Por Manuel Jiménez de Parga, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (ABC, 05/02/08):
Nos causa una cierta sorpresa la lectura de las crónicas relativas a las elecciones políticas en la primera mitad del siglo XX. Se relata en esos textos que los candidatos conseguían a veces un auditorio numéricamente extraordinario al acudir a la convocatoria de un mitin quinientas o seiscientas personas. Un cine o un teatro no daban para más. En ocasiones solemnes se utilizaban las plazas de toros con lo que los asistentes sumaban unos cuantos miles, no muchos.
A partir de 1960 -fecha simbólica del cara a cara de Kennedy y Nixon- las campañas electorales han sido seguidas por un número creciente de ciudadanos. Ahora se habla de millones cuando antes se mencionaban centenares. Empieza la «televización de lo público», o sea la nueva era histórica en la que gracias a la televisión pueden movilizarse, tanto a favor como en contra de un candidato, varios millones de personas. Ya no interesa llenar un cine o un teatro, como era la aspiración de los políticos en nuestra II República, pues son las palabras y los gestos en la pequeña pantalla los auténticos móviles de las decisiones que se toman en las urnas.
Apenas nos instalábamos con la «televización de lo público» aparece el internet y todo cambia. La presente «sociedad en Red» permite la movilización de las voluntades ajenas por medio de sofisticados aparatos -ordenadores fijos y portátiles- y de teléfonos móviles que llevamos en nuestros bolsillos. Los electores muy jóvenes son los receptores especiales de tales mensajes.
¿Qué medio influye más en este momento? No resulta fácil contestar la pregunta. ¿Ganará el partido que domine la televisión o resultará agraciado el que reciba más apoyos en los diarios digitales y en los otros recentísimos inventos del siglo XXI?
La presente situación es muy compleja. Condicionan nuestra conducta los factores que influían en el siglo XX, es decir la prensa escrita, la radio y la televisión. A ellas se suman los indicados medios de comunicación de la sociedad en Red y, con creciente peso, las encuestas. Los directores de las campañas siguen con especial atención (y preocupación) los datos que arrojan los sondeos de opinión. A veces se equivocan las agencias especializadas en la materia. Pero se sigue confiando en ellas. La tiranía de las encuestas se instaura por doquier, especialmente en los países económicamente muy desarrollados.
No obstante estos condicionamientos que producen los más o menos válidos sondeos y de los encasillamientos propios de la sociedad de la información, el contenido de los programas sigue siendo importante. La gente espera que se les hable de los asuntos que de verdad preocupan. Los conflictos personales entre los políticos, así como las descalificaciones improcedentes, no movilizan a los electores. Pero, ¿cuáles son, entonces, las cuestiones que pueden interesar?
Los directores de las campañas conocen perfectamente los asuntos principales. Ahora bien, se teme que algunos sectores del electorado rechacen las soluciones que probablemente la mayoría desearía adoptar. Y se camina por una senda zigzagueante que, finalmente, no lleva a un destino claro, proporcionando así argumentos a los que prefieren abstenerse el día de los comicios.
Veamos. Probablemente se participaría con entusiasmo para apoyar un proyecto de reforma a fondo de la ley electoral. Poco a poco se ha adquirido conciencia de los fallos del sistema vigente, que no sirve para llevar al Congreso de los Diputados una representación auténtica de los españoles. Determinados grupos nacionalistas de la periferia resultan ahora beneficiados. Los programas de los grandes partidos no pueden realizarse. Todas las mayorías de estos años de democracia, incluso desde los días de la Transición, han sido incapaces de tomar las decisiones oportunas para librarse de las imposiciones determinantes, frutos de la mala ley electoral. Pero nadie se atreve, los partidos no se arriesgan.
