Por Jorge Edwards, escritor chileno (EL PAÍS, 05/02/08):
En los años de la guerra fría, el comunismo organizado, a pesar de las apariencias, desempeñaba un papel moderador, de equilibrio, de realismo político, dentro de los movimientos de izquierda de esa época. El retiro de los misiles balísticos de Cuba, durante la crisis de octubre de 1962, fue, por ejemplo, una decisión de Nikita Kruschev y del poder soviético, no de Fidel Castro y sus seguidores, y esa decisión de última instancia evitó una guerra nuclear. En los años de la Unidad Popular chilena, el partido comunista se ubicaba más bien en el centro de la coalición gobernante y era también una fuerza realista, con aspectos pragmáticos, frecuentemente acusada y atacada, por esto mismo, desde la extrema izquierda. Y hace pocos días, una secretaria de Estado del sector cultural de Italia, persona de formación política sólida, me comentaba aquí, en Santiago de Chile, que el terrorismo fue derrotado en su país en los años setenta gracias a un entendimiento entre el partido comunista italiano y la democracia cristiana. De lo contrario, me observaba esta persona, la república italiana, que ya había pasado por el asesinato de Aldo Moro, habría sido destruida por el terrorismo.
Suelo reflexionar sobre estas cosas, sobre las relaciones entre la izquierda organizada de hace algunos años y la izquierda suelta, que tiende a desmelenarse y a radicalizarse con relativa facilidad, con escaso sentido de la autocrítica, en estos tiempos avanzados de lo que podríamos llamar la posguerra fría. Veo manifestaciones frecuentes, en los terrenos más diversos, de ese ultraizquierdismo que el mismo Lenin definió, en un escrito célebre, como una “enfermedad infantil del comunismo”. Algunos piensan, en su fuero más íntimo, que no tengo derecho, desde mi perspectiva, desde no se sabe muy bien qué, a opinar sobre estas delicadas cuestiones, pero, desde luego, y no me costaría mucho demostrarlo, piensan mal y, además de eso, piensan poco.
En estos días, personas razonables, de calidad, se han sentido impresionadas por los argumentos del presidente Chávez en favor de conceder beligerancia a las guerrillas de las FARC en Colombia. Si fueran reconocidas como beligerantes legítimos, ¿no se podría avanzar en forma práctica, rápida, tangible, en los procesos de devolución de rehenes y de pacificación? El razonamiento tiene una apariencia que podría impresionar, pero la verdad es que esconde una falacia profunda. En primer lugar, nadie nos puede garantizar que darle un estatuto legal a las guerrillas colombianas pondrá término a su conducta delictiva, a su práctica del secuestro de ciudadanos pacíficos, a sus rehenes atrozmente encadenados en la selva, acciones que constituyen un nuevo regreso a la barbarie en nuestro mundo latinoamericano. Con esa lógica que nos propone Chávez, bastaría con organizar grupos insurgentes y violentos, dedicados al crimen político, para pasar después a la etapa de la guerra civil institucionalizada, con bandos reconocidos por la comunidad internacional. En esta forma, el atropello de los derechos humanos de los rehenes, de la población civil, haría el efecto de un chantaje de gran eficacia. Desaparecería entre nosotros, en nuestro desgraciado Nuevo Mundo, la noción de Estados y de Gobiernos legítimos. Para mí, lo único que se vislumbra en estos casos, el único hecho político real, son los conocidos delirios criminales del estilo de Sendero Luminoso, en el Perú de hace algunos años, o del régimen siniestro de Pol Pot en la Cambodia de la posguerra de Vietnam.
Las FARC de Colombia están muy lejos de ser un fenómeno nuevo, inédito, del que se pueda esperar un progreso y una actitud negociadora, de fondo pacífico. Son, por el contrario, un cabo suelto, un resto de los años de la guerra fría y del viejo extremismo de izquierda que todavía sobrevive, y sin el menor porvenir político. Puede que en determinadas circunstancias, y sobre todo para intentar la liberación de los rehenes, sea conveniente negociar con ellos, pero esto es otro asunto. El presidente Hugo Chávez, a mi juicio, comete un error esencial: en este comienzo del siglo XXI, el tiempo ya no corre a favor de una izquierda anacrónica. El hombre nuevo, del que se hablaba tanto en la jerga ideológica de épocas anteriores, no se divisa en ninguna parte por esos lados. No se puede iniciar la construcción de sociedades nuevas, más humanas, más justas, más prósperas, poniendo como cimientos unas inhumanas y arbitrarias cárceles del pueblo en plena selva. Ya hablaban así, con esa misma fraseología y esa misma jerigonza, los tupamaros uruguayos de los años sesenta. ¿Qué sobrevivió, qué podemos rescatar ahora de todo eso?
