Por ¿Andoni Pérez Ayala y Jesús Ferrero? (EL CORREO DIGITAL, 11/02/08):
A diferencia de la casi totalidad de los sistemas parlamentarios, en los que al gobierno le basta con la confianza de una de las cámaras (generalmente la denominada cámara baja: Comunes en Gran Bretaña, Bundestag en Alemania, Asamblea Nacional en Francia o Congreso de los Diputados en España), una de las peculiaridades del modelo parlamentario italiano es que el Gobierno no puede seguir gobernando si en algún momento pierde la confianza de cualquiera de las dos cámaras. Fue la pérdida de respaldo en una de ellas, el Senado, por estrecho margen (156 votos a favor, frente a 161 en contra), a pesar de haber obtenido la confianza, el día anterior, con una holgada mayoría (326 votos a favor, frente a 275 en contra) en la Cámara de Diputados, lo que provocó la caída del Gobierno Prodi, seguida de la convocatoria de nuevas elecciones, cuando apenas han transcurrido veinte meses desde su inicial formación, tras las elecciones de la primavera de 2006.
Se reproduce así, una vez más, una de las constantes más características de la vida política italiana, como es su crónica inestabilidad gubernamental. Resulta irrelevante el motivo inmediato de esta nueva crisis gubernamental, originada por la retirada del respaldo al Gobierno en el Senado por parte de un minúsculo grupo (Udeur, que recoge alrededor del 1% del voto), a causa de una cuestión que nada tiene que ver con la política general del país, como es la investigación por un caso de presunta corrupción de un familiar del líder de este grupo. Pero el hecho sí resulta sumamente ilustrativo como reflejo de la endémica crisis institucional que viene condicionando de forma permanente el desarrollo del proceso político italiano; y también, lo que para los italianos debe ser más preocupante, de las inciertas expectativas, particularmente en el plano político e institucional, ante el futuro próximo.
La actual, y enésima, crisis gubernamental italiana ha de ser encuadrada en el marco del proceso de transición política e institucional que está viviendo la República desde la primera mitad de la pasada década y que, en el momento actual, tres lustros después de su inicio, dista mucho todavía de estar encauzado. La situación creada tras esta crisis (y el propio desencadenamiento de la misma) es buena muestra de ello. Así, llama la atención que en el marco de las numerosas reformas constitucionales realizadas en este último periodo no se haya dedicado una de ellas a residenciar la confianza parlamentaria del Gobierno en la Cámara de Diputados (como suele ser lo habitual en los regímenes parlamentarios), evitando su duplicación en el Senado; lo que, entre otras cosas, habría evitado esta (y otras) crisis de gobierno. Como, asimismo, llama también la atención que si para garantizar el respaldo parlamentario al Gobierno la actual ley electoral prevé una prima para la coalición mayoritaria en la Cámara de Diputados, no se haya previsto el mismo mecanismo para el Senado; lo que también habría impedido la actual crisis de gobierno.
A falta de medidas de este tipo, que al menos habrían facilitado una mínima normalidad institucional en la que crisis de gobierno como ésta fuesen evitables, los principales actores en la escena política italiana han seguido reproduciendo una dinámica que inevitablemente aboca a la situación actual. Y sobrevenida la crisis de gobierno, e instalados una vez más en ella, las opciones que se ofrecen desde las distintas formaciones políticas no pasan de ser sino la reedición de las ya ensayadas en ocasiones anteriores. Así, se ha vuelto a reiterar como salida bien la convocatoria inmediata de nuevas elecciones, por parte de la hasta ahora oposición, o bien, por parte de la hasta ahora mayoría parlamentaria, la formación de un ejecutivo transitorio que se ocuparía de elaborar una nueva ley electoral, antes de concurrir nuevamente a las urnas.
Despejado este dilema con la convocatoria de nuevas elecciones dentro de dos meses, lo que en buena medida venía obligado por la falta de apoyos parlamentarios, en particular en el Senado, para garantizar la continuidad de un gobierno estable, hay que decir también que resulta más que dudoso que esta opción suponga una contribución seria a la resolución de la crisis. Las elecciones a realizar próximamente pueden cambiar el signo de la coalición gobernante (como indican todas las encuestas recientes), pero seguirán dejando intactos los problemas estructurales que conducen, una y otra vez, a las sucesivas crisis; incluidas las de gobierno que, sin duda, volverán a reproducirse en la nueva coalición (y en las siguientes) mientras no se hagan las reformas institucionales necesarias.
