Por Antonio Gómez Rufo, escritor. Acaba de publicar la novela La noche del tamarindo (EL MUNDO, 23/02/08):
Decía Séneca, el filósofo, que la discusión es un laberinto en el que la verdad siempre se pierde. No parece descabellado, en estos tiempos tan controvertidos, echar una mirada a los clásicos y buscar respuestas en su sabiduría; o al menos recordar sentencias que ayuden a recuperar un poco el sosiego que tendemos a dejar de lado cuando, precisamente, más deberíamos servirnos de él.
Si miráramos alrededor con serenidad, como desde una balconada que se asoma al mundo, no tardaríamos en darnos cuenta de que hemos construido un modelo de sociedad en el que la disputa parece haberse convertido en un pilar esencial de la convivencia. La controversia, la discordia y la confrontación han enraizado de tal modo en nosotros y en nuestra manera de vivir que se antoja inútil el día que se cierra sin haber alzado la voz, convencidos de que, al discutir, defendemos tanto una idea como nuestra propia estima.
Cabe discrepar de todo: desde lo más nimio a lo más trascendental. Y da igual que se trate de política, de religión, de la carrera espacial, de las decisiones judiciales, de fútbol o del precio de las cosas. Y pudiendo discutir, creemos llegado el momento de no evitarlo. Resulta curioso, incluso, observar que la gran disputa de hoy mismo en Estados Unidos no sea entre demócratas y republicanos sino entre Obama y Hillary, candidatos ambos del mismo partido. Alfred de Musset, que decía que la discusión es una tierra estéril que todo lo mata, se asombraría conociendo esta sociedad.
En nuestro modelo de convivencia, la discrepancia es casi una obligación. Es como si lo contrario fuera conformarse, resignarse. Sin controversia no hay progreso, naturalmente; y sin debate no hay enriquecimiento de ideas. Discutir es saludable y confrontar opiniones es, además de divertido, necesario. Pero todo lo anterior pierde su validez cuando no se sabe, de antemano, que las discusiones no están para ganarlas o perderlas, sino que son un fin en sí mismas. Todo lo que de enriquecedor tiene el debate, lo tiene de frustrante la imposibilidad de convencer al adversario, porque quienes discuten no sólo carecen ambos de la verdad absoluta sino que, además, lo que han puesto en juego no es una tesis, que diría Paul Valery, sino la propia infalibilidad y el orgullo. Si el error estuviera en una sola de las partes, no habría discusión que durara mucho.
Siempre han existido disputas y querellas. Desde los sabios griegos hasta nuestros días ha habido controversias sobre todo y sólo el tiempo ha dado y quitado razones. En nombre de la verdad se ha muerto y se ha matado, se han elevado estatuas y se han quemado bibliotecas. En la política, en la religión, en la ciencia y en el arte la confrontación ha generado pequeñas traiciones y grandes guerras. La discordia ha causado más muertes que cualquier enfermedad. Y en nuestros días, tan aparentemente civilizados, cualquier debate se ensucia enseguida por la incontinencia de la pasión. Si nos asomáramos a esa balconada figurada, comprobaríamos que vivimos marcados por la violencia y que esa violencia es hija del vértigo, la prisa y el estrés. Corre prisa llegar antes a todo; y los debates no se abren para aportar ideas y defenderlas sino para que la propia idea se imponga, sea o no la mejor. Como si nuestra opinión fuera una hija y nuestro deber defender su dignidad sin importar que la tenga o la haya subastado mil veces. Vivir en la urgencia parece generar ansiedad y no obtener cuanto se desea significa sufrir una derrota y quedar en ridículo, sea justo o injusto lo demandado.
