Por Roby Alampay, director ejecutivo de la Seapa, Alianza de la Prensa del Asia Sudoriental. © Project Syndicate in collaboration with the Asia Society, 2007. Traducción: Carlos Manzano (LA VANGUARDIA, 26/09/07):
Joseph Estrada, el desacreditado ex presidente de Filipinas, afronta la perspectiva de pasarse los años que le quedan de vida en la cárcel después de que un tribunal especial de Manila lo declarara culpable de amasar unos 15 millones de dólares estadounidenses en sobornos y cohechos. Durante los 30 meses en que gobernó su país, desde mediados de 1998 hasta comienzos del 2001, Estrada aceptó sobornos de los señores de los garitos, orquestó (con fondos de la Seguridad Social) ventas de valores bursátiles y desvió gran parte de los beneficios a su cuenta personal abierta con un alias.
Estrada definió, literalmente, el saqueo. Fue senador a comienzos del decenio de 1990, y fue uno de los diputados del Congreso que formuló la ley conforme a la cual fue declarado culpable. Para muchos filipinos, hay en ello más que suficiente poesía y, desde luego, más ironía que la acopiada por las comedias cinematográficas de acción del decenio de 1960 interpretadas por Estrada.
No se puede quitar importancia a la decisión unánime del tribunal de declarar culpable al primer presidente en toda la historia de Filipinas que ha sido sometido a un proceso penal. Al fin y al cabo, se trata de Filipinas, donde Imelda Marcos sigue viviendo libre y cómodamente. Pese a las abundantes pruebas de los generalizados sufrimientos, muertes, pobreza y desorganización que su difunto marido, el dictador Ferdinand Marcos, y ella infligieron a Filipinas, la única auténtica desilusión que ha padecido posteriormente ha sido la derrota en las últimas elecciones presidenciales en las que se le permitió participar.
Filipinas no es un país acostumbrado a ver castigadas a las personas poderosas. Cuando los funcionarios son acusados o sospechosos de corrupción, no se apresuran a dimitir, como en Corea del Sur o en Japón. Al contrario, con frecuencia procuran obtener la inmunidad presentándose como candidatos a cargos públicos. Cuando fracasó un golpe sangriento contra el novato gobierno democrático de Corazón Aquino, el dirigente del pronunciamiento militar escapó de una cárcel flotante… y después presentó su candidatura a senador y consiguió el escaño.
Los mecanismos de la justicia filipina necesitan una reorganización, hasta el punto de que el propio presidente del Tribunal Supremo del país convocó recientemente una cumbre de emergencia para examinar una serie de asesinatos extrajudiciales de izquierdistas, defensores de los derechos humanos y periodistas durante la presidencia de Gloria Macapagal Arroyo. Pocos de esos crímenes han sido esclarecidos y pocos de sus autores han sido condenados.
Y, sin embargo, los propios filipinos no parecen poder, sencillamente, imaginar a sus dirigentes entre rejas.
Incluso antes de la declaración de culpabilidad de Estrada, las encuestas de opinión mostraron que el 48% de los filipinos deseaban que hubiera clemencia, si no un perdón garantizado, por parte de Arroyo. Más del 80% dijo que se debía permitir a Estrada cumplir su condena en una residencia privada y familiar de una zona turística en la que ya había pasado los seis últimos años en espera del veredicto.
¿Forma parte esa falta de deseo de justicia de la cultura filipina o se trata de un comportamiento aprendido? ¿Ha impedido a los filipinos un carácter excesivamente clemente lograr un desenlace en tantos capítulos penosos de su historia o hay que achacarlo a los estragos de la impunidad? Tal vez los filipinos, en vista de que existen tan pocos casos en los que se haya hecho justicia claramente y abrumados por los ejemplos de canallas tan fácilmente perdonados u olvidados, no podían llegar a pedir lo que ni siquiera podían imaginar.
La declaración de culpabilidad de Estrada ofrece a los filipinos la mejor ilustración de lo que el Estado de derecho puede aportar a su sociedad. Estrada sigue adorado por las masas, pero hasta ahora la reacción pública ante el veredicto ha sido pacífica y casi apagada. Pese a las encuestas de opinión parece que, efectivamente, el público no sólo acepta su culpabilidad, sino que, además, la asume como resultado de un sistema justo al que se ha permitido funcionar correctamente.
Lo que eso indica es no sólo que la justicia en Filipinas tiene una oportunidad, sino también - y resulta igualmente importante- que los filipinos van a dar una oportunidad a la justicia. Si la interminable historia de Estrada concluye con un ejercicio firme y digno de la justicia, puede que los filipinos le cojan gusto y deseen ver más casos semejantes.