Asimismo, y por lo que se refiere a la propuesta de formar un gobierno transitorio que tendría como única misión la aprobación de una nueva ley electoral (como propugnaba la coalición saliente), resulta más que dudoso que la coyuntura presente, marcada ante todo por las expectativas electorales inmediatas, sea la más apropiada para debatir serenamente y aprobar con el consenso que este tipo de legislación requiere, una ley electoral que daría paso a unas elecciones inmediatas (el momento más inoportuno e inconveniente para aprobar una ley electoral). Hay que tener presente, además, que en Italia está previsto para esta primavera un referéndum con el fin de cambiar la ley electoral vigente en este momento, lo que introduce un factor añadido de distorsión que contribuye a complicar más una situación ya de por sí bastante enrevesada.Y hay que añadir, finalmente, que ni la ley electoral (sin minusvalorar su importancia) es la causa de la crisis política e institucional que vive en la actualidad la República italiana, ni su sustitución por otra en estas circunstancias (habría que precisar además el sentido de los cambios que se quieren introducir porque puede ser peor el remedio que la enfermedad) es, por sí sola, la solución de los problemas que, previsiblemente, no van a desaparecer porque se apruebe una nueva legislación electoral.
Independientemente de la realización inmediata de las elecciones, tal y como propugnaba la oposición de esta última legislatura, el verdadero problema de fondo que tiene planteado la República italiana es, ante todo, el de evitar su bloqueo institucional, determinando para ello las reformas institucionales a realizar; y llevarlas a cabo efectivamente, sin aplazar reiterada e indefinidamente su materialización, como ha venido ocurriendo desde principios de la pasada década. Y ello es algo que no sólo no depende de la realización de las elecciones, ni siquiera de quién gane en ellas (lo que no quiere decir que carezca de importancia), sino que, gane quien gane, los cambios sólo podrán hacerse realidad con un amplio grado de consenso transversal (el término transversalidad, que tanto utilizamos nosotros últimamente, lo pusieron en circulación en el lenguaje político los italianos) entre las formaciones, tanto del gobierno como de la oposición.
En cualquier caso, y más allá de las próximas elecciones, es de desear que los italianos sean capaces de encontrar una salida no sólo a la actual crisis de gobierno sino, sobre todo, a la crisis institucional endémica en que está sumida la República durante todo este último periodo. Sería difícilmente comprensible que un país cuyo sistema constitucional ha sido, en las décadas siguientes a la segunda posguerra mundial, uno de los modelos de referencia para muchos países (muy particularmente el nuestro, cuando elaboramos la Constitución de 1978), sea incapaz ahora de llevar a cabo el necesario proceso de ‘aggiornamento’ de su sistema institucional y se empeñe en convertirse, contra toda lógica, en un claro (contra)ejemplo de lo que no hay que hacer a la hora de afrontar las, hasta ahora reiteradamente aplazadas, reformas institucionales.
A diferencia de la casi totalidad de los sistemas parlamentarios, en los que al gobierno le basta con la confianza de una de las cámaras (generalmente la denominada cámara baja: Comunes en Gran Bretaña, Bundestag en Alemania, Asamblea Nacional en Francia o Congreso de los Diputados en España), una de las peculiaridades del modelo parlamentario italiano es que el Gobierno no puede seguir gobernando si en algún momento pierde la confianza de cualquiera de las dos cámaras. Fue la pérdida de respaldo en una de ellas, el Senado, por estrecho margen (156 votos a favor, frente a 161 en contra), a pesar de haber obtenido la confianza, el día anterior, con una holgada mayoría (326 votos a favor, frente a 275 en contra) en la Cámara de Diputados, lo que provocó la caída del Gobierno Prodi, seguida de la convocatoria de nuevas elecciones, cuando apenas han transcurrido veinte meses desde su inicial formación, tras las elecciones de la primavera de 2006.
Se reproduce así, una vez más, una de las constantes más características de la vida política italiana, como es su crónica inestabilidad gubernamental. Resulta irrelevante el motivo inmediato de esta nueva crisis gubernamental, originada por la retirada del respaldo al Gobierno en el Senado por parte de un minúsculo grupo (Udeur, que recoge alrededor del 1% del voto), a causa de una cuestión que nada tiene que ver con la política general del país, como es la investigación por un caso de presunta corrupción de un familiar del líder de este grupo. Pero el hecho sí resulta sumamente ilustrativo como reflejo de la endémica crisis institucional que viene condicionando de forma permanente el desarrollo del proceso político italiano; y también, lo que para los italianos debe ser más preocupante, de las inciertas expectativas, particularmente en el plano político e institucional, ante el futuro próximo.
La actual, y enésima, crisis gubernamental italiana ha de ser encuadrada en el marco del proceso de transición política e institucional que está viviendo la República desde la primera mitad de la pasada década y que, en el momento actual, tres lustros después de su inicio, dista mucho todavía de estar encauzado. La situación creada tras esta crisis (y el propio desencadenamiento de la misma) es buena muestra de ello. Así, llama la atención que en el marco de las numerosas reformas constitucionales realizadas en este último periodo no se haya dedicado una de ellas a residenciar la confianza parlamentaria del Gobierno en la Cámara de Diputados (como suele ser lo habitual en los regímenes parlamentarios), evitando su duplicación en el Senado; lo que, entre otras cosas, habría evitado esta (y otras) crisis de gobierno. Como, asimismo, llama también la atención que si para garantizar el respaldo parlamentario al Gobierno la actual ley electoral prevé una prima para la coalición mayoritaria en la Cámara de Diputados, no se haya previsto el mismo mecanismo para el Senado; lo que también habría impedido la actual crisis de gobierno.
A falta de medidas de este tipo, que al menos habrían facilitado una mínima normalidad institucional en la que crisis de gobierno como ésta fuesen evitables, los principales actores en la escena política italiana han seguido reproduciendo una dinámica que inevitablemente aboca a la situación actual. Y sobrevenida la crisis de gobierno, e instalados una vez más en ella, las opciones que se ofrecen desde las distintas formaciones políticas no pasan de ser sino la reedición de las ya ensayadas en ocasiones anteriores. Así, se ha vuelto a reiterar como salida bien la convocatoria inmediata de nuevas elecciones, por parte de la hasta ahora oposición, o bien, por parte de la hasta ahora mayoría parlamentaria, la formación de un ejecutivo transitorio que se ocuparía de elaborar una nueva ley electoral, antes de concurrir nuevamente a las urnas.
Despejado este dilema con la convocatoria de nuevas elecciones dentro de dos meses, lo que en buena medida venía obligado por la falta de apoyos parlamentarios, en particular en el Senado, para garantizar la continuidad de un gobierno estable, hay que decir también que resulta más que dudoso que esta opción suponga una contribución seria a la resolución de la crisis. Las elecciones a realizar próximamente pueden cambiar el signo de la coalición gobernante (como indican todas las encuestas recientes), pero seguirán dejando intactos los problemas estructurales que conducen, una y otra vez, a las sucesivas crisis; incluidas las de gobierno que, sin duda, volverán a reproducirse en la nueva coalición (y en las siguientes) mientras no se hagan las reformas institucionales necesarias.
Asimismo, y por lo que se refiere a la propuesta de formar un gobierno transitorio que tendría como única misión la aprobación de una nueva ley electoral (como propugnaba la coalición saliente), resulta más que dudoso que la coyuntura presente, marcada ante todo por las expectativas electorales inmediatas, sea la más apropiada para debatir serenamente y aprobar con el consenso que este tipo de legislación requiere, una ley electoral que daría paso a unas elecciones inmediatas (el momento más inoportuno e inconveniente para aprobar una ley electoral). Hay que tener presente, además, que en Italia está previsto para esta primavera un referéndum con el fin de cambiar la ley electoral vigente en este momento, lo que introduce un factor añadido de distorsión que contribuye a complicar más una situación ya de por sí bastante enrevesada.Y hay que añadir, finalmente, que ni la ley electoral (sin minusvalorar su importancia) es la causa de la crisis política e institucional que vive en la actualidad la República italiana, ni su sustitución por otra en estas circunstancias (habría que precisar además el sentido de los cambios que se quieren introducir porque puede ser peor el remedio que la enfermedad) es, por sí sola, la solución de los problemas que, previsiblemente, no van a desaparecer porque se apruebe una nueva legislación electoral.
Independientemente de la realización inmediata de las elecciones, tal y como propugnaba la oposición de esta última legislatura, el verdadero problema de fondo que tiene planteado la República italiana es, ante todo, el de evitar su bloqueo institucional, determinando para ello las reformas institucionales a realizar; y llevarlas a cabo efectivamente, sin aplazar reiterada e indefinidamente su materialización, como ha venido ocurriendo desde principios de la pasada década. Y ello es algo que no sólo no depende de la realización de las elecciones, ni siquiera de quién gane en ellas (lo que no quiere decir que carezca de importancia), sino que, gane quien gane, los cambios sólo podrán hacerse realidad con un amplio grado de consenso transversal (el término transversalidad, que tanto utilizamos nosotros últimamente, lo pusieron en circulación en el lenguaje político los italianos) entre las formaciones, tanto del gobierno como de la oposición.
En cualquier caso, y más allá de las próximas elecciones, es de desear que los italianos sean capaces de encontrar una salida no sólo a la actual crisis de gobierno sino, sobre todo, a la crisis institucional endémica en que está sumida la República durante todo este último periodo. Sería difícilmente comprensible que un país cuyo sistema constitucional ha sido, en las décadas siguientes a la segunda posguerra mundial, uno de los modelos de referencia para muchos países (muy particularmente el nuestro, cuando elaboramos la Constitución de 1978), sea incapaz ahora de llevar a cabo el necesario proceso de ‘aggiornamento’ de su sistema institucional y se empeñe en convertirse, contra toda lógica, en un claro (contra)ejemplo de lo que no hay que hacer a la hora de afrontar las, hasta ahora reiteradamente aplazadas, reformas institucionales.
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