Por Adolfo García Ortega, escritor (EL PAÍS, 22/09/07):
Oculta tu vida, dice Epicuro. Frase admirable, tan tentadora como enigmática. Es importante, y legítimo, poder organizar la imagen que de la vida de uno tengan los demás. Organizar requiere espacio, fecundar lo ideal, dejar crecer lo positivo, empequeñecer lo negativo, cuando no directamente taparlo, eludirlo, borrarlo. Pero en la vida nada se borra; a lo sumo, aquello que es vergonzante o terrible se oculta mediante una enorme arquitectura de engaños y mentiras. Esto, por otra parte, es más común de lo que parece. Todos, más o menos, maquillan su pasado, lo engrandecen o lo minimizan ante el temor de que lo juzguen sin matizaciones exculpatorias. Tememos el juicio y la imposibilidad de justificación, pero sobre todo tememos no poder cambiar el pasado.
Existir y desaparecer, en estos dos verbos consiste todo. Tranquiliza esta severidad epicúrea, a la hora de valorar la vida en sus más escuetos parámetros. Ser y dejar de ser. No hay nada más. No quiero juzgar a Günter Grass por la ocultación de su pertenencia a las Waffen-SS a los 17 años. Ni debo, por supuesto. Es su problema. No comparto los reproches que se le han hecho acerca de que ha sembrado la duda, ha generado desconfianza, ha perdido credibilidad, etcétera. No dejaría de ser un gran escritor por ello. Y grandeza aquí en sentido de escritor magistral, universal, magnífico. La grandeza moral tampoco la ha perdido. No hay que ser fariseo con las vidas ajenas.
Sin embargo, en el artículo de Juan Goytisolo Günter Grass y sus jueces (EL PAÍS, 8-IX-07) leo una frase que me parece tan ambigua como peligrosa: “Hoy pienso que toda verdad confesa no es ni más ni menos que una ocultación derrotada”. Inquietante, cuando poco, ya que deduzco de aquí que la derrota de la ocultación es el fracaso de los intentos por mantenerla oculta, y no el logro de la justicia por sacar a la luz la verdad, sea cual sea.
Lo de Grass, que, como escribe John Irving en un extensísimo artículo (bastante bochornoso y hasta bravucón, me atrevería a decir) en defensa del Nobel alemán (Babelia, 8-IX-07), es ya “café frío” en Alemania, y me temo que en todo el mundo, hay que verlo en un doble aspecto: por una parte, no es algo “anormal”; es más, ha sido una práctica tolerada en Alemania durante la larga posguerra, amparada por el escenario amenazante de la guerra fría. ¿Cuántos ciudadanos no-famosos, no-escritores, no-mediáticos han pasado por el mismo “mal de juventud”, o cosas peores? En este sentido vale la pena leer la novela de Jonathan Littell Les Bienveillantes (Las Clementes, de próxima aparición en España), novela extraordinaria por muchas razones, merecedora de los premios franceses más prestigiosos, como el Goncourt o el de la Academia, escrita directamente en un francés no menos fascinante por un norteamericano que ha recibido la nacionalidad francesa gracias al monumental alarde que ha supuesto su escritura. La novela relata magistralmente, a lo largo de sus más de novecientas páginas, las memorias ficticias de un ex miembro de las Waffen-SS que ha ejercido la ocultación de su pasado al acabar la guerra, y que, como tantos y tantos otros en Alemania, acabaron por pasar por ciudadanos honrados, trabajadores, médicos, empresarios y escritores cuya ocultación nunca fue derrotada, luego no fue necesaria ninguna verdad confesa. Leer las memorias de Grass a la luz de Les Bienveillantes incrementa esa desazón y esa inquietud que el caso Grass, legítimo en lo personal, ha abierto de pronto en lo social.
Y ello, inevitablemente, me lleva a pensar en el segundo aspecto de su confesión: el momento. Creo que el “pecado” (término inexacto, pero que a tenor de la lectura de Pelando la cebolla se torna el apropiado, pues Grass trata de hacer ver al lector que juega con el arrepentimiento, aunque lo traslada a un estado de fatalidad juvenil, de engaño colectivo, precisamente la justificación que siempre esgrimió la sociedad alemana), el pecado, digo, de Grass, lo que para algunos tiene una dimensión inmoral, es la oportunidad de su confesión, haciéndola coincidir con la salida de su libro. Increíblemente se convierte en parte de su promoción, aviniéndose a integrarla como un elemento de marketing más para que sus ventas alcancen grandes cifras por la prometida revelación de un escándalo. Escándalo, por otra parte, muy descafeinado, ya que llega tarde y llega cuando ya no importa… salvo para vender libros. Y lo ha conseguido.