Joseph Estrada, el desacreditado ex presidente de Filipinas, afronta la perspectiva de pasarse los años que le quedan de vida en la cárcel después de que un tribunal especial de Manila lo declarara culpable de amasar unos 15 millones de dólares estadounidenses en sobornos y cohechos. Durante los 30 meses en que gobernó su país, desde mediados de 1998 hasta comienzos del 2001, Estrada aceptó sobornos de los señores de los garitos, orquestó (con fondos de la Seguridad Social) ventas de valores bursátiles y desvió gran parte de los beneficios a su cuenta personal abierta con un alias.
Estrada definió, literalmente, el saqueo. Fue senador a comienzos del decenio de 1990, y fue uno de los diputados del Congreso que formuló la ley conforme a la cual fue declarado culpable. Para muchos filipinos, hay en ello más que suficiente poesía y, desde luego, más ironía que la acopiada por las comedias cinematográficas de acción del decenio de 1960 interpretadas por Estrada.
No se puede quitar importancia a la decisión unánime del tribunal de declarar culpable al primer presidente en toda la historia de Filipinas que ha sido sometido a un proceso penal. Al fin y al cabo, se trata de Filipinas, donde Imelda Marcos sigue viviendo libre y cómodamente. Pese a las abundantes pruebas de los generalizados sufrimientos, muertes, pobreza y desorganización que su difunto marido, el dictador Ferdinand Marcos, y ella infligieron a Filipinas, la única auténtica desilusión que ha padecido posteriormente ha sido la derrota en las últimas elecciones presidenciales en las que se le permitió participar.
Filipinas no es un país acostumbrado a ver castigadas a las personas poderosas. Cuando los funcionarios son acusados o sospechosos de corrupción, no se apresuran a dimitir, como en Corea del Sur o en Japón. Al contrario, con frecuencia procuran obtener la inmunidad presentándose como candidatos a cargos públicos. Cuando fracasó un golpe sangriento contra el novato gobierno democrático de Corazón Aquino, el dirigente del pronunciamiento militar escapó de una cárcel flotante… y después presentó su candidatura a senador y consiguió el escaño.
Los mecanismos de la justicia filipina necesitan una reorganización, hasta el punto de que el propio presidente del Tribunal Supremo del país convocó recientemente una cumbre de emergencia para examinar una serie de asesinatos extrajudiciales de izquierdistas, defensores de los derechos humanos y periodistas durante la presidencia de Gloria Macapagal Arroyo. Pocos de esos crímenes han sido esclarecidos y pocos de sus autores han sido condenados.
Y, sin embargo, los propios filipinos no parecen poder, sencillamente, imaginar a sus dirigentes entre rejas.
Incluso antes de la declaración de culpabilidad de Estrada, las encuestas de opinión mostraron que el 48% de los filipinos deseaban que hubiera clemencia, si no un perdón garantizado, por parte de Arroyo. Más del 80% dijo que se debía permitir a Estrada cumplir su condena en una residencia privada y familiar de una zona turística en la que ya había pasado los seis últimos años en espera del veredicto.
¿Forma parte esa falta de deseo de justicia de la cultura filipina o se trata de un comportamiento aprendido? ¿Ha impedido a los filipinos un carácter excesivamente clemente lograr un desenlace en tantos capítulos penosos de su historia o hay que achacarlo a los estragos de la impunidad? Tal vez los filipinos, en vista de que existen tan pocos casos en los que se haya hecho justicia claramente y abrumados por los ejemplos de canallas tan fácilmente perdonados u olvidados, no podían llegar a pedir lo que ni siquiera podían imaginar.
La declaración de culpabilidad de Estrada ofrece a los filipinos la mejor ilustración de lo que el Estado de derecho puede aportar a su sociedad. Estrada sigue adorado por las masas, pero hasta ahora la reacción pública ante el veredicto ha sido pacífica y casi apagada. Pese a las encuestas de opinión parece que, efectivamente, el público no sólo acepta su culpabilidad, sino que, además, la asume como resultado de un sistema justo al que se ha permitido funcionar correctamente.
Lo que eso indica es no sólo que la justicia en Filipinas tiene una oportunidad, sino también - y resulta igualmente importante- que los filipinos van a dar una oportunidad a la justicia. Si la interminable historia de Estrada concluye con un ejercicio firme y digno de la justicia, puede que los filipinos le cojan gusto y deseen ver más casos semejantes.
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