Por Timothy Garton Ash, catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford y miembro de número de la Hoover Institution, Stanford. Escribió sobre su experiencia con la Stasi en el libro The file. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 05/02/08):
Los fisgones británicos no son los perros guardianes de una dictadura, como era la Stasi; pero el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones.
Esto tiene que acabarse. En el Reino Unido, la capacidad fisgona del Estado está completamente descontrolada. Los británicos caminamos dormidos hacia una sociedad vigilada, y es preciso que nos despertemos.
Cuando la Stasi empezó a espiar mis movimientos en Alemania del Este, hace 30 años, yo había llegado allí sabiendo que iba de uno de los países más libres del mundo a uno de los menos libres. Creo que tenía razón entonces, pero desde luego no la tendría en este momento. A los ciudadanos de Alemania del Este se les espía hoy mucho menos que a los del Reino Unido. El grupo de derechos humanos Privacy International dice que el Reino Unido es un “caso endémico de sociedad de la vigilancia”, junto a China y Rusia, mientras que Alemania obtiene una clasificación mucho mejor.
Un informe oficial del Comisario de Interceptación de Comunicaciones británico acaba de revelar que casi 800 organismos públicos están efectuando cerca de 1.000 solicitudes diarias de “datos sobre comunicaciones”, que incluyen intervención de teléfonos e historiales de llamadas de móviles, correos electrónicos y visitas a páginas web, para no hablar del viejo correo tradicional. La página web del Ministerio del Interior británico especifica que todos los proveedores de servicios de comunicación “pueden recibir una nota en la que se les exija mantener una capacidad de interceptación permanente”.
Los fantásticos progresos de la tecnología de la información y las comunicaciones ofrecen al Estado -y también a las empresas privadas- unas posibilidades técnicas que para la Stasi no habrían sido más que un sueño. Hoy en día, la mayor parte de la vida de cualquier ciudadano razonablemente próspero tiene un seguimiento electrónico, minuto a minuto y centímetro a centímetro, a través de sus llamadas de teléfono, tanto móvil como fijo, sus correos electrónicos, sus búsquedas en Internet, sus compras con tarjeta de crédito, sus apariciones involuntarias en circuitos cerrados de televisión, y así sucesivamente. Si la policía secreta de Alemania del Este hubiera contado con esas súper herramientas, mi expediente en la Stasi habría tenido, al menos, 3.000 páginas, en lugar de sólo 325.
Como consecuencia, todas las democracias liberales tienen que proteger aún más los datos, la intimidad y los derechos civiles sólo para seguir siendo tan libres como hasta ahora. A medida que la tecnología eleva el nivel del tráfico de información, es preciso que levantemos más diques protectores. El inquebrantable Comisario de Información, Richard Thomas, está librando una valiente batalla en ese sentido. La advertencia de que los británicos “caminan dormidos hacia una sociedad de la vigilancia” es suya.
Porque, al mismo tiempo que él intenta reforzar los diques, otros brazos más poderosos del Gobierno se dedican a derribarlos, en nombre de la lucha contra el terrorismo, el crimen, el fraude, los abusos infantiles, las drogas, el extremismo religioso, el racismo, la evasión fiscal, la velocidad excesiva, las infracciones de estacionamiento, los escombros en lugares no autorizados, la gente que deja demasiadas bolsas de basura delante de su casa y cualquier otro “riesgo” que esos casi 800 (entrometi-dos) organismos públicos consideren merecedor de su “protección”.
Pues bien, demos gracias a la niñera, pero que se vuelva a Alemania del Este. Prefiero seguir siendo un poco más libre aunque eso signifique vivir un poco menos seguro.
Reconozco que la amenaza de los terroristas suicidas locales, como los que atacaron Londres el 7 de julio de 2005, es especialmente difícil de detectar. Reconozco que exige unos poderes extraordinarios de vigilancia y prevención. Hay que recalibrar el equilibrio entre seguridad y libertad. Ahora bien, en el último decenio, el Gobierno británico se ha inclinado excesivamente hacia lo que se supone que es más seguridad.
Un instinto fisgón, autoritario y desmesurado en todos los niveles del Gobierno y, hasta hace poco, una prensa exaltada que exigía sin cesar que “se hiciera algo”: esta combinación nefasta ha convertido al Reino Unido en un guía oscuro. La cuna del liberalismo se ha transformado en el Estado de las bases de datos. Tenemos más cámaras de circuito cerrado que nadie. Existen planes avanzados para centralizar todos nuestros historiales médicos e implantar los carnets de identidad biométricos más elaborados del mundo.
Todo ello, idea de un Gobierno que, después de haber recogido tantos datos sobre nosotros, se dedica a perderlos como un borracho nocturno que vacía el contenido de sus bolsillos en la calle. Las autoridades fiscales han extraviado los detalles relativos a 25 millones de personas; se ha perdido un ordenador portátil de la Marina que contenía los de otras 100.000, y así sucesivamente.