El oportunismo es lo que puede pasar por intolerable, e incluso censurable. Esto es lo que ahora es inmoral, digan lo que digan sus defensores, ya que inmoral fue siempre, en aquella época nada lejana, ser nazi, filonazi o de las Waffen-SS, por mucho que las circunstancias históricas y juveniles fuesen una venda en los ojos. La broma macabra del destino es esa doble ss de su apellido, algo así como una condena a perpetuidad.
La gran duda vital es ésta: ¿gobierna uno lo que le sucede? Tal vez sí. O tal vez no, pues ¿hasta qué punto puede uno planear su vida, gobernarla o controlarla? La pregunta, en consecuencia, sigue siendo: ¿están en mis manos las esperanzas, los amores, las desesperaciones, las actitudes frente a los conflictos y frente a la felicidad propia y ajena, todo eso que conforma el suceder de la vida? ¿No son acaso descubrimientos, encuentros, hechos que acaecen y me involucran sin que exista en mí una voluntad determinante que permita toda previsión? La memoria, como bien apunta Goytisolo, es la mayor deformadora de la realidad, jamás es lineal y reproduce tan fantasmagóricamente como reconstruye con imaginación, alterando, al manifestarse de algún modo, los valores y puntos de vista. La memoria es la gran creadora. Parafraseando a Wittgenstein, el recuerdo y la realidad necesitan un espacio. La literatura es la proveedora de espacios por excelencia. Es más, la literatura es el espacio en que se funden recuerdo y realidad para dar origen a otra cosa que participa de ambas y que se acerca al mito. “Escribir es una recompensa admirable y dulce; pero ¿de qué?”, se pregunta Franz Kafka. Puede que Grass tenga una respuesta que salga en otro volumen, alguna vez. Él también ha querido existir y desaparecer. Con el tiempo, todos acabamos arrastrando monstruos.
Oculta tu vida, dice Epicuro. Frase admirable, tan tentadora como enigmática. Es importante, y legítimo, poder organizar la imagen que de la vida de uno tengan los demás. Organizar requiere espacio, fecundar lo ideal, dejar crecer lo positivo, empequeñecer lo negativo, cuando no directamente taparlo, eludirlo, borrarlo. Pero en la vida nada se borra; a lo sumo, aquello que es vergonzante o terrible se oculta mediante una enorme arquitectura de engaños y mentiras. Esto, por otra parte, es más común de lo que parece. Todos, más o menos, maquillan su pasado, lo engrandecen o lo minimizan ante el temor de que lo juzguen sin matizaciones exculpatorias. Tememos el juicio y la imposibilidad de justificación, pero sobre todo tememos no poder cambiar el pasado.
Existir y desaparecer, en estos dos verbos consiste todo. Tranquiliza esta severidad epicúrea, a la hora de valorar la vida en sus más escuetos parámetros. Ser y dejar de ser. No hay nada más. No quiero juzgar a Günter Grass por la ocultación de su pertenencia a las Waffen-SS a los 17 años. Ni debo, por supuesto. Es su problema. No comparto los reproches que se le han hecho acerca de que ha sembrado la duda, ha generado desconfianza, ha perdido credibilidad, etcétera. No dejaría de ser un gran escritor por ello. Y grandeza aquí en sentido de escritor magistral, universal, magnífico. La grandeza moral tampoco la ha perdido. No hay que ser fariseo con las vidas ajenas.
Sin embargo, en el artículo de Juan Goytisolo Günter Grass y sus jueces (EL PAÍS, 8-IX-07) leo una frase que me parece tan ambigua como peligrosa: “Hoy pienso que toda verdad confesa no es ni más ni menos que una ocultación derrotada”. Inquietante, cuando poco, ya que deduzco de aquí que la derrota de la ocultación es el fracaso de los intentos por mantenerla oculta, y no el logro de la justicia por sacar a la luz la verdad, sea cual sea.
