo que no va a misa. A su particular misa, claro está.
Aquí mi acuerdo es grande con el artículo de Savater Nuestras raíces cristianas (EL PAÍS, 5 de julio de 2003) y con la tesis de su más reciente libro La vida eterna. Sostiene Savater que ese discurso sobre “las raíces cristianas” debemos privatizarlo y aparcarlo lejos de la Constitución. Cierto que en otro artículo (EL PAÍS, 5 de marzo de 2003) yo había defendido algo distinto: que Europa sí resulta ser cristiana en un sentido que a veces llega a horrorizarme, y que sin embargo no me atrevería a negar. Pero esta diferencia de matiz es irrelevante comparada con la absoluta coincidencia en lo que a ambos nos gusta y lo que nos disgusta. Nos gusta la alergia del cristianismo a las idolatrías de este mundo y su “concentración parcelaria” en el otro; apreciamos su pasión desmitificadora, su tácito empuje (al menos donde y cuando ha estado en minoría) a la secularización de la sociedad y a la separación de poderes; valoramos (yo, al menos) el hecho de que fueran tres católicos -Monnet, Schuman y De Gasperi- quienes se atrevieron, para construir Europa, a sacar los huevos del cazo (”los Estados europeos son huevos duros”, había dicho De Gaulle, “y con huevos duros no se hace una tortilla”). Nos asusta, en cambio, a Savater y a mí, la terrible y excluyente pasión cristiana por “la Verdad y la Vida”; una pasión que está en la base de la ciencia, ciertamente, pero también de todas las guerras y holocaustos que han caracterizado y diseñado Europa.
Lo único que me atrevería a añadir es que esta crítica a la religión dogmática y doctrinaria debiéramos seguir aplicándola también a los otros dogmatismos -al del Mercado y al del Estado- que han venido a tomar el lugar de aquéllos en las sociedades más secularizadas. Dejo aquí el del Mercado, cuyas disfunciones han sido ya apuntados desde Polanyi y Stiglitz hasta los más recientes antiglobalizadores. Y me limito a las del Estado democrático: aquel que, en nombre de la Voluntad Popular, sacraliza el ámbito y las fronteras dentro de las cuales esta voluntad tiene derecho a expresarse.
El perfil de los Estados actuales pocas veces resultó dibujado por ninguna Constitución o voluntad popular: Montesquieu nos dejó una teoría del dintorno democrático (separación del Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, etcétera) pero no de su contorno. De hecho, el trazado de las actuales fronteras es producto del azar y de la violencia: del semen de sus reyes, el pacto de sus señores y la sangre de sus súbditos. Ir desacralizando mitos fundacionales y proponer un referéndum sin violencia como forma de definir este ámbito me parece un fenomenal avance democrático. Y considerar por principio una aberración antidemocrática el que pueblos como el vasco o el catalán puedan decidir sobre su futuro votando “a la canadiense” me parece el mayor abuso que pueda hacerse de las palabras Constitución, Democracia o Libertad. ¿O es que tales términos sólo son sagrados cuando han sido con-sagrados a sangre y fuego por una historia que hoy todos reconocemos no apta para menores? ¿O es que cuando se trata de África las buenas fronteras han de haber sido trazadas por las potencias coloniales con la regla y el compás? ¿O es que sólo son demócratas las fronteras defendidas en Argelia o Turquía por unos militares golpistas que todos reconocen como impresentables? ¿O no será al fin y al cabo que aquel solitario “sectario de la intelectiva” en la lista del doctor Canals forma hoy en España legión: una legión que no duda en anteponer un nacionalismo camuflado en Constitución a la expresión libre de los pueblos “no incluidos en la presente clasificación” borgiana?
Los catalanes que aspiramos a una cordial relación bilateral, a una libre y pactada federación con España, sólo pretendemos escribir una historia apta para todos los públicos. Una historia cuyo enemigo primero y principal son los terroristas, claro está (al fin y al cabo ellos son hoy los más cualificados mantenedores de aquella cartografía dibujada a base de sangre y fuego). Pero una historia -hélas- que necesitaría contar punto y seguido con la comprensión -iba a decir: con la complicidad- de los propios españoles.
