Por Olegario González de Cardedal (ABC, 09/02/08):
La elección del General de la Compañía de Jesús es un acontecimiento trascendental para los miembros de esa institución, para la Iglesia y para la misma humanidad, ya que pocas minorías hay tan cualificadas, como la que forman los hijos de San Ignacio. Es pensable que sin Carlos I y Felipe II, afrontando asedios y batallas contra los turcos, Europa no hubiera permanecido cristiana y que sin los Jesuitas de Ignacio y las Carmelitas de Teresa de Jesús, Europa no hubiera permanecido católica. Sin ambos la Iglesia hubiera carecido de los contemplativos, científicos y teólogos que determinan nuestra historia.
Quizá como ninguna otra institución en la Iglesia los jesuitas han padecido la crisis espiritual que Europa vivió en el decenio 1960-1970, y provocado la vivida en los decenios 1970-1990. Ambas han puesto las conciencias ante elecciones de difícil acierto, de las cuales no hemos salido y cuyo discernimiento crítico está por hacer. Porque la autoridad y la obediencia habían sido las dos categorías que habían regido dicha institución, en orden a un mayor servicio a la extensión del Reino de Cristo bajo la autoridad del Romano Pontífice, por eso ha sido la que ha sufrido el golpe más fuerte cuando se han afirmado como soberanas las categorías nuevas de: democracia, iniciativa, libertad, pluralismo, profetismo, apertura a todos los horizontes, revisión de las decisiones… Las crisis pueden ser el comienzo de una nueva vida o el inicio de la muerte. El filósofo A.MacIntyre ha escrito que «las tradiciones, cuando son vitales, encarnan e incorporan conflictos continuos». Los organismos vivos crecen con crisis y sólo los minerales permanecen intactos. El problema no son las crisis sino la lucidez intelectual para afrontarlas y el coraje moral para superarlas.
Arrupe sumió la dirección de la Compañía en el punto cumbre de su crecimiento, con cerca de 36.000 miembros. Lo hacía en el instante en que estaban produciéndose hendiduras que escindían el corazón de su identidad. Europa estaba viviendo conmociones profundas. Francia, por la facilidad de la lengua y su presencia teológica, se convirtió con el Concilio Vaticano II en el puente de universalización para toda la Iglesia católica de las ideas de reforma, diálogo, testimonio, y colaboración con sistemas, ideologías y nuevos movimientos de conciencia. La fascinación del marxismo, el influjo del existencialismo, la aparición de las llamadas ciencias humanas (psicoanálisis, sociología cultural, ideologías políticas…) los movimientos de descolonización y la afirmación de los países no alineados en la división entre Rusia y Estados Unidos, el protagonismo incipiente de las iglesias del tercer mundo, la revisión crítica de la forma de presencia de la Iglesia en la anterior historia de Europa y desde ella en los países de misión: todo ello creaba oportunidades históricas únicas, a la vez que exigía un riguroso discernimiento espiritual, teológico y pastoral.
¿Sería capaz Arrupe de orientar la Compañía por un camino de renovación a la vez que de fidelidad? ¿Correrían paralelos la utopía necesaria y el necesario realismo? ¿Era posible trasplantar la Compañía del lugar espiritual en el que había estado durante cuatro siglos a un espacio vital nuevo? ¿Cómo se explica que la Compañía perdiera en los decenios siguientes casi un tercio de sus miembros? ¿Por qué surgieron movimientos de escisión dentro de ella, que frenó Pablo VI, dejando regueros de sangre? Las luces y las sombras de la Compañía se han reduplicado en las Congregaciones femeninas de inspiración ignaciana que, mirando los giros de los hijos de San Ignacio como normativos para su propio desarrollo, los han seguido en sus reformas.