Otra peculiaridad de nuestros días es que, gracias a los medios de comunicación, todos disponemos de un enorme información. Baste saber que un niño de tres años tiene hoy más imágenes en su cabeza de las que tuvo en toda su vida Leonardo da Vinci o Galileo. El cine y la televisión le han mostrado tantas cosas que su cerebro ha archivado millones de imágenes inimaginables en otro tiempo (del fondo del mar, del espacio, de todo el planeta y de la vida cotidiana). Y esa especie de cultura derramada por los medios ha hecho que todos tengamos un barniz de conocimientos mínimos que lo mismo sirven para creer que se entiende de política internacional que de fusiones empresariales, de procedimientos legales o de dietas para adelgazar. En consecuencia, cualquiera puede debatir sobre todo, discutir de mil aspectos diversos y confrontar sus ideas sin el menor reparo ni pudor, sin darse cuenta de que, en palabras del poeta persa Din Saadi, «cuanto más discutas para probar tu sabiduría, antes mostrarás tu ignorancia». Así no es extraño soportar la diatriba de un taxista acerca de una compleja decisión judicial, la radicalidad de un ama de casa de edad avanzada acerca de un árido asunto de derechos digitales o la apasionada aseveración de un carpintero ante un difícil aspecto hidrológico de trasvase de agua. Y lo mejor de todo es que, si los tres coincidieran en torno a una mesa, mostrarían idéntica energía en su rigidez con respecto a las tres polémicas y a cuantas más surgieran sobre cualquier otro asunto, ya fuera la contracepción, la eutanasia, los estatutos de autonomía, la literatura actual o los índices de precios al consumo. Y nadie podría tratar de introducir un poco de luz entre los fuegos artificiales de su contundencia porque al decirles que hay juristas, economistas, moralistas, críticos, catedráticos y muchos especialistas más tratando de ponerse de acuerdo para encontrar una respuesta próxima a la verdad responderían, tan campantes, que si no saben la respuesta es porque son unos ignorantes.
En nombre de convicciones así, tan huecas como inútiles, se han cometido grandes injusticias. Suele ponerse como ejemplo la condena de Jesucristo y la liberación de Barrabás como muestra del fin al que conduce la ignorancia no reconocida. Pero aquella turba que liberó a un criminal para ejecutar a un inocente no se diferencia mucho de las que hoy se amotinan en cualquier lugar del mundo y salen en los telediarios; tampoco de los colectivos avalados por una cierta cultura que movilizan y se movilizan en defensa de argumentos que para ellos son irreprochables, verdades absolutas; ni siquiera se distinguen de grupos parlamentarios que, en lugar de trabajar para quien les ha elegido y paga puntualmente sus sueldos prefieren jugar al juego de alcanzar el poder o conservarlo por falsas que sean sus diatribas y acomodaticios sus planteamientos. Puede que el mundo de hoy (es decir, el estrés, la prisa y la urgencia en defender intereses en lugar de ideas) nos haya confundido de tal modo que ignoremos el concepto de la discrepancia y creamos que el tumulto es un medio legítimo para defender una opinión.
Alguien dijo que en el mundo hay dos clases de personas: las que creen que hay dos clases de personas y las que no. Bromas aparte, lo cierto es que hay muchas clases de personas y, entre ellas, infinidad de opiniones diferentes. Y lo más importante es saber que todas y cada una de ellas tienen derecho a la discrepancia. Pero también convendría extender la idea de que no existe una sola realidad, sino que cada uno de nosotros tenemos nuestra propia realidad, y que es muy difícil comprender al otro si no somos capaces de intentar ver desde su realidad y comprender, por un instante, la razón de su postura ideológica. Después se podrá debatir o aceptar su punto de vista, incluso discrepando, pero en esas circunstancias el debate y la discusión seguirá sin dar paso al tumulto. Mientras dos discuten no se dan cuenta de que pueden ser vencidos por un tercero.
Se viven días de mucho debate y discrepancia. Tiene que ser así. En realidad, muchos partidarios de la continuidad socialista discreparán de medidas recientes y muchos convencidos del cambio de gobierno no estarán de acuerdo con las propuestas de la derecha. Y aun así votarán por unos y otros. Lo esencial es comprender que el derecho a la discrepancia no otorga licencia para el enfrentamiento ni da patente para insultar. Una gran lección de estas elecciones sería que los dos candidatos de las fuerzas mayoritarias aceptasen el compromiso de que, sea cual sea la decisión ciudadana el 9 de marzo, en la próxima legislatura no se cambiará el debate por la crispación, por la confrontación sistemática y por el ruido ensordecedor de la negación permanente por el simple hecho de haber obtenido el mandato popular de ser oposición.
Porque si la discusión es un laberinto en el que la verdad siempre se pierde, la verdad, en política, es un puzzle al que siempre le faltan un buen puñado de piezas. Y casi siempre están escondidas por los bolsillos del oponente, que las ha escamoteado para que nunca le salgan las cosas del todo bien al gobernante.