Nosotros, en el mundo nuestro, no hemos sabido sacar en todos los casos las conclusiones correctas: no hemos podido analizar siempre con lucidez las razones del fracaso del socialismo real, del derrumbe de los muros ideológicos del siglo anterior. Nos llega a veces una película de Alemania, una obra de teatro de Polonia, una novela de Rumania, pero nos cuesta mucho comprender que las situaciones ahí narradas, mostradas, puestas en escena, nos conciernen en forma directa. Nos cuesta mucho traducir los sucesos ajenos y relacionarlos con experiencias nuestras. Eso sí, no todo está perdido: el público sale de no se sabe dónde, forma largas colas, espera con infinita paciencia, y el mensaje llega al final, a pesar de todo.
El ultraizquierdismo de épocas pretéritas, el anarquismo deshilvanado, con sus ocasionales brotes de imaginación, con sus frases escritas en los muros de hace ya nada menos que 40 años, aparece de nuevo, estalla en algún espectáculo callejero, en algún escenario más o menos improvisado, en competencia con la farándula oficial, y luego desaparece. Predomina una curiosa sensación de que el “artista”, en su calidad de héroe mediático, tiene derecho a todo. En sus cursos de teatro, por ejemplo, la Universidad Católica de Chile presenta un espectáculo de fin de año. Como no he podido ver la obra, estoy obligado a hablar de oídas, por referencias. Según me dicen, se trata de una adaptación muy libre de Insultos al público, del austríaco Peter Handke. La adaptación parte por la gramática y el título, ya que aquí, en nuestra ilustrada provincia, se llama: Insultos al púvlico. No es demasiado chistoso, que digamos, pero es, como se dice ahora, lo que hay. Pues bien, una persona bien informada, cultivada, me cuenta que en esta obrita universitaria, se insulta en forma grosera, inequívoca, entre otros, a la presidenta Bachelet, y en seguida, para darle un contenido escénico a estos insultos, sale al escenario una gorda descomunal desnuda. El ingenio de los responsables de este engendro, como se puede apreciar, no es superior al de la traducción de la palabra “público” por la palabra “púvlico”, pero la creencia de que estos insultos pueden estar justificados por la libertad constitucional de expresión sí que es grave y penosa. Y el decano de la facultad respectiva, que se encuentra de viaje, nos sale con que algunos pasajes de esta adaptación “no hacían recomendable” que se representara más de dos veces, en lugar de las ocho veces que de hecho se representó. Es decir, se podía injuriar y calumniar a la presidenta y a otras personas, pero poco. Y agrega el decano que nunca pensó en prohibir la obra, a pesar de que la consideraba “pobre en propuesta artística”.
Pues bien, si yo hubiera estado en su caso, habría prohibido la obra sin tantos escrúpulos y por dos motivos poderosos: por su pésima calidad estética, que un jefe responsable no puede admitir así como así, y por atentar, en nombre de un concepto equivocado de la libertad de expresión, contra los derechos de los demás y en particular de una presidenta de la República elegida libremente por los chilenos. No es poca cosa.
El episodio me vuelve a llevar al tema de Chávez. Cuando Chávez insultó al ex presidente español José María Aznar tildándolo de fascista, el presidente del Gobierno actual, a pesar de pertenecer a la formación contraria, le contestó con argumentos impecables. Lo que ocurre es que nosotros, en esta América Latina de la posguerra fría, hemos hecho algunos progresos, relativos progresos, pero nos hemos olvidado de asuntos fundamentales. Vivimos en democracias renovadas y, en algunos casos, en economías más o menos aceptables, pero con niveles de cultura política que todavía no pasan de las primeras letras del silabario. Y nosotros, los chilenos, somos demasiado tímidos para elevar la voz en estos casos. Enfermos, me parece a menudo, de prudencia.