En la historia nada es repetible. Tampoco Arrupe. Nada sería más funesto que perpetuar en el comienzo del siglo XXI lo que fuera obligado en 1970. Por ello nos suenan hueras y falsas ciertas declamaciones, por más sonoras que se presenten, repitiendo voces y ecos agotados. La universalización de un carisma y su aplicación renovada requiere trascender la forma en que lo vivió su iniciador. Los franciscanos en el siglo XIII fueron hijos del carisma de San Francisco, el Cristo redivido de la Edad Media, pero sin el vigor y rigor de San Buenaventura, hubieran terminado en bandas de juglares, peregrinos y maleantes. La teología de París salvó el evangelismo de Asís. Ciertos radicalismos en realidad son arcaísmos, porque siguen ofreciendo respuestas que ya no están a la altura de los nuevos problemas. Quienes con admiración agradecida miramos desde fuera a la Compañía de Jesús, sentiríamos que sucumbiera reviviendo tiempos pasados (es igual el integrismo decimonónico que el integrismo progresista del siglo XX), o careciera del coraje moral y de la hondura religiosa necesaria para asumir las tareas nuevas.
La genialidad y la santidad son dones de Dios que hay que agradecer y no imitar repitiendo, porque el resultado serían caricaturas. La Compañía de Jesús ha tenido en el siglo XX entre su hijos figuras cumbres en todos los órdenes. Pero nada ha resultado más triste que ver a muchos de sus teólogos empeñados en ser Rahner y a sus superiores en ser Arrupe. Esas grandes figuras aparecen al final de largos procesos colectivos de maduración y trabajo, vividos casi siempre en el silencio y anonimato. Rahner sólo fue posible tras 25 años de durísimo estudio en Innsbruck y Arrupe tras decenios de misión en Japón.
Desde fuera parece necesario clarificar incertidumbres y perplejidades, anejas a las implantaciones nuevas o a las viejas permanencias; precisar la relación existente entre fe y justicia, que no son separables pero son claramente diferenciables, ya que no se deduce directamente de la fe un determinado modelo de justicia, ni de un proyecto de justicia la necesidad de abrazar la fe. El tránsito del evangelio a la acción política no es directo sino por la mediación de instituciones culturales, sociales y políticas, que hay que elegir dentro de un pluralismo, derivado de las distintas lecturas científicas de la realidad, a la vez que de las distintas primacías que los mismos cristianos pueden establecer para resolver los problemas. La Compañía tuvo siempre como tareas primordiales el humanismo, la presencia en las Universidades, el cultivo de las minorías; por ello necesita clarificar cómo se suman o restan hoy con las opciones por la marginación, pobres y alejados. Si de todos en la Iglesia se espera comunión y obediencia al Papa, especialmente de quienes emiten un cuarto voto de obediencia; y resulta sorprendente que en cierto sector de la Compañía la crítica fuera acerba, mientras no se toleraba la más mínima puntualización a ciertos líderes políticos o religiosos. ¿Por qué el Papa, en forma tan delicada como clara, les ha recordado en su carta el deber de aceptar ciertos puntos de la doctrina católica? ¿No se les suponía precisamente a los jesuitas la fidelidad al magisterio? La relación entre acción y contemplación merece hoy reafirmación y esclarecimiento, cuando celebramos el centenario del P. Nadal a quien debemos la fórmula «contemplativo en la acción» como identificadora del jesuita; él que, desde esa reflexión organizadora de la espiritualidad ignaciana, ideó los colegios y su misión, iniciando por encargo del Padre Ignacio el de Mesina.
Los Jesuitas muestran tal diversidad entre sí que no siempre es fácil percibir que se trata de la misma institución. Se han vivido tensiones entre polaridades, pagadas unas a costa de otras: verdad del cristianismo y reforma de la Iglesia, unidad y pluralismo, centro de la catolicidad e iglesias locales, afincamiento en los lugares y movilidad por el mundo, profetismo y autoridad. Uno piensa en Francia, lugar desde el que se han desencadenado tantas tormentas y se pregunta cómo son posibles al mismo tiempo la «fidelidad creadora» de hombres como de Lubac, Fessard, Bouillard, Tilliette, Guillet… junto a la «ruptura instauradora» de Morel, Roustang, Michel de Certeaux, Moingt… Los nombres equivalentes en España son conocidos de todos. Una institución no puede perdurar entre tales tensiones, y difícilmente es soportada por la Iglesia y la sociedad civil. A ella van nuestro agradecimiento y esperanza.