Decía Séneca, el filósofo, que la discusión es un laberinto en el que la verdad siempre se pierde. No parece descabellado, en estos tiempos tan controvertidos, echar una mirada a los clásicos y buscar respuestas en su sabiduría; o al menos recordar sentencias que ayuden a recuperar un poco el sosiego que tendemos a dejar de lado cuando, precisamente, más deberíamos servirnos de él.
Si miráramos alrededor con serenidad, como desde una balconada que se asoma al mundo, no tardaríamos en darnos cuenta de que hemos construido un modelo de sociedad en el que la disputa parece haberse convertido en un pilar esencial de la convivencia. La controversia, la discordia y la confrontación han enraizado de tal modo en nosotros y en nuestra manera de vivir que se antoja inútil el día que se cierra sin haber alzado la voz, convencidos de que, al discutir, defendemos tanto una idea como nuestra propia estima.
Cabe discrepar de todo: desde lo más nimio a lo más trascendental. Y da igual que se trate de política, de religión, de la carrera espacial, de las decisiones judiciales, de fútbol o del precio de las cosas. Y pudiendo discutir, creemos llegado el momento de no evitarlo. Resulta curioso, incluso, observar que la gran disputa de hoy mismo en Estados Unidos no sea entre demócratas y republicanos sino entre Obama y Hillary, candidatos ambos del mismo partido. Alfred de Musset, que decía que la discusión es una tierra estéril que todo lo mata, se asombraría conociendo esta sociedad.
En nuestro modelo de convivencia, la discrepancia es casi una obligación. Es como si lo contrario fuera conformarse, resignarse. Sin controversia no hay progreso, naturalmente; y sin debate no hay enriquecimiento de ideas. Discutir es saludable y confrontar opiniones es, además de divertido, necesario. Pero todo lo anterior pierde su validez cuando no se sabe, de antemano, que las discusiones no están para ganarlas o perderlas, sino que son un fin en sí mismas. Todo lo que de enriquecedor tiene el debate, lo tiene de frustrante la imposibilidad de convencer al adversario, porque quienes discuten no sólo carecen ambos de la verdad absoluta sino que, además, lo que han puesto en juego no es una tesis, que diría Paul Valery, sino la propia infalibilidad y el orgullo. Si el error estuviera en una sola de las partes, no habría discusión que durara mucho.
Siempre han existido disputas y querellas. Desde los sabios griegos hasta nuestros días ha habido controversias sobre todo y sólo el tiempo ha dado y quitado razones. En nombre de la verdad se ha muerto y se ha matado, se han elevado estatuas y se han quemado bibliotecas. En la política, en la religión, en la ciencia y en el arte la confrontación ha generado pequeñas traiciones y grandes guerras. La discordia ha causado más muertes que cualquier enfermedad. Y en nuestros días, tan aparentemente civilizados, cualquier debate se ensucia enseguida por la incontinencia de la pasión. Si nos asomáramos a esa balconada figurada, comprobaríamos que vivimos marcados por la violencia y que esa violencia es hija del vértigo, la prisa y el estrés. Corre prisa llegar antes a todo; y los debates no se abren para aportar ideas y defenderlas sino para que la propia idea se imponga, sea o no la mejor. Como si nuestra opinión fuera una hija y nuestro deber defender su dignidad sin importar que la tenga o la haya subastado mil veces. Vivir en la urgencia parece generar ansiedad y no obtener cuanto se desea significa sufrir una derrota y quedar en ridículo, sea justo o injusto lo demandado.