Éste es el escenario que me aparece hoy tan necesario como inviable, tan imprescindible como imposible. Del sueño en un Estatut de corte bilateral, votado por nuestro Parlament, hemos despertado ante la cruda realidad de tener que seguir mendigando una infraestructura de más, un peaje de menos, una balanza fiscal equitativa, por el amor de Dios. El equilibrio de fuerzas y nuestra capacidad de negociación con España no parecen dar mucho más de sí. Ni tampoco parece que vaya a permitirnos superar el procedimiento humillante, entre pícaro y servil, del peix al cove, el pescado al cesto. Desde perspectivas distintas, tanto Roca como Maragall tropezaron contra este hecho tozudo, contra este meme bien injertado en el hipotálamo de los españoles y con el que Pujol nunca dejó de contar. De ahí que algunos catalanes puedan ir llegando a la conclusión de que, en aras de la cordialidad entre unos y otros, y por el bien de todos, debiéramos invertir así los términos: “No queremos más peix al cove; queremos simplemente el cove”. Una variante del conocido dicho mexicano: “Ahora ya no quiero queso; sólo salir de la ratonera”.
Así de simple; así, por ahora, de imposible.
Allá por los años sesenta, el profesor Canals, catedrático de Metafísica de la Universidad de Barcelona, estampó un cartel en el tablón de anuncios de la Facultad, mayoritariamente ocupado entonces por los pasquines del nuevo y clandestino Sindicato Democrático. El cartel reproducía una encuesta publicada en un periódico sobre los practicantes de distintos credos en España. Su cómputo venía a ser más o menos el que sigue: católicos, 18.320.432; luteranos, 5.424; musulmanes, 2.122; ateos, 1.670; calvinistas, 624; budistas, 63; sectarios de la intelectiva (sic), 1.
Como puede verse, esta clasificación tiene algo de aquella enciclopedia china citada por Borges donde los animales se dividían en: 1. Pertenecientes al emperador. 2. Embalsamados. 3. Cochinillos de leche. 4. Pintados con un pincel de pelo de camello. 5. No incluidos en la presente clasificación. 6. Innumerables, etcétera. Ambas clasificaciones son pintorescas, de fijo, pero lo que a mí más me impresionó y no he dejado de preguntarme es quién sería aquel pobre “sectario de la intelectiva” que obligó al encuestador a establecer una categoría para él solo. Y no es que nos falten hoy sectarios y doctrinarios de las especies más extravagantes, especies que merecerían sin duda un puesto en el listado del doctor Canals. Tenemos más de un “sectario de la intelectiva”, ciertamente, pero también los tenemos del Monetarismo o del Constitucionalismo, de las Prístinas Esencias Nacionales o, por el contrario, de las Intangibles Fronteras Patrias.
Simplificando, diría que hay sectarios del Cristianismo, sectarios del Monetarismo (los liberal-leninistas) y sectarios del Oficialismo y de la integridad de la (su) patria. Los primeros creen sobre todo en la Iglesia católica; los segundos, en el Libre Mercado, y los terceros en el Boletín Oficial del Estado -o simplemente, en el papel timbrado-. A todos ellos les une eso, la fe. No la fe en lo mismo, obviamente, pero sí el hecho de entender aquello en lo que creen como la Única Verdad, como la inapelable Realidad, como el Hito que separa lo que va y lo que no va a misa. A su particular misa, claro está.
Aquí mi acuerdo es grande con el artículo de Savater Nuestras raíces cristianas (EL PAÍS, 5 de julio de 2003) y con la tesis de su más reciente libro La vida eterna. Sostiene Savater que ese discurso sobre “las raíces cristianas” debemos privatizarlo y aparcarlo lejos de la Constitución. Cierto que en otro artículo (EL PAÍS, 5 de marzo de 2003) yo había defendido algo distinto: que Europa sí resulta ser cristiana en un sentido que a veces llega a horrorizarme, y que sin embargo no me atrevería a negar. Pero esta diferencia de matiz es irrelevante comparada con la absoluta coincidencia en lo que a ambos nos gusta y lo que nos disgusta. Nos gusta la alergia del cristianismo a las idolatrías de este mundo y su “concentración parcelaria” en el otro; apreciamos su pasión desmitificadora, su tácito empuje (al menos donde y cuando ha estado en minoría) a la secularización de la sociedad y a la separación de poderes; valoramos (yo, al menos) el hecho de que fueran tres católicos -Monnet, Schuman y De Gasperi- quienes se atrevieron, para construir Europa, a sacar los huevos del cazo (”los Estados europeos son huevos duros”, había dicho De Gaulle, “y con huevos duros no se hace una tortilla”). Nos asusta, en cambio, a Savater y a mí, la terrible y excluyente pasión cristiana por “la Verdad y la Vida”; una pasión que está en la base de la ciencia, ciertamente, pero también de todas las guerras y holocaustos que han caracterizado y diseñado Europa.
Lo único que me atrevería a añadir es que esta crítica a la religión dogmática y doctrinaria debiéramos seguir aplicándola también a los otros dogmatismos -al del Mercado y al del Estado- que han venido a tomar el lugar de aquéllos en las sociedades más secularizadas. Dejo aquí el del Mercado, cuyas disfunciones han sido ya apuntados desde Polanyi y Stiglitz hasta los más recientes antiglobalizadores. Y me limito a las del Estado democrático: aquel que, en nombre de la Voluntad Popular, sacraliza el ámbito y las fronteras dentro de las cuales esta voluntad tiene derecho a expresarse.
El perfil de los Estados actuales pocas veces resultó dibujado por ninguna Constitución o voluntad popular: Montesquieu nos dejó una teoría del dintorno democrático (separación del Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, etcétera) pero no de su contorno. De hecho, el trazado de las actuales fronteras es producto del azar y de la violencia: del semen de sus reyes, el pacto de sus señores y la sangre de sus súbditos. Ir desacralizando mitos fundacionales y proponer un referéndum sin violencia como forma de definir este ámbito me parece un fenomenal avance democrático. Y considerar por principio una aberración antidemocrática el que pueblos como el vasco o el catalán puedan decidir sobre su futuro votando “a la canadiense” me parece el mayor abuso que pueda hacerse de las palabras Constitución, Democracia o Libertad. ¿O es que tales términos sólo son sagrados cuando han sido con-sagrados a sangre y fuego por una historia que hoy todos reconocemos no apta para menores? ¿O es que cuando se trata de África las buenas fronteras han de haber sido trazadas por las potencias coloniales con la regla y el compás? ¿O es que sólo son demócratas las fronteras defendidas en Argelia o Turquía por unos militares golpistas que todos reconocen como impresentables? ¿O no será al fin y al cabo que aquel solitario “sectario de la intelectiva” en la lista del doctor Canals forma hoy en España legión: una legión que no duda en anteponer un nacionalismo camuflado en Constitución a la expresión libre de los pueblos “no incluidos en la presente clasificación” borgiana?
Los catalanes que aspiramos a una cordial relación bilateral, a una libre y pactada federación con España, sólo pretendemos escribir una historia apta para todos los públicos. Una historia cuyo enemigo primero y principal son los terroristas, claro está (al fin y al cabo ellos son hoy los más cualificados mantenedores de aquella cartografía dibujada a base de sangre y fuego). Pero una historia -hélas- que necesitaría contar punto y seguido con la comprensión -iba a decir: con la complicidad- de los propios españoles.
Éste es el escenario que me aparece hoy tan necesario como inviable, tan imprescindible como imposible. Del sueño en un Estatut de corte bilateral, votado por nuestro Parlament, hemos despertado ante la cruda realidad de tener que seguir mendigando una infraestructura de más, un peaje de menos, una balanza fiscal equitativa, por el amor de Dios. El equilibrio de fuerzas y nuestra capacidad de negociación con España no parecen dar mucho más de sí. Ni tampoco parece que vaya a permitirnos superar el procedimiento humillante, entre pícaro y servil, del peix al cove, el pescado al cesto. Desde perspectivas distintas, tanto Roca como Maragall tropezaron contra este hecho tozudo, contra este meme bien injertado en el hipotálamo de los españoles y con el que Pujol nunca dejó de contar. De ahí que algunos catalanes puedan ir llegando a la conclusión de que, en aras de la cordialidad entre unos y otros, y por el bien de todos, debiéramos invertir así los términos: “No queremos más peix al cove; queremos simplemente el cove”. Una variante del conocido dicho mexicano: “Ahora ya no quiero queso; sólo salir de la ratonera”.
Así de simple; así, por ahora, de imposible.
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