La elección del General de la Compañía de Jesús es un acontecimiento trascendental para los miembros de esa institución, para la Iglesia y para la misma humanidad, ya que pocas minorías hay tan cualificadas, como la que forman los hijos de San Ignacio. Es pensable que sin Carlos I y Felipe II, afrontando asedios y batallas contra los turcos, Europa no hubiera permanecido cristiana y que sin los Jesuitas de Ignacio y las Carmelitas de Teresa de Jesús, Europa no hubiera permanecido católica. Sin ambos la Iglesia hubiera carecido de los contemplativos, científicos y teólogos que determinan nuestra historia.
Quizá como ninguna otra institución en la Iglesia los jesuitas han padecido la crisis espiritual que Europa vivió en el decenio 1960-1970, y provocado la vivida en los decenios 1970-1990. Ambas han puesto las conciencias ante elecciones de difícil acierto, de las cuales no hemos salido y cuyo discernimiento crítico está por hacer. Porque la autoridad y la obediencia habían sido las dos categorías que habían regido dicha institución, en orden a un mayor servicio a la extensión del Reino de Cristo bajo la autoridad del Romano Pontífice, por eso ha sido la que ha sufrido el golpe más fuerte cuando se han afirmado como soberanas las categorías nuevas de: democracia, iniciativa, libertad, pluralismo, profetismo, apertura a todos los horizontes, revisión de las decisiones… Las crisis pueden ser el comienzo de una nueva vida o el inicio de la muerte. El filósofo A.MacIntyre ha escrito que «las tradiciones, cuando son vitales, encarnan e incorporan conflictos continuos». Los organismos vivos crecen con crisis y sólo los minerales permanecen intactos. El problema no son las crisis sino la lucidez intelectual para afrontarlas y el coraje moral para superarlas.
Arrupe sumió la dirección de la Compañía en el punto cumbre de su crecimiento, con cerca de 36.000 miembros. Lo hacía en el instante en que estaban produciéndose hendiduras que escindían el corazón de su identidad. Europa estaba viviendo conmociones profundas. Francia, por la facilidad de la lengua y su presencia teológica, se convirtió con el Concilio Vaticano II en el puente de universalización para toda la Iglesia católica de las ideas de reforma, diálogo, testimonio, y colaboración con sistemas, ideologías y nuevos movimientos de conciencia. La fascinación del marxismo, el influjo del existencialismo, la aparición de las llamadas ciencias humanas (psicoanálisis, sociología cultural, ideologías políticas…) los movimientos de descolonización y la afirmación de los países no alineados en la división entre Rusia y Estados Unidos, el protagonismo incipiente de las iglesias del tercer mundo, la revisión crítica de la forma de presencia de la Iglesia en la anterior historia de Europa y desde ella en los países de misión: todo ello creaba oportunidades históricas únicas, a la vez que exigía un riguroso discernimiento espiritual, teológico y pastoral.
¿Sería capaz Arrupe de orientar la Compañía por un camino de renovación a la vez que de fidelidad? ¿Correrían paralelos la utopía necesaria y el necesario realismo? ¿Era posible trasplantar la Compañía del lugar espiritual en el que había estado durante cuatro siglos a un espacio vital nuevo? ¿Cómo se explica que la Compañía perdiera en los decenios siguientes casi un tercio de sus miembros? ¿Por qué surgieron movimientos de escisión dentro de ella, que frenó Pablo VI, dejando regueros de sangre? Las luces y las sombras de la Compañía se han reduplicado en las Congregaciones femeninas de inspiración ignaciana que, mirando los giros de los hijos de San Ignacio como normativos para su propio desarrollo, los han seguido en sus reformas.