Otra peculiaridad de nuestros días es que, gracias a los medios de comunicación, todos disponemos de un enorme información. Baste saber que un niño de tres años tiene hoy más imágenes en su cabeza de las que tuvo en toda su vida Leonardo da Vinci o Galileo. El cine y la televisión le han mostrado tantas cosas que su cerebro ha archivado millones de imágenes inimaginables en otro tiempo (del fondo del mar, del espacio, de todo el planeta y de la vida cotidiana). Y esa especie de cultura derramada por los medios ha hecho que todos tengamos un barniz de conocimientos mínimos que lo mismo sirven para creer que se entiende de política internacional que de fusiones empresariales, de procedimientos legales o de dietas para adelgazar. En consecuencia, cualquiera puede debatir sobre todo, discutir de mil aspectos diversos y confrontar sus ideas sin el menor reparo ni pudor, sin darse cuenta de que, en palabras del poeta persa Din Saadi, «cuanto más discutas para probar tu sabiduría, antes mostrarás tu ignorancia». Así no es extraño soportar la diatriba de un taxista acerca de una compleja decisión judicial, la radicalidad de un ama de casa de edad avanzada acerca de un árido asunto de derechos digitales o la apasionada aseveración de un carpintero ante un difícil aspecto hidrológico de trasvase de agua. Y lo mejor de todo es que, si los tres coincidieran en torno a una mesa, mostrarían idéntica energía en su rigidez con respecto a las tres polémicas y a cuantas más surgieran sobre cualquier otro asunto, ya fuera la contracepción, la eutanasia, los estatutos de autonomía, la literatura actual o los índices de precios al consumo. Y nadie podría tratar de introducir un poco de luz entre los fuegos artificiales de su contundencia porque al decirles que hay juristas, economistas, moralistas, críticos, catedráticos y muchos especialistas más tratando de ponerse de acuerdo para encontrar una respuesta próxima a la verdad responderían, tan campantes, que si no saben la respuesta es porque son unos ignorantes.
En nombre de convicciones así, tan huecas como inútiles, se han cometido grandes injusticias. Suele ponerse como ejemplo la condena de Jesucristo y la liberación de Barrabás como muestra del fin al que conduce la ignorancia no reconocida. Pero aquella turba que liberó a un criminal para ejecutar a un inocente no se diferencia mucho de las que hoy se amotinan en cualquier lugar del mundo y salen en los telediarios; tampoco de los colectivos avalados por una cierta cultura que movilizan y se movilizan en defensa de argumentos que para ellos son irreprochables, verdades absolutas; ni siquiera se distinguen de grupos parlamentarios que, en lugar de trabajar para quien les ha elegido y paga puntualmente sus sueldos prefieren jugar al juego de alcanzar el poder o conservarlo por falsas que sean sus diatribas y acomodaticios sus planteamientos. Puede que el mundo de hoy (es decir, el estrés, la prisa y la urgencia en defender intereses en lugar de ideas) nos haya confundido de tal modo que ignoremos el concepto de la discrepancia y creamos que el tumulto es un medio legítimo para defender una opinión.
Alguien dijo que en el mundo hay dos clases de personas: las que creen que hay dos clases de personas y las que no. Bromas aparte, lo cierto es que hay muchas clases de personas y, entre ellas, infinidad de opiniones diferentes. Y lo más importante es saber que todas y cada una de ellas tienen derecho a la discrepancia. Pero también convendría extender la idea de que no existe una sola realidad, sino que cada uno de nosotros tenemos nuestra propia realidad, y que es muy difícil comprender al otro si no somos capaces de intentar ver desde su realidad y comprender, por un instante, la razón de su postura ideológica. Después se podrá debatir o aceptar su punto de vista, incluso discrepando, pero en esas circunstancias el debate y la discusión seguirá sin dar paso al tumulto. Mientras dos discuten no se dan cuenta de que pueden ser vencidos por un tercero.
Se viven días de mucho debate y discrepancia. Tiene que ser así. En realidad, muchos partidarios de la continuidad socialista discreparán de medidas recientes y muchos convencidos del cambio de gobierno no estarán de acuerdo con las propuestas de la derecha. Y aun así votarán por unos y otros. Lo esencial es comprender que el derecho a la discrepancia no otorga licencia para el enfrentamiento ni da patente para insultar. Una gran lección de estas elecciones sería que los dos candidatos de las fuerzas mayoritarias aceptasen el compromiso de que, sea cual sea la decisión ciudadana el 9 de marzo, en la próxima legislatura no se cambiará el debate por la crispación, por la confrontación sistemática y por el ruido ensordecedor de la negación permanente por el simple hecho de haber obtenido el mandato popular de ser oposición.
Porque si la discusión es un laberinto en el que la verdad siempre se pierde, la verdad, en política, es un puzzle al que siempre le faltan un buen puñado de piezas. Y casi siempre están escondidas por los bolsillos del oponente, que las ha escamoteado para que nunca le salgan las cosas del todo bien al gobernante.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario