Por Joaquin Roy (EL CORREO DIGITAL, 07/02/08):
Apenas ha empezado la carrera por la Casa Blanca. En rigor, a grandes rasgos, el trío que tiene más posibilidades de llegar a las semifinales de las convenciones es el que se sospechaba cuando comenzó el larguísimo periodo electoral tras la reelección de George W. Bush en 2004.
Entre los candidatos demócratas, la duda hace meses era quién retaría el protagonismo de Hillary Clinton. Apenas John Edwards, el candidato vicepresidencial de John Kerry, era creíble. De los demás, solamente la novedad del origen afroamericano de Barack Obama ofrecía visos de cambio real en el escenario político, que clama a gritos un giro respecto al desastre generalizado y la división social con que se cierra la presidencia de George W. Bush. En el campo republicano, plagado de figuras oscuras y desmotivados pretendientes a la derrota anunciada, en todo momento sobresalía John McCain, del que se recordaban su pasado de prisionero de guerra en Vietnam y su potencial para curar las heridas infligidas por la dirigencia de su partido durante los últimos ocho años.
Por lo tanto, la competición no ha hecho más que empezar. Les queda un largo camino a Hillary y Barack para capturar el número de votos necesario para la coronación en la convención demócrata de Denver y de allí pasar a la gran final de noviembre. El ansia de cambio favorece a ambos. Como Clinton y Obama coincidieron en señalar en el debate de la CNN antes del ’supermartes’ -cierre del Carnaval, coincidencia-, uno de ellos será el presidente. Pero todavía deben encarar obstáculos notables y sortear peligros importantes, si quieren personalmente capturar el honor, y al mismo tiempo garantizarlo para el partido.
En el campo republicano, la marcha inexorable de McCain hacia la nominación favorece la imagen de consistencia del partido y refuerza la apariencia de moderación. Esta formación necesita especialmente esta tarjeta de visita para recibir el favor de los sectores centristas, alejados de los extremistas conservadores, los intolerantes en religión y valores, y los que todavía visceralmente defienden el papel errático de Estados Unidos en el mundo. Pero el lastre que McCain soportará hasta el final, aparte de evitar el beso de la muerte de Bush, del que todos los candidatos republicanos han huido como la peste, es su edad, ya que de ser elegido se enfrentaría a un segundo mandato superando los 75 años, y de ser reelegido, se jubilaría casi en su 80 cumpleaños.
Más complicada tienen su tarea los dos semifinalistas demócratas. Mayor peligro encara su partido que el de McCain. El factor moderador (similar a la necesidad republicana) ejercerá una influencia en las inclinaciones en las primarias que quedan, en el conteo de los votos para asistir a la convención y, finalmente, en elegir un equipo (’ticket’) ganador, más allá del desenlace entre Clinton y Obama.
Hillary deberá sacudirse el lastre de ser percibida como un producto del ‘establishment’ de Washington (no lo puede negar, como consorte de un ex presidente). Todavía no ha superado la desconfianza en sectores jóvenes, círculos afroamericanos, conservadores de toda la vida y los necesarios hispanos que votan mayoritariamente por los demócratas. La bofetada que ha representado el respaldo de Ted Kennedy a Obama es difícil de digerir. Pero en los debates y en las apariciones televisivas ha demostrado poseer unas tablas impresionantes, un rédito difícil de batir.
Este detalle, significativamente, se puede convertir en el mayor enemigo de Obama. Su profesionalismo, su discurso impecable, su prestancia entre ensayada y espontánea parecen estudiados y en pos de la imitación de figuras del pasado, como el propio Bill Clinton y, naturalmente, John F. Kennedy. Pero su peor enemigo puede ser precisamente su arriesgada y valiente promesa de sacar a Estados Unidos de Irak. La clave, de llegar a la final de la elección presidencial, será cómo responder a las expectativas de los jóvenes, los marginados y, curiosamente, los varones blancos, que mayoritariamente lo prefieren a Hillary.
Ambos, y más su partido, enfrentan un riesgo notable que puede ofrecer la única ventaja a los republicanos. Una lucha abierta, pespunteada de ataques personales y señalamiento de detalles biográficos, puede dañar seriamente no sólo las posibilidades del finalista (sea Obama o Clinton), sino de su partido. De ahí que van a evitar, o a tratar de puntillas, temas espinosos, como la inmigración indocumentada, y añadirse al consenso general de proceder a una reforma del sistema. De ahí también que deberán llegar a una fórmula neutralizada para aparcar el tema de Irak. Después de todo, fue la principal chispa de la división del país provocada por Bush, tras su lamentable administración de la gestión del 11 de Septiembre. Pero eso se verá en las semanas que precederán a las elecciones de noviembre.
