Por Antoni Serra Ramoneda, presidente de Tribuna Barcelona (EL PERIÓDICO, 10/02/08):
En un libro publicado con seudónimo, el exministro francés Jean-Pierre Chevènement equipara a los graduados en la prestigiosa École Nationale d’Administration (ENA) con los mandarines del antiguo imperio chino. Estos eran funcionarios que gozaban de gran prestigio y constituían la espina dorsal de la sociedad.
Eran la élite, la nobleza, con la peculiaridad de que el título de mandarín no era hereditario y se conseguía después de superar difíciles y extenuantes concursos donde los candidatos habían de demostrar sapiencia y capacidad de trabajo. La equiparación es acertada. A los enarcas, como se denomina a quienes han conseguido el título que la citada institución otorga, les están reservados los puestos de mando tanto en el sector público como en el privado, pues ya es sabido que la frontera que los separa en Francia es muy tenue.
CONSTITUYEN una auténtica casta de funcionarios bien preparados que están au-dessus de la mˆlée, es decir, por encima del ciudadano de a pie que les muestra una mezcla de respeto y envidia.
Daniel Bouton era un ejemplar distinguido de estos mandarines republicanos. El prestigio adquirido con las altas calificaciones obtenidas en sus estudios en la citada escuela le había llevado rápidamente a ocupar cargos de relevancia en el Ministerio de Finanzas y en la Presidencia del Gobierno hasta que, en 1991, con 41 años, dio el salto a la Société Générale de Banque (SGB), para ser nombrado director general dos años más tarde y finalmente presidente en 1997. La SGB es una pieza esencial dentro del muy concentrado sistema financiero francés.
Con una plantilla de más de 135.000 empleados y unos recursos propios que, hasta el estallido del escándalo, superaban los 37.000 millones de euros, con una presencia en más de 50 países, era una verdadera potencia. Bouton, desde su torre de marfil, llevaba con la arrogancia que corresponde a un mandarín el timón de la entidad. Bajo su mandato, el banco había mostrado un comportamiento muy agresivo en los mercados de derivados, estos rebuscados instrumentos de la ingeniería financiera diseñados por mentes matemáticamente bien amuebladas. A quienes en la SGB integraban el equipo dedicado en cuerpo y alma a negociar con los susodichos instrumentos se les conocía como los monjes soldados, demostración inequívoca del valor que se les concedía.
El 7 de noviembre del año pasado, la SGB es alertada por unos supervisores de Eurex, la bolsa europea, de la realización de unas operaciones sospechosas por parte de uno de sus empleados, aviso que reitera unas dos semanas más tarde. En ambas ocasiones los responsables del banco, después de una superficial investigación, negaron cualquier irregularidad y aseguraron que todo estaba bajo control, con lo cual un empleado, Jer“me Kerviel, que aún no había conseguido ascender a monje soldado, siguió tranquilamente con sus tejemanejes, incrementando el tamaño de la bola de nieve que solo explotó a mitades de enero.
¡Cómo iba un anónimo supervisor a poner en duda la sapiencia y el buen hacer de un enarca del calibre de Bouton! Además, todo indicaba que Kerviel, vástago de una modesta familia bretona que había estudiado en una universidad de provincias, y por lo tanto de segunda división dentro del jerarquizado sistema francés de enseñanza superior, difícilmente podía tener luces suficientes para dominar los complejos mecanismos que determinan el funcionamiento de los mercados donde se intercambian estos nuevos instrumentos financieros.
Goethe ya había descrito en un poema cómo unos modestos utensilios, una escoba y un cubo de agua, descuidados por su propietario y dejados en manos de un inexperto sirviente pueden acabar provocando una catástrofe de extraordinarias dimensiones. En este caso, Kerviel, cual aprendiz de brujo, se creyó capaz de transformar en oro unas fórmulas cuyos intríngulis desconocía. Y así llegó a poner en riesgo nada menos que 50.000 millones de euros, que se transformaron en una pérdida de cerca de 5.000 millones, que se dice pronto, cuando Bouton y su segundo, Mustier, tomaron las riendas y a contrapelo deshicieron las posiciones que el joven bretón había comprometido. El escándalo estaba asegurado. El enarca peligra, pues son muchas las voces que piden su destitución, aunque este alega que toda la culpa es del empleado infiel o inconsciente del poder de los instrumentos que manejaba.
¿Cómo es posible que todos los mecanismos fallaran? Los especialistas dicen que una de las reglas no escritas del mandarinato era dejar siempre una puerta abierta para descargar sobre un subordinado cualquier error que el máximo funcionario pudiera cometer. No sé si esta regla forma parte del aprendizaje en la prestigiosa ENA donde se formó Bouton, aunque es la que utilizan sus defensores al cargar sobre Kerviel todas las culpas del desaguisado.
LA MORALEJA del escándalo es doble. Primero, igual que las manipulaciones genéticas que la ciencia ya permite no pueden dejarse en manos de desaprensivos, cuyo único fin es el lucro, o de ignorantes que desconocen el poder letal de la fórmula que ha llegado a sus manos, los inventos de la ingeniería financiera requieren una estrecha supervisión externa, es decir, una regulación por parte de las autoridades monetarias.
En segundo lugar, creer que el mercado de capitales, por sí solo, puede ejercer este control es una utopía. Y si no, que se lo pregunten a los accionistas de la SGB, que habrán visto inermes cómo se volatilizaba, por culpa de un aprendiz de brujo y de un engreído mandarín, gran parte de la riqueza que creían poseer.