Lo de Grass, que, como escribe John Irving en un extensísimo artículo (bastante bochornoso y hasta bravucón, me atrevería a decir) en defensa del Nobel alemán (Babelia, 8-IX-07), es ya “café frío” en Alemania, y me temo que en todo el mundo, hay que verlo en un doble aspecto: por una parte, no es algo “anormal”; es más, ha sido una práctica tolerada en Alemania durante la larga posguerra, amparada por el escenario amenazante de la guerra fría. ¿Cuántos ciudadanos no-famosos, no-escritores, no-mediáticos han pasado por el mismo “mal de juventud”, o cosas peores? En este sentido vale la pena leer la novela de Jonathan Littell Les Bienveillantes (Las Clementes, de próxima aparición en España), novela extraordinaria por muchas razones, merecedora de los premios franceses más prestigiosos, como el Goncourt o el de la Academia, escrita directamente en un francés no menos fascinante por un norteamericano que ha recibido la nacionalidad francesa gracias al monumental alarde que ha supuesto su escritura. La novela relata magistralmente, a lo largo de sus más de novecientas páginas, las memorias ficticias de un ex miembro de las Waffen-SS que ha ejercido la ocultación de su pasado al acabar la guerra, y que, como tantos y tantos otros en Alemania, acabaron por pasar por ciudadanos honrados, trabajadores, médicos, empresarios y escritores cuya ocultación nunca fue derrotada, luego no fue necesaria ninguna verdad confesa. Leer las memorias de Grass a la luz de Les Bienveillantes incrementa esa desazón y esa inquietud que el caso Grass, legítimo en lo personal, ha abierto de pronto en lo social.
Y ello, inevitablemente, me lleva a pensar en el segundo aspecto de su confesión: el momento. Creo que el “pecado” (término inexacto, pero que a tenor de la lectura de Pelando la cebolla se torna el apropiado, pues Grass trata de hacer ver al lector que juega con el arrepentimiento, aunque lo traslada a un estado de fatalidad juvenil, de engaño colectivo, precisamente la justificación que siempre esgrimió la sociedad alemana), el pecado, digo, de Grass, lo que para algunos tiene una dimensión inmoral, es la oportunidad de su confesión, haciéndola coincidir con la salida de su libro. Increíblemente se convierte en parte de su promoción, aviniéndose a integrarla como un elemento de marketing más para que sus ventas alcancen grandes cifras por la prometida revelación de un escándalo. Escándalo, por otra parte, muy descafeinado, ya que llega tarde y llega cuando ya no importa… salvo para vender libros. Y lo ha conseguido.
El oportunismo es lo que puede pasar por intolerable, e incluso censurable. Esto es lo que ahora es inmoral, digan lo que digan sus defensores, ya que inmoral fue siempre, en aquella época nada lejana, ser nazi, filonazi o de las Waffen-SS, por mucho que las circunstancias históricas y juveniles fuesen una venda en los ojos. La broma macabra del destino es esa doble ss de su apellido, algo así como una condena a perpetuidad.
La gran duda vital es ésta: ¿gobierna uno lo que le sucede? Tal vez sí. O tal vez no, pues ¿hasta qué punto puede uno planear su vida, gobernarla o controlarla? La pregunta, en consecuencia, sigue siendo: ¿están en mis manos las esperanzas, los amores, las desesperaciones, las actitudes frente a los conflictos y frente a la felicidad propia y ajena, todo eso que conforma el suceder de la vida? ¿No son acaso descubrimientos, encuentros, hechos que acaecen y me involucran sin que exista en mí una voluntad determinante que permita toda previsión? La memoria, como bien apunta Goytisolo, es la mayor deformadora de la realidad, jamás es lineal y reproduce tan fantasmagóricamente como reconstruye con imaginación, alterando, al manifestarse de algún modo, los valores y puntos de vista. La memoria es la gran creadora. Parafraseando a Wittgenstein, el recuerdo y la realidad necesitan un espacio. La literatura es la proveedora de espacios por excelencia. Es más, la literatura es el espacio en que se funden recuerdo y realidad para dar origen a otra cosa que participa de ambas y que se acerca al mito. “Escribir es una recompensa admirable y dulce; pero ¿de qué?”, se pregunta Franz Kafka. Puede que Grass tenga una respuesta que salga en otro volumen, alguna vez. Él también ha querido existir y desaparecer. Con el tiempo, todos acabamos arrastrando monstruos.
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