Mientras tanto, el Gobierno británico acaba de presentar al Parlamento su último proyecto de ley antiterrorista. Además de la famosa propuesta de aumentar el periodo de detención sin cargos a 42 días, se incluyen disposiciones que, como explican las notas oficiales, permiten a cualquiera proporcionar información a los servicios de inteligencia “independientemente de cualquier obligación de mantener en privado la información y de cualquier otra restricción” (aparte de las que se mencionan en un par de cláusulas secundarias muy elásticas). El servicio podrá después compartir o revelar dicha información más o menos a su antojo.
Esto no puede seguir así; e incluso los más acérrimos defensores de un gobierno firme están empezando a decirlo. El conservador Daily Mail, ese príncipe entre los partidarios de la mano dura, ha publicado un artículo de fondo cuya conclusión era que “con este Gobierno -del que habría estado orgullosa la Stasi-, el equilibrio entre el poder del Estado y la libertad individual se ha torcido de forma escandalosa. Es preciso restaurarlo”. Es un asunto en el que la prensa y los políticos de izquierda están empezando a mostrarse de acuerdo.
Por supuesto, la floritura sobre la Stasi es una hipérbole. Yo viví bajo el poder de la Stasi, y sé que estamos muy lejos de esa situación. Pero la cantidad de información recogida y compartida -sin olvidar la perdida- por el Gobierno británico es muy superior a los modestos 160 kilómetros de expedientes de la Stasi. Las posibilidades de que, si caen en malas manos, puedan utilizarse con fines perversos son enormes. La libertad no se conserva sólo confiando en las buenas intenciones de nuestros gobernantes, funcionarios y espías. El camino hacia el infierno está empedrado de buenas intenciones.
Confío en que los demócratas liberales, los conservadores, los diputados laboristas y la Cámara de los Lores otorguen al nuevo proyecto de ley antiterrorista la bronca que se merece. Algunos de nuestros organismos de control y de los jueces más independientes están dando ya la señal de alarma. Si, pese a todo, el Gobierno es tan tonto como para tratar de implantar los nuevos carnets antes de las próximas elecciones, esa medida podría ser para Gordon Brown lo que el impuesto per cápita fue para Margaret Thatcher: el instante catastrófico en el que la opinión pública se volvió contra el Gobierno.
El líder de los demócratas liberales, Nick Clegg, ha dicho que está dispuesto a ir a la cárcel antes de aceptar un carnet de identidad que suponga semejante intromisión. Yo también. Y me da la impresión de que también lo estarían miles de nuestros conciudadanos. Por eso creo que el Gobierno no va a hacer esa tontería. Pero debemos trazar la línea mucho antes de los carnets de identidad. Hay libertades a las que ya hemos renunciado mientras dormíamos y tenemos que reclamar que nos las devuelvan.
Los fisgones británicos no son los perros guardianes de una dictadura, como era la Stasi; pero el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones.
Esto tiene que acabarse. En el Reino Unido, la capacidad fisgona del Estado está completamente descontrolada. Los británicos caminamos dormidos hacia una sociedad vigilada, y es preciso que nos despertemos.
Cuando la Stasi empezó a espiar mis movimientos en Alemania del Este, hace 30 años, yo había llegado allí sabiendo que iba de uno de los países más libres del mundo a uno de los menos libres. Creo que tenía razón entonces, pero desde luego no la tendría en este momento. A los ciudadanos de Alemania del Este se les espía hoy mucho menos que a los del Reino Unido. El grupo de derechos humanos Privacy International dice que el Reino Unido es un “caso endémico de sociedad de la vigilancia”, junto a China y Rusia, mientras que Alemania obtiene una clasificación mucho mejor.
Un informe oficial del Comisario de Interceptación de Comunicaciones británico acaba de revelar que casi 800 organismos públicos están efectuando cerca de 1.000 solicitudes diarias de “datos sobre comunicaciones”, que incluyen intervención de teléfonos e historiales de llamadas de móviles, correos electrónicos y visitas a páginas web, para no hablar del viejo correo tradicional. La página web del Ministerio del Interior británico especifica que todos los proveedores de servicios de comunicación “pueden recibir una nota en la que se les exija mantener una capacidad de interceptación permanente”.
Los fantásticos progresos de la tecnología de la información y las comunicaciones ofrecen al Estado -y también a las empresas privadas- unas posibilidades técnicas que para la Stasi no habrían sido más que un sueño. Hoy en día, la mayor parte de la vida de cualquier ciudadano razonablemente próspero tiene un seguimiento electrónico, minuto a minuto y centímetro a centímetro, a través de sus llamadas de teléfono, tanto móvil como fijo, sus correos electrónicos, sus búsquedas en Internet, sus compras con tarjeta de crédito, sus apariciones involuntarias en circuitos cerrados de televisión, y así sucesivamente. Si la policía secreta de Alemania del Este hubiera contado con esas súper herramientas, mi expediente en la Stasi habría tenido, al menos, 3.000 páginas, en lugar de sólo 325.