En un libro publicado con seudónimo, el exministro francés Jean-Pierre Chevènement equipara a los graduados en la prestigiosa École Nationale d’Administration (ENA) con los mandarines del antiguo imperio chino. Estos eran funcionarios que gozaban de gran prestigio y constituían la espina dorsal de la sociedad.
Eran la élite, la nobleza, con la peculiaridad de que el título de mandarín no era hereditario y se conseguía después de superar difíciles y extenuantes concursos donde los candidatos habían de demostrar sapiencia y capacidad de trabajo. La equiparación es acertada. A los enarcas, como se denomina a quienes han conseguido el título que la citada institución otorga, les están reservados los puestos de mando tanto en el sector público como en el privado, pues ya es sabido que la frontera que los separa en Francia es muy tenue.
CONSTITUYEN una auténtica casta de funcionarios bien preparados que están au-dessus de la mˆlée, es decir, por encima del ciudadano de a pie que les muestra una mezcla de respeto y envidia.
Daniel Bouton era un ejemplar distinguido de estos mandarines republicanos. El prestigio adquirido con las altas calificaciones obtenidas en sus estudios en la citada escuela le había llevado rápidamente a ocupar cargos de relevancia en el Ministerio de Finanzas y en la Presidencia del Gobierno hasta que, en 1991, con 41 años, dio el salto a la Société Générale de Banque (SGB), para ser nombrado director general dos años más tarde y finalmente presidente en 1997. La SGB es una pieza esencial dentro del muy concentrado sistema financiero francés.
Con una plantilla de más de 135.000 empleados y unos recursos propios que, hasta el estallido del escándalo, superaban los 37.000 millones de euros, con una presencia en más de 50 países, era una verdadera potencia. Bouton, desde su torre de marfil, llevaba con la arrogancia que corresponde a un mandarín el timón de la entidad. Bajo su mandato, el banco había mostrado un comportamiento muy agresivo en los mercados de derivados, estos rebuscados instrumentos de la ingeniería financiera diseñados por mentes matemáticamente bien amuebladas. A quienes en la SGB integraban el equipo dedicado en cuerpo y alma a negociar con los susodichos instrumentos se les conocía como los monjes soldados, demostración inequívoca del valor que se les concedía.
El 7 de noviembre del año pasado, la SGB es alertada por unos supervisores de Eurex, la bolsa europea, de la realización de unas operaciones sospechosas por parte de uno de sus empleados, aviso que reitera unas dos semanas más tarde. En ambas ocasiones los responsables del banco, después de una superficial investigación, negaron cualquier irregularidad y aseguraron que todo estaba bajo control, con lo cual un empleado, Jer“me Kerviel, que aún no había conseguido ascender a monje soldado, siguió tranquilamente con sus tejemanejes, incrementando el tamaño de la bola de nieve que solo explotó a mitades de enero.
¡Cómo iba un anónimo supervisor a poner en duda la sapiencia y el buen hacer de un enarca del calibre de Bouton! Además, todo indicaba que Kerviel, vástago de una modesta familia bretona que había estudiado en una universidad de provincias, y por lo tanto de segunda división dentro del jerarquizado sistema francés de enseñanza superior, difícilmente podía tener luces suficientes para dominar los complejos mecanismos que determinan el funcionamiento de los mercados donde se intercambian estos nuevos instrumentos financieros.
Goethe ya había descrito en un poema cómo unos modestos utensilios, una escoba y un cubo de agua, descuidados por su propietario y dejados en manos de un inexperto sirviente pueden acabar provocando una catástrofe de extraordinarias dimensiones. En este caso, Kerviel, cual aprendiz de brujo, se creyó capaz de transformar en oro unas fórmulas cuyos intríngulis desconocía. Y así llegó a poner en riesgo nada menos que 50.000 millones de euros, que se transformaron en una pérdida de cerca de 5.000 millones, que se dice pronto, cuando Bouton y su segundo, Mustier, tomaron las riendas y a contrapelo deshicieron las posiciones que el joven bretón había comprometido. El escándalo estaba asegurado. El enarca peligra, pues son muchas las voces que piden su destitución, aunque este alega que toda la culpa es del empleado infiel o inconsciente del poder de los instrumentos que manejaba.
¿Cómo es posible que todos los mecanismos fallaran? Los especialistas dicen que una de las reglas no escritas del mandarinato era dejar siempre una puerta abierta para descargar sobre un subordinado cualquier error que el máximo funcionario pudiera cometer. No sé si esta regla forma parte del aprendizaje en la prestigiosa ENA donde se formó Bouton, aunque es la que utilizan sus defensores al cargar sobre Kerviel todas las culpas del desaguisado.
LA MORALEJA del escándalo es doble. Primero, igual que las manipulaciones genéticas que la ciencia ya permite no pueden dejarse en manos de desaprensivos, cuyo único fin es el lucro, o de ignorantes que desconocen el poder letal de la fórmula que ha llegado a sus manos, los inventos de la ingeniería financiera requieren una estrecha supervisión externa, es decir, una regulación por parte de las autoridades monetarias.
En segundo lugar, creer que el mercado de capitales, por sí solo, puede ejercer este control es una utopía. Y si no, que se lo pregunten a los accionistas de la SGB, que habrán visto inermes cómo se volatilizaba, por culpa de un aprendiz de brujo y de un engreído mandarín, gran parte de la riqueza que creían poseer.
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