En los años de la guerra fría, el comunismo organizado, a pesar de las apariencias, desempeñaba un papel moderador, de equilibrio, de realismo político, dentro de los movimientos de izquierda de esa época. El retiro de los misiles balísticos de Cuba, durante la crisis de octubre de 1962, fue, por ejemplo, una decisión de Nikita Kruschev y del poder soviético, no de Fidel Castro y sus seguidores, y esa decisión de última instancia evitó una guerra nuclear. En los años de la Unidad Popular chilena, el partido comunista se ubicaba más bien en el centro de la coalición gobernante y era también una fuerza realista, con aspectos pragmáticos, frecuentemente acusada y atacada, por esto mismo, desde la extrema izquierda. Y hace pocos días, una secretaria de Estado del sector cultural de Italia, persona de formación política sólida, me comentaba aquí, en Santiago de Chile, que el terrorismo fue derrotado en su país en los años setenta gracias a un entendimiento entre el partido comunista italiano y la democracia cristiana. De lo contrario, me observaba esta persona, la república italiana, que ya había pasado por el asesinato de Aldo Moro, habría sido destruida por el terrorismo.
Suelo reflexionar sobre estas cosas, sobre las relaciones entre la izquierda organizada de hace algunos años y la izquierda suelta, que tiende a desmelenarse y a radicalizarse con relativa facilidad, con escaso sentido de la autocrítica, en estos tiempos avanzados de lo que podríamos llamar la posguerra fría. Veo manifestaciones frecuentes, en los terrenos más diversos, de ese ultraizquierdismo que el mismo Lenin definió, en un escrito célebre, como una “enfermedad infantil del comunismo”. Algunos piensan, en su fuero más íntimo, que no tengo derecho, desde mi perspectiva, desde no se sabe muy bien qué, a opinar sobre estas delicadas cuestiones, pero, desde luego, y no me costaría mucho demostrarlo, piensan mal y, además de eso, piensan poco.
En estos días, personas razonables, de calidad, se han sentido impresionadas por los argumentos del presidente Chávez en favor de conceder beligerancia a las guerrillas de las FARC en Colombia. Si fueran reconocidas como beligerantes legítimos, ¿no se podría avanzar en forma práctica, rápida, tangible, en los procesos de devolución de rehenes y de pacificación? El razonamiento tiene una apariencia que podría impresionar, pero la verdad es que esconde una falacia profunda. En primer lugar, nadie nos puede garantizar que darle un estatuto legal a las guerrillas colombianas pondrá término a su conducta delictiva, a su práctica del secuestro de ciudadanos pacíficos, a sus rehenes atrozmente encadenados en la selva, acciones que constituyen un nuevo regreso a la barbarie en nuestro mundo latinoamericano. Con esa lógica que nos propone Chávez, bastaría con organizar grupos insurgentes y violentos, dedicados al crimen político, para pasar después a la etapa de la guerra civil institucionalizada, con bandos reconocidos por la comunidad internacional. En esta forma, el atropello de los derechos humanos de los rehenes, de la población civil, haría el efecto de un chantaje de gran eficacia. Desaparecería entre nosotros, en nuestro desgraciado Nuevo Mundo, la noción de Estados y de Gobiernos legítimos. Para mí, lo único que se vislumbra en estos casos, el único hecho político real, son los conocidos delirios criminales del estilo de Sendero Luminoso, en el Perú de hace algunos años, o del régimen siniestro de Pol Pot en la Cambodia de la posguerra de Vietnam.
Las FARC de Colombia están muy lejos de ser un fenómeno nuevo, inédito, del que se pueda esperar un progreso y una actitud negociadora, de fondo pacífico. Son, por el contrario, un cabo suelto, un resto de los años de la guerra fría y del viejo extremismo de izquierda que todavía sobrevive, y sin el menor porvenir político. Puede que en determinadas circunstancias, y sobre todo para intentar la liberación de los rehenes, sea conveniente negociar con ellos, pero esto es otro asunto. El presidente Hugo Chávez, a mi juicio, comete un error esencial: en este comienzo del siglo XXI, el tiempo ya no corre a favor de una izquierda anacrónica. El hombre nuevo, del que se hablaba tanto en la jerga ideológica de épocas anteriores, no se divisa en ninguna parte por esos lados. No se puede iniciar la construcción de sociedades nuevas, más humanas, más justas, más prósperas, poniendo como cimientos unas inhumanas y arbitrarias cárceles del pueblo en plena selva. Ya hablaban así, con esa misma fraseología y esa misma jerigonza, los tupamaros uruguayos de los años sesenta. ¿Qué sobrevivió, qué podemos rescatar ahora de todo eso?
