Por Jorge Castañeda, ex secretario de Relaciones Exteriores de México y es profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Nueva York (EL PAÍS, 21/02/08):
No sabremos hasta dentro de algún tiempo si la salida de Fidel Castro de las múltiples presidencias que ha ocupado durante casi medio siglo, reviste una importancia sustantiva o sólo simbólica. Puede ser el presagio de su desaparición física o puede ser más de lo mismo que ha vivido Cuba desde julio de 2006, es decir, una ausencia / presencia del comandante que ya no gobierna pero sigue mandando; o puede ser un retiro verdadero y duradero, según el estado de su salud y de la medicina moderna. Esta última opción parece la menos probable; y la primera la más probable: seguirá mandando aunque no gobierne.
En cualquier caso, empieza a caminar la transición cubana que tendrá lugar con Raúl Castro. Se perfilan dos vías posibles para esa transición, y una tercera, más improbable pero más deseable.
La primera, la que prefieren el PCC, sus aliados regionales (Chávez, Morales, Ortega, Correa), los anti-intervencionistas latinoamericanos (Lula, Calderón, Kirchner) y los pragmáticos norteamericanos y europeos, es la famosa salida china o vietnamita. Se trataría de una clara separación entre el ámbito económico y el político -lo que en el México de hace ya casi 20 años algunos llamaron la perestroika sin glasnost- y que consiste en la realización de importantes reformas económicas orientadas al mercado, la propiedad privada, la inversión extranjera, la liberalización laboral, la circulación del dinero y el restablecimiento de relaciones comerciales, financieras y diplomáticas con Estados Unidos.
La clave de esta vía reside en la permanencia de las estructuras políticas autoritarias, es decir, el imperio del PCC con ausencia de elecciones, sindicatos, sociedad civil, libertades fundamentales, Estado de derecho y todo lo que de alguna manera se subsume bajo el término de democracia representativa. Esta opción tendería a satisfacer a muchos: a los que en Washington temen un éxodo -en ambas direcciones- por los estrechos de Florida, así como a liderazgos latinoamericanos temerosos de las travesuras de sus respectivas quintas columnas.
La segunda opción es la de los duros de Miami, los ideólogos de Washington y sectores más ideologizados en Europa y América Latina. Su esencia yace en el carácter no negociable del advenimiento de esa democracia representativa, como condición sine qua non para el retorno de Cuba al concierto latinoamericano y a la normalización de relaciones con EE UU, con independencia de la aplicación de reformas económicas y de su posible éxito o fracaso. Para estos sectores rige la consigna del presidente Mao: la política al puesto de mando.
Por muchas razones esta segunda opción es inviable sin violencia o un colapso del régimen post-fidelista que, hoy, nada permite entrever. Demasiados poderes fácticos en Cuba siguen en pie y la dirección cubana difícilmente se resignará a una defenestración que probablemente la conduciría al destino de Milosevic, Honecker y otros. Sin la anuencia de la dirección cubana, parece inconcebible un fin de régimen pacífico.
Pero si la salida ideológica es inverosímil, la pragmática, además de enfrentar serios obstáculos legales, por lo menos en EE UU, es indeseable para América Latina aunque la anhelen los eternos aduladores de la mal llamada libre determinación.
Es indeseable por una razón muy sencilla: porque lo que suceda en Cuba en materia de democracia y de derechos humanos no es un asunto sólo de los cubanos, es lo que la comunidad latinoamericana ha ido pensando y diciendo a propósito de la región entera desde hace algunos años. Quizás el avance más preñado de potencialidades para el porvenir latinoamericano reside justamente en el régimen jurídico regional que se ha ido construyendo en estos últimos tiempos. Es impresionante el número de naciones signatarias -y sujetas al carácter vinculante- de instrumentos regionales de respeto de derechos humanos, laborales, ambientales, de género, de derechos indígenas y de democracia representativa.
El respeto de los derechos humanos, la vigencia de la democracia representativa, la protección de distintas minorías no son ya para muchos latinoamericanos asuntos internos. Sería una verdadera tragedia que en aras del pragmatismo, América Latina decidiera que lo que vale para México, Chile, Venezuela, Brasil o Guatemala, no vale para Cuba porque habría demasiados balseros o porque los Castro se cuecen aparte.
¿Existe una tercera vía? Es posible y su perfil no es difícil de discernir. No puede limitarse la mutación del régimen cubano sólo al ámbito económico, ni tampoco puede anteponerse la democratización plena de dicho régimen a cualquier otro factor. Tiene que tener cuatro movimientos concomitantes y enlazados entre sí: a) las reformas económicas para mejorar el lamentable nivel de vida del pueblo cubano; b) la normalización con Estados Unidos (requisito indispensable para el anterior); c) la democratización al final del camino, pero de un camino pactado con un final acordado y bien definido; d) el reingreso al concierto latinoamericano.
Los cuatro procesos convergentes lograrían una solución que es realista pero no pone en entredicho los grandes adelantos latinoamericanos de los últimos años en materia de democracia y derechos humanos. ¿Podrán -querrán- los actores de esta historia entrarle al quite?