Otro asunto que debería incluirse en los programas anunciados durante la campaña es la revisión de la enseñanza. Con varios aspectos preocupantes. Para solucionar estos problemas habría que retomar, debidamente actualizado, el principio que se proclamó el año 1812 en el artículo 368 de la Constitución de Cádiz: «El plan general de enseñanza será uniforme en todo el Reino». El Estado tiene que recuperar las competencias equivocadamente transferidas. Y hay que rectificar el rumbo erróneo de los planes de enseñanza últimamente aprobados. Los españoles tendríamos que ocupar un puesto de vanguardia en las filas escolares y universitarias, ofreciendo un modelo a los pueblos hispanoamericanos, nuestra zona natural de presencia y de influencia.
Nos lamentamos de la presente situación en determinadas regiones donde resulta difícil (y a veces imposible) recibir las enseñanzas en la común lengua española. Es un caso único en las democracias del siglo XXI. ¿Se imaginan ustedes a un padre de familia francés, o alemán, o italiano, desesperado por no encontrar dentro del territorio nacional una escuela para que sus hijos aprendan, respectivamente, en francés, en alemán o en italiano?
Pero de lo que ahora ocurre no son los únicos responsables quienes actualmente están en los puestos de mando. La mala semilla se sembró años atrás, cuando eran otros, aquí y allá, los que nos gobernaban.
La nación española está necesitada de símbolos que refuercen su unidad. No es una cuestión secundaria la colocación de la bandera de España en los edificios oficiales, así como tampoco lo es completar la música del Himno Nacional con una letra que pueda cantarse. El sentimiento nacional hay que cuidarlo amorosamente.
El catálogo de problemas reales (no simples trifulcas entre políticos) es más extenso. Los lectores lo saben y sería pretencioso recordarlo aquí. Los ciudadanos, en suma, quieren que sus representantes hablen de una forma que se les entienda, que compartan sus mismas preocupaciones.
Las campañas electorales, en las actuales circunstancias, se parecen poco a las del siglo XX. Pero los anhelos de los votantes apenas han cambiado, con unos deseos vehementes de ser tenidos en cuenta por los políticos en escena. No siempre se consigue la sintonía entre gobernantes y gobernados. Debería preocupar el elevado número de abstencionistas en recientes consultas electorales. Si indeseables son los tibios en la calle, peor resultan calificados cuando asumen tareas de dirección política.
Nos causa una cierta sorpresa la lectura de las crónicas relativas a las elecciones políticas en la primera mitad del siglo XX. Se relata en esos textos que los candidatos conseguían a veces un auditorio numéricamente extraordinario al acudir a la convocatoria de un mitin quinientas o seiscientas personas. Un cine o un teatro no daban para más. En ocasiones solemnes se utilizaban las plazas de toros con lo que los asistentes sumaban unos cuantos miles, no muchos.
A partir de 1960 -fecha simbólica del cara a cara de Kennedy y Nixon- las campañas electorales han sido seguidas por un número creciente de ciudadanos. Ahora se habla de millones cuando antes se mencionaban centenares. Empieza la «televización de lo público», o sea la nueva era histórica en la que gracias a la televisión pueden movilizarse, tanto a favor como en contra de un candidato, varios millones de personas. Ya no interesa llenar un cine o un teatro, como era la aspiración de los políticos en nuestra II República, pues son las palabras y los gestos en la pequeña pantalla los auténticos móviles de las decisiones que se toman en las urnas.
Apenas nos instalábamos con la «televización de lo público» aparece el internet y todo cambia. La presente «sociedad en Red» permite la movilización de las voluntades ajenas por medio de sofisticados aparatos -ordenadores fijos y portátiles- y de teléfonos móviles que llevamos en nuestros bolsillos. Los electores muy jóvenes son los receptores especiales de tales mensajes.
¿Qué medio influye más en este momento? No resulta fácil contestar la pregunta. ¿Ganará el partido que domine la televisión o resultará agraciado el que reciba más apoyos en los diarios digitales y en los otros recentísimos inventos del siglo XXI?
La presente situación es muy compleja. Condicionan nuestra conducta los factores que influían en el siglo XX, es decir la prensa escrita, la radio y la televisión. A ellas se suman los indicados medios de comunicación de la sociedad en Red y, con creciente peso, las encuestas. Los directores de las campañas siguen con especial atención (y preocupación) los datos que arrojan los sondeos de opinión. A veces se equivocan las agencias especializadas en la materia. Pero se sigue confiando en ellas. La tiranía de las encuestas se instaura por doquier, especialmente en los países económicamente muy desarrollados.