En la historia nada es repetible. Tampoco Arrupe. Nada sería más funesto que perpetuar en el comienzo del siglo XXI lo que fuera obligado en 1970. Por ello nos suenan hueras y falsas ciertas declamaciones, por más sonoras que se presenten, repitiendo voces y ecos agotados. La universalización de un carisma y su aplicación renovada requiere trascender la forma en que lo vivió su iniciador. Los franciscanos en el siglo XIII fueron hijos del carisma de San Francisco, el Cristo redivido de la Edad Media, pero sin el vigor y rigor de San Buenaventura, hubieran terminado en bandas de juglares, peregrinos y maleantes. La teología de París salvó el evangelismo de Asís. Ciertos radicalismos en realidad son arcaísmos, porque siguen ofreciendo respuestas que ya no están a la altura de los nuevos problemas. Quienes con admiración agradecida miramos desde fuera a la Compañía de Jesús, sentiríamos que sucumbiera reviviendo tiempos pasados (es igual el integrismo decimonónico que el integrismo progresista del siglo XX), o careciera del coraje moral y de la hondura religiosa necesaria para asumir las tareas nuevas.
La genialidad y la santidad son dones de Dios que hay que agradecer y no imitar repitiendo, porque el resultado serían caricaturas. La Compañía de Jesús ha tenido en el siglo XX entre su hijos figuras cumbres en todos los órdenes. Pero nada ha resultado más triste que ver a muchos de sus teólogos empeñados en ser Rahner y a sus superiores en ser Arrupe. Esas grandes figuras aparecen al final de largos procesos colectivos de maduración y trabajo, vividos casi siempre en el silencio y anonimato. Rahner sólo fue posible tras 25 años de durísimo estudio en Innsbruck y Arrupe tras decenios de misión en Japón.
Desde fuera parece necesario clarificar incertidumbres y perplejidades, anejas a las implantaciones nuevas o a las viejas permanencias; precisar la relación existente entre fe y justicia, que no son separables pero son claramente diferenciables, ya que no se deduce directamente de la fe un determinado modelo de justicia, ni de un proyecto de justicia la necesidad de abrazar la fe. El tránsito del evangelio a la acción política no es directo sino por la mediación de instituciones culturales, sociales y políticas, que hay que elegir dentro de un pluralismo, derivado de las distintas lecturas científicas de la realidad, a la vez que de las distintas primacías que los mismos cristianos pueden establecer para resolver los problemas. La Compañía tuvo siempre como tareas primordiales el humanismo, la presencia en las Universidades, el cultivo de las minorías; por ello necesita clarificar cómo se suman o restan hoy con las opciones por la marginación, pobres y alejados. Si de todos en la Iglesia se espera comunión y obediencia al Papa, especialmente de quienes emiten un cuarto voto de obediencia; y resulta sorprendente que en cierto sector de la Compañía la crítica fuera acerba, mientras no se toleraba la más mínima puntualización a ciertos líderes políticos o religiosos. ¿Por qué el Papa, en forma tan delicada como clara, les ha recordado en su carta el deber de aceptar ciertos puntos de la doctrina católica? ¿No se les suponía precisamente a los jesuitas la fidelidad al magisterio? La relación entre acción y contemplación merece hoy reafirmación y esclarecimiento, cuando celebramos el centenario del P. Nadal a quien debemos la fórmula «contemplativo en la acción» como identificadora del jesuita; él que, desde esa reflexión organizadora de la espiritualidad ignaciana, ideó los colegios y su misión, iniciando por encargo del Padre Ignacio el de Mesina.
Los Jesuitas muestran tal diversidad entre sí que no siempre es fácil percibir que se trata de la misma institución. Se han vivido tensiones entre polaridades, pagadas unas a costa de otras: verdad del cristianismo y reforma de la Iglesia, unidad y pluralismo, centro de la catolicidad e iglesias locales, afincamiento en los lugares y movilidad por el mundo, profetismo y autoridad. Uno piensa en Francia, lugar desde el que se han desencadenado tantas tormentas y se pregunta cómo son posibles al mismo tiempo la «fidelidad creadora» de hombres como de Lubac, Fessard, Bouillard, Tilliette, Guillet… junto a la «ruptura instauradora» de Morel, Roustang, Michel de Certeaux, Moingt… Los nombres equivalentes en España son conocidos de todos. Una institución no puede perdurar entre tales tensiones, y difícilmente es soportada por la Iglesia y la sociedad civil. A ella van nuestro agradecimiento y esperanza.
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