No sabremos hasta dentro de algún tiempo si la salida de Fidel Castro de las múltiples presidencias que ha ocupado durante casi medio siglo, reviste una importancia sustantiva o sólo simbólica. Puede ser el presagio de su desaparición física o puede ser más de lo mismo que ha vivido Cuba desde julio de 2006, es decir, una ausencia / presencia del comandante que ya no gobierna pero sigue mandando; o puede ser un retiro verdadero y duradero, según el estado de su salud y de la medicina moderna. Esta última opción parece la menos probable; y la primera la más probable: seguirá mandando aunque no gobierne.
En cualquier caso, empieza a caminar la transición cubana que tendrá lugar con Raúl Castro. Se perfilan dos vías posibles para esa transición, y una tercera, más improbable pero más deseable.
La primera, la que prefieren el PCC, sus aliados regionales (Chávez, Morales, Ortega, Correa), los anti-intervencionistas latinoamericanos (Lula, Calderón, Kirchner) y los pragmáticos norteamericanos y europeos, es la famosa salida china o vietnamita. Se trataría de una clara separación entre el ámbito económico y el político -lo que en el México de hace ya casi 20 años algunos llamaron la perestroika sin glasnost- y que consiste en la realización de importantes reformas económicas orientadas al mercado, la propiedad privada, la inversión extranjera, la liberalización laboral, la circulación del dinero y el restablecimiento de relaciones comerciales, financieras y diplomáticas con Estados Unidos.
La clave de esta vía reside en la permanencia de las estructuras políticas autoritarias, es decir, el imperio del PCC con ausencia de elecciones, sindicatos, sociedad civil, libertades fundamentales, Estado de derecho y todo lo que de alguna manera se subsume bajo el término de democracia representativa. Esta opción tendería a satisfacer a muchos: a los que en Washington temen un éxodo -en ambas direcciones- por los estrechos de Florida, así como a liderazgos latinoamericanos temerosos de las travesuras de sus respectivas quintas columnas.
La segunda opción es la de los duros de Miami, los ideólogos de Washington y sectores más ideologizados en Europa y América Latina. Su esencia yace en el carácter no negociable del advenimiento de esa democracia representativa, como condición sine qua non para el retorno de Cuba al concierto latinoamericano y a la normalización de relaciones con EE UU, con independencia de la aplicación de reformas económicas y de su posible éxito o fracaso. Para estos sectores rige la consigna del presidente Mao: la política al puesto de mando.
Por muchas razones esta segunda opción es inviable sin violencia o un colapso del régimen post-fidelista que, hoy, nada permite entrever. Demasiados poderes fácticos en Cuba siguen en pie y la dirección cubana difícilmente se resignará a una defenestración que probablemente la conduciría al destino de Milosevic, Honecker y otros. Sin la anuencia de la dirección cubana, parece inconcebible un fin de régimen pacífico.
Pero si la salida ideológica es inverosímil, la pragmática, además de enfrentar serios obstáculos legales, por lo menos en EE UU, es indeseable para América Latina aunque la anhelen los eternos aduladores de la mal llamada libre determinación.
Es indeseable por una razón muy sencilla: porque lo que suceda en Cuba en materia de democracia y de derechos humanos no es un asunto sólo de los cubanos, es lo que la comunidad latinoamericana ha ido pensando y diciendo a propósito de la región entera desde hace algunos años. Quizás el avance más preñado de potencialidades para el porvenir latinoamericano reside justamente en el régimen jurídico regional que se ha ido construyendo en estos últimos tiempos. Es impresionante el número de naciones signatarias -y sujetas al carácter vinculante- de instrumentos regionales de respeto de derechos humanos, laborales, ambientales, de género, de derechos indígenas y de democracia representativa.
El respeto de los derechos humanos, la vigencia de la democracia representativa, la protección de distintas minorías no son ya para muchos latinoamericanos asuntos internos. Sería una verdadera tragedia que en aras del pragmatismo, América Latina decidiera que lo que vale para México, Chile, Venezuela, Brasil o Guatemala, no vale para Cuba porque habría demasiados balseros o porque los Castro se cuecen aparte.
¿Existe una tercera vía? Es posible y su perfil no es difícil de discernir. No puede limitarse la mutación del régimen cubano sólo al ámbito económico, ni tampoco puede anteponerse la democratización plena de dicho régimen a cualquier otro factor. Tiene que tener cuatro movimientos concomitantes y enlazados entre sí: a) las reformas económicas para mejorar el lamentable nivel de vida del pueblo cubano; b) la normalización con Estados Unidos (requisito indispensable para el anterior); c) la democratización al final del camino, pero de un camino pactado con un final acordado y bien definido; d) el reingreso al concierto latinoamericano.
Los cuatro procesos convergentes lograrían una solución que es realista pero no pone en entredicho los grandes adelantos latinoamericanos de los últimos años en materia de democracia y derechos humanos. ¿Podrán -querrán- los actores de esta historia entrarle al quite?
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