Apenas ha empezado la carrera por la Casa Blanca. En rigor, a grandes rasgos, el trío que tiene más posibilidades de llegar a las semifinales de las convenciones es el que se sospechaba cuando comenzó el larguísimo periodo electoral tras la reelección de George W. Bush en 2004.
Entre los candidatos demócratas, la duda hace meses era quién retaría el protagonismo de Hillary Clinton. Apenas John Edwards, el candidato vicepresidencial de John Kerry, era creíble. De los demás, solamente la novedad del origen afroamericano de Barack Obama ofrecía visos de cambio real en el escenario político, que clama a gritos un giro respecto al desastre generalizado y la división social con que se cierra la presidencia de George W. Bush. En el campo republicano, plagado de figuras oscuras y desmotivados pretendientes a la derrota anunciada, en todo momento sobresalía John McCain, del que se recordaban su pasado de prisionero de guerra en Vietnam y su potencial para curar las heridas infligidas por la dirigencia de su partido durante los últimos ocho años.
Por lo tanto, la competición no ha hecho más que empezar. Les queda un largo camino a Hillary y Barack para capturar el número de votos necesario para la coronación en la convención demócrata de Denver y de allí pasar a la gran final de noviembre. El ansia de cambio favorece a ambos. Como Clinton y Obama coincidieron en señalar en el debate de la CNN antes del ’supermartes’ -cierre del Carnaval, coincidencia-, uno de ellos será el presidente. Pero todavía deben encarar obstáculos notables y sortear peligros importantes, si quieren personalmente capturar el honor, y al mismo tiempo garantizarlo para el partido.
En el campo republicano, la marcha inexorable de McCain hacia la nominación favorece la imagen de consistencia del partido y refuerza la apariencia de moderación. Esta formación necesita especialmente esta tarjeta de visita para recibir el favor de los sectores centristas, alejados de los extremistas conservadores, los intolerantes en religión y valores, y los que todavía visceralmente defienden el papel errático de Estados Unidos en el mundo. Pero el lastre que McCain soportará hasta el final, aparte de evitar el beso de la muerte de Bush, del que todos los candidatos republicanos han huido como la peste, es su edad, ya que de ser elegido se enfrentaría a un segundo mandato superando los 75 años, y de ser reelegido, se jubilaría casi en su 80 cumpleaños.
Más complicada tienen su tarea los dos semifinalistas demócratas. Mayor peligro encara su partido que el de McCain. El factor moderador (similar a la necesidad republicana) ejercerá una influencia en las inclinaciones en las primarias que quedan, en el conteo de los votos para asistir a la convención y, finalmente, en elegir un equipo (’ticket’) ganador, más allá del desenlace entre Clinton y Obama.
Hillary deberá sacudirse el lastre de ser percibida como un producto del ‘establishment’ de Washington (no lo puede negar, como consorte de un ex presidente). Todavía no ha superado la desconfianza en sectores jóvenes, círculos afroamericanos, conservadores de toda la vida y los necesarios hispanos que votan mayoritariamente por los demócratas. La bofetada que ha representado el respaldo de Ted Kennedy a Obama es difícil de digerir. Pero en los debates y en las apariciones televisivas ha demostrado poseer unas tablas impresionantes, un rédito difícil de batir.
Este detalle, significativamente, se puede convertir en el mayor enemigo de Obama. Su profesionalismo, su discurso impecable, su prestancia entre ensayada y espontánea parecen estudiados y en pos de la imitación de figuras del pasado, como el propio Bill Clinton y, naturalmente, John F. Kennedy. Pero su peor enemigo puede ser precisamente su arriesgada y valiente promesa de sacar a Estados Unidos de Irak. La clave, de llegar a la final de la elección presidencial, será cómo responder a las expectativas de los jóvenes, los marginados y, curiosamente, los varones blancos, que mayoritariamente lo prefieren a Hillary.
Ambos, y más su partido, enfrentan un riesgo notable que puede ofrecer la única ventaja a los republicanos. Una lucha abierta, pespunteada de ataques personales y señalamiento de detalles biográficos, puede dañar seriamente no sólo las posibilidades del finalista (sea Obama o Clinton), sino de su partido. De ahí que van a evitar, o a tratar de puntillas, temas espinosos, como la inmigración indocumentada, y añadirse al consenso general de proceder a una reforma del sistema. De ahí también que deberán llegar a una fórmula neutralizada para aparcar el tema de Irak. Después de todo, fue la principal chispa de la división del país provocada por Bush, tras su lamentable administración de la gestión del 11 de Septiembre. Pero eso se verá en las semanas que precederán a las elecciones de noviembre.
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