Como consecuencia, todas las democracias liberales tienen que proteger aún más los datos, la intimidad y los derechos civiles sólo para seguir siendo tan libres como hasta ahora. A medida que la tecnología eleva el nivel del tráfico de información, es preciso que levantemos más diques protectores. El inquebrantable Comisario de Información, Richard Thomas, está librando una valiente batalla en ese sentido. La advertencia de que los británicos “caminan dormidos hacia una sociedad de la vigilancia” es suya.
Porque, al mismo tiempo que él intenta reforzar los diques, otros brazos más poderosos del Gobierno se dedican a derribarlos, en nombre de la lucha contra el terrorismo, el crimen, el fraude, los abusos infantiles, las drogas, el extremismo religioso, el racismo, la evasión fiscal, la velocidad excesiva, las infracciones de estacionamiento, los escombros en lugares no autorizados, la gente que deja demasiadas bolsas de basura delante de su casa y cualquier otro “riesgo” que esos casi 800 (entrometi-dos) organismos públicos consideren merecedor de su “protección”.
Pues bien, demos gracias a la niñera, pero que se vuelva a Alemania del Este. Prefiero seguir siendo un poco más libre aunque eso signifique vivir un poco menos seguro.
Reconozco que la amenaza de los terroristas suicidas locales, como los que atacaron Londres el 7 de julio de 2005, es especialmente difícil de detectar. Reconozco que exige unos poderes extraordinarios de vigilancia y prevención. Hay que recalibrar el equilibrio entre seguridad y libertad. Ahora bien, en el último decenio, el Gobierno británico se ha inclinado excesivamente hacia lo que se supone que es más seguridad.
Un instinto fisgón, autoritario y desmesurado en todos los niveles del Gobierno y, hasta hace poco, una prensa exaltada que exigía sin cesar que “se hiciera algo”: esta combinación nefasta ha convertido al Reino Unido en un guía oscuro. La cuna del liberalismo se ha transformado en el Estado de las bases de datos. Tenemos más cámaras de circuito cerrado que nadie. Existen planes avanzados para centralizar todos nuestros historiales médicos e implantar los carnets de identidad biométricos más elaborados del mundo.
Todo ello, idea de un Gobierno que, después de haber recogido tantos datos sobre nosotros, se dedica a perderlos como un borracho nocturno que vacía el contenido de sus bolsillos en la calle. Las autoridades fiscales han extraviado los detalles relativos a 25 millones de personas; se ha perdido un ordenador portátil de la Marina que contenía los de otras 100.000, y así sucesivamente.
Mientras tanto, el Gobierno británico acaba de presentar al Parlamento su último proyecto de ley antiterrorista. Además de la famosa propuesta de aumentar el periodo de detención sin cargos a 42 días, se incluyen disposiciones que, como explican las notas oficiales, permiten a cualquiera proporcionar información a los servicios de inteligencia “independientemente de cualquier obligación de mantener en privado la información y de cualquier otra restricción” (aparte de las que se mencionan en un par de cláusulas secundarias muy elásticas). El servicio podrá después compartir o revelar dicha información más o menos a su antojo.
Esto no puede seguir así; e incluso los más acérrimos defensores de un gobierno firme están empezando a decirlo. El conservador Daily Mail, ese príncipe entre los partidarios de la mano dura, ha publicado un artículo de fondo cuya conclusión era que “con este Gobierno -del que habría estado orgullosa la Stasi-, el equilibrio entre el poder del Estado y la libertad individual se ha torcido de forma escandalosa. Es preciso restaurarlo”. Es un asunto en el que la prensa y los políticos de izquierda están empezando a mostrarse de acuerdo.
Por supuesto, la floritura sobre la Stasi es una hipérbole. Yo viví bajo el poder de la Stasi, y sé que estamos muy lejos de esa situación. Pero la cantidad de información recogida y compartida -sin olvidar la perdida- por el Gobierno británico es muy superior a los modestos 160 kilómetros de expedientes de la Stasi. Las posibilidades de que, si caen en malas manos, puedan utilizarse con fines perversos son enormes. La libertad no se conserva sólo confiando en las buenas intenciones de nuestros gobernantes, funcionarios y espías. El camino hacia el infierno está empedrado de buenas intenciones.
Confío en que los demócratas liberales, los conservadores, los diputados laboristas y la Cámara de los Lores otorguen al nuevo proyecto de ley antiterrorista la bronca que se merece. Algunos de nuestros organismos de control y de los jueces más independientes están dando ya la señal de alarma. Si, pese a todo, el Gobierno es tan tonto como para tratar de implantar los nuevos carnets antes de las próximas elecciones, esa medida podría ser para Gordon Brown lo que el impuesto per cápita fue para Margaret Thatcher: el instante catastrófico en el que la opinión pública se volvió contra el Gobierno.
El líder de los demócratas liberales, Nick Clegg, ha dicho que está dispuesto a ir a la cárcel antes de aceptar un carnet de identidad que suponga semejante intromisión. Yo también. Y me da la impresión de que también lo estarían miles de nuestros conciudadanos. Por eso creo que el Gobierno no va a hacer esa tontería. Pero debemos trazar la línea mucho antes de los carnets de identidad. Hay libertades a las que ya hemos renunciado mientras dormíamos y tenemos que reclamar que nos las devuelvan.
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