No obstante estos condicionamientos que producen los más o menos válidos sondeos y de los encasillamientos propios de la sociedad de la información, el contenido de los programas sigue siendo importante. La gente espera que se les hable de los asuntos que de verdad preocupan. Los conflictos personales entre los políticos, así como las descalificaciones improcedentes, no movilizan a los electores. Pero, ¿cuáles son, entonces, las cuestiones que pueden interesar?
Los directores de las campañas conocen perfectamente los asuntos principales. Ahora bien, se teme que algunos sectores del electorado rechacen las soluciones que probablemente la mayoría desearía adoptar. Y se camina por una senda zigzagueante que, finalmente, no lleva a un destino claro, proporcionando así argumentos a los que prefieren abstenerse el día de los comicios.
Veamos. Probablemente se participaría con entusiasmo para apoyar un proyecto de reforma a fondo de la ley electoral. Poco a poco se ha adquirido conciencia de los fallos del sistema vigente, que no sirve para llevar al Congreso de los Diputados una representación auténtica de los españoles. Determinados grupos nacionalistas de la periferia resultan ahora beneficiados. Los programas de los grandes partidos no pueden realizarse. Todas las mayorías de estos años de democracia, incluso desde los días de la Transición, han sido incapaces de tomar las decisiones oportunas para librarse de las imposiciones determinantes, frutos de la mala ley electoral. Pero nadie se atreve, los partidos no se arriesgan.
Otro asunto que debería incluirse en los programas anunciados durante la campaña es la revisión de la enseñanza. Con varios aspectos preocupantes. Para solucionar estos problemas habría que retomar, debidamente actualizado, el principio que se proclamó el año 1812 en el artículo 368 de la Constitución de Cádiz: «El plan general de enseñanza será uniforme en todo el Reino». El Estado tiene que recuperar las competencias equivocadamente transferidas. Y hay que rectificar el rumbo erróneo de los planes de enseñanza últimamente aprobados. Los españoles tendríamos que ocupar un puesto de vanguardia en las filas escolares y universitarias, ofreciendo un modelo a los pueblos hispanoamericanos, nuestra zona natural de presencia y de influencia.
Nos lamentamos de la presente situación en determinadas regiones donde resulta difícil (y a veces imposible) recibir las enseñanzas en la común lengua española. Es un caso único en las democracias del siglo XXI. ¿Se imaginan ustedes a un padre de familia francés, o alemán, o italiano, desesperado por no encontrar dentro del territorio nacional una escuela para que sus hijos aprendan, respectivamente, en francés, en alemán o en italiano?
Pero de lo que ahora ocurre no son los únicos responsables quienes actualmente están en los puestos de mando. La mala semilla se sembró años atrás, cuando eran otros, aquí y allá, los que nos gobernaban.
La nación española está necesitada de símbolos que refuercen su unidad. No es una cuestión secundaria la colocación de la bandera de España en los edificios oficiales, así como tampoco lo es completar la música del Himno Nacional con una letra que pueda cantarse. El sentimiento nacional hay que cuidarlo amorosamente.
El catálogo de problemas reales (no simples trifulcas entre políticos) es más extenso. Los lectores lo saben y sería pretencioso recordarlo aquí. Los ciudadanos, en suma, quieren que sus representantes hablen de una forma que se les entienda, que compartan sus mismas preocupaciones.
Las campañas electorales, en las actuales circunstancias, se parecen poco a las del siglo XX. Pero los anhelos de los votantes apenas han cambiado, con unos deseos vehementes de ser tenidos en cuenta por los políticos en escena. No siempre se consigue la sintonía entre gobernantes y gobernados. Debería preocupar el elevado número de abstencionistas en recientes consultas electorales. Si indeseables son los tibios en la calle, peor resultan calificados cuando asumen tareas de dirección política.
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