Nosotros, en el mundo nuestro, no hemos sabido sacar en todos los casos las conclusiones correctas: no hemos podido analizar siempre con lucidez las razones del fracaso del socialismo real, del derrumbe de los muros ideológicos del siglo anterior. Nos llega a veces una película de Alemania, una obra de teatro de Polonia, una novela de Rumania, pero nos cuesta mucho comprender que las situaciones ahí narradas, mostradas, puestas en escena, nos conciernen en forma directa. Nos cuesta mucho traducir los sucesos ajenos y relacionarlos con experiencias nuestras. Eso sí, no todo está perdido: el público sale de no se sabe dónde, forma largas colas, espera con infinita paciencia, y el mensaje llega al final, a pesar de todo.
El ultraizquierdismo de épocas pretéritas, el anarquismo deshilvanado, con sus ocasionales brotes de imaginación, con sus frases escritas en los muros de hace ya nada menos que 40 años, aparece de nuevo, estalla en algún espectáculo callejero, en algún escenario más o menos improvisado, en competencia con la farándula oficial, y luego desaparece. Predomina una curiosa sensación de que el “artista”, en su calidad de héroe mediático, tiene derecho a todo. En sus cursos de teatro, por ejemplo, la Universidad Católica de Chile presenta un espectáculo de fin de año. Como no he podido ver la obra, estoy obligado a hablar de oídas, por referencias. Según me dicen, se trata de una adaptación muy libre de Insultos al público, del austríaco Peter Handke. La adaptación parte por la gramática y el título, ya que aquí, en nuestra ilustrada provincia, se llama: Insultos al púvlico. No es demasiado chistoso, que digamos, pero es, como se dice ahora, lo que hay. Pues bien, una persona bien informada, cultivada, me cuenta que en esta obrita universitaria, se insulta en forma grosera, inequívoca, entre otros, a la presidenta Bachelet, y en seguida, para darle un contenido escénico a estos insultos, sale al escenario una gorda descomunal desnuda. El ingenio de los responsables de este engendro, como se puede apreciar, no es superior al de la traducción de la palabra “público” por la palabra “púvlico”, pero la creencia de que estos insultos pueden estar justificados por la libertad constitucional de expresión sí que es grave y penosa. Y el decano de la facultad respectiva, que se encuentra de viaje, nos sale con que algunos pasajes de esta adaptación “no hacían recomendable” que se representara más de dos veces, en lugar de las ocho veces que de hecho se representó. Es decir, se podía injuriar y calumniar a la presidenta y a otras personas, pero poco. Y agrega el decano que nunca pensó en prohibir la obra, a pesar de que la consideraba “pobre en propuesta artística”.
Pues bien, si yo hubiera estado en su caso, habría prohibido la obra sin tantos escrúpulos y por dos motivos poderosos: por su pésima calidad estética, que un jefe responsable no puede admitir así como así, y por atentar, en nombre de un concepto equivocado de la libertad de expresión, contra los derechos de los demás y en particular de una presidenta de la República elegida libremente por los chilenos. No es poca cosa.
El episodio me vuelve a llevar al tema de Chávez. Cuando Chávez insultó al ex presidente español José María Aznar tildándolo de fascista, el presidente del Gobierno actual, a pesar de pertenecer a la formación contraria, le contestó con argumentos impecables. Lo que ocurre es que nosotros, en esta América Latina de la posguerra fría, hemos hecho algunos progresos, relativos progresos, pero nos hemos olvidado de asuntos fundamentales. Vivimos en democracias renovadas y, en algunos casos, en economías más o menos aceptables, pero con niveles de cultura política que todavía no pasan de las primeras letras del silabario. Y nosotros, los chilenos, somos demasiado tímidos para elevar la voz en estos casos. Enfermos, me parece a menudo, de prudencia.
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