Por Juan-José López Burniol, notario (EL PERIÓDICO, 05/02/08):
El poder tiende por naturaleza a prolongarse en el tiempo, a concentrarse en un lugar, a perpetuarse en un grupo, a radicalizarse en su ejercicio, a enrocarse en su defensa y a eludir cualquier responsabilidad por su acción. De ahí que la difusión del poder –la extensión de su goce a otros actores distintos de sus titulares históricos– no sea nunca fruto de una evolución espontá- nea, sino el resultado de una presión social insostenible. Así sucede en la historia norteamericana, desde los albores de la República, cuando el poder político cristalizó en manos del grupo fundacional blanco, anglosajón y protestante. Los rasgos decisivos de esta forma excluyente de entender la identidad americana son la religión y la raza. Por ello, los católicos irlandeses, italianos y eslavos han sido considerados como otros pese a ser blancos; y también por ello, para muchos afroamericanos no ha sido suficiente convertirse en protestantes, pues si no se es blanco no se es plenamente americano.
Lo prueban las dificultades de los católicos para acceder a la presidencia. Tantas que, aún hoy, el Partido Republicano no ha presentado nunca ningún candidato católico, mientras que el Partido Demócrata ha presentado tres (Smith, Kennedy y Kerry), de los que solo uno ha sido presidente. Uno de 43.
El primero fue Al Smith, descendiente de irlandeses, ingleses, alemanes e italianos, y nacido en el Lower East de Manhattan. Comenzó a trabajar a los 14 años. No tuvo estudios secundarios ni fue a la universidad. Identificado con la comunidad cató- lica irlandesa, entró en política y fue elegido para la Asamblea de Nueva York. Durante 25 años lideró el movimiento progresista de su ciudad, siendo gobernador del estado durante ocho años, pese a su enfrentamiento con Randolph Hearst –el ciudadano Kane–. Candidato a la presidencia en 1928, su imagen de encarnación del sueño americano y su amplio bagaje como reformador social –en el campo de las libertades civiles y de los derechos de la mujer y de los niños– no le impidieron perder frente a Herbert Hoover por un resultado de escándalo.
TREINTA AÑOS después lo intentó, esta vez con éxito, otro católico descendiente de irlandeses. John Fitzgerald Kennedy fue el 35° presidente y el primero católico, no sin superar el obstáculo que también supuso para él su religión. Cuenta Ted Sorensen que ya en 1953, cuando fue a pedirle trabajo tras la elección de Kennedy como senador, “la prensa intelectual, las revistas y periódicos llamados de opinión, tenía en conjunto sus dudas sobre las credenciales de Kennedy en cuanto a liberalismo y religión”. No obstante, Kennedy tuvo siempre las ideas claras y ello le permitió superar la dificultad que implicaba su profesión religiosa. “En Boston tenemos un viejo proverbio –solía decir– en el sentido de que vamos a buscar nuestra religión a Roma, y nuestra política la organizamos en casa”. Nunca mostró especial atención a la jerarquía de su fe y siempre defendió la separación entre la Iglesia y el Estado. “No hay ninguna inconsistencia en ser un buen católico –escribió un año antes de ser presidente– y a la vez creer en la separación de la Iglesia y el Estado, sino más bien lo contrario”.
Pese a ello, alguien tan solvente como Walter Lippmann calificó a la religión católica como “ese problema que la candidatura del senador Kennedy ha planteado”, proponiendo para solucionarlo que se le incluyera solo como vicepresidente en el ticket demócrata, lo que significaba –como apuntó un jesuita americano– que “siempre ocurre lo mismo: un católico es estupendo para miembro del consejo de administración, mas no para director general”. La respuesta de Kennedy fue contundente: “Me parece una sugerencia altamente desagradable, pues supone que los católicos son, en el ajedrez político, peones que cabe mover a placer”. Además, la fórmula de Lippmann implicaba aceptar que la presidencia quedaba para siempre vedada a un católico por la aplastante derrota de Smith en 1928. “Kennedy –escribe Sorensen– se proponía desafiar a quienes así pensaban”, y lo hizo a su manera. En 1928 Smith defendió a su Iglesia a golpe de encíclicas y citas de cardenales; Kennedy se defendía a sí mismo y citaba sus puntos de vista y su cualificación para el puesto, pidiendo de paso a algún obispo –el cardenal Cushing– que no le defendiese. Y es que, a veces, los obispos están mejor callados.
LA SITUACIÓN actual del senador Barack Obama se asemeja mucho –por motivo de su raza– a la que afrontó en su día el senador Kennedy: se enfrenta a quienes se oponen a la difusión del poder –para mantenerlo dentro de su grupo–, utilizando para ello motivos espurios de religión o raza. Un puro recurso para preservar su monopolio del poder con el pretexto de que católicos no o negros no. Resulta lógico por ello que Obama haya recibido el apoyo de la familia del presidente asesinado. El senador Ted Kennedy comparó la ilusión que transmite Obama con la que despertó su hermano hace casi medio siglo. Y Caroline –la hija del presidente– equiparó la inspiración que ambos provocan.
Sea cual sea el desenlace –hoy es el llamado supermartes–, está claro que Obama ha acertado con el tono y el sentido de su campaña, al centrarla en su programa y en sus condiciones para el cargo, prescindiendo –como ha de ser– del enfrentamiento por razón de raza. Algo que ni Hillary Clinton ni su presidencial marido –¡qué decepción!– han sabido hacer, alineados ya sin ambages con los instalados. Algo que Bill Clinton quizá no imaginaba aquel lejano día en que, siendo muy joven, estrechó la mano del presidente Kennedy.
El poder tiende por naturaleza a prolongarse en el tiempo, a concentrarse en un lugar, a perpetuarse en un grupo, a radicalizarse en su ejercicio, a enrocarse en su defensa y a eludir cualquier responsabilidad por su acción. De ahí que la difusión del poder –la extensión de su goce a otros actores distintos de sus titulares históricos– no sea nunca fruto de una evolución espontá- nea, sino el resultado de una presión social insostenible. Así sucede en la historia norteamericana, desde los albores de la República, cuando el poder político cristalizó en manos del grupo fundacional blanco, anglosajón y protestante. Los rasgos decisivos de esta forma excluyente de entender la identidad americana son la religión y la raza. Por ello, los católicos irlandeses, italianos y eslavos han sido considerados como otros pese a ser blancos; y también por ello, para muchos afroamericanos no ha sido suficiente convertirse en protestantes, pues si no se es blanco no se es plenamente americano.
Lo prueban las dificultades de los católicos para acceder a la presidencia. Tantas que, aún hoy, el Partido Republicano no ha presentado nunca ningún candidato católico, mientras que el Partido Demócrata ha presentado tres (Smith, Kennedy y Kerry), de los que solo uno ha sido presidente. Uno de 43.
El primero fue Al Smith, descendiente de irlandeses, ingleses, alemanes e italianos, y nacido en el Lower East de Manhattan. Comenzó a trabajar a los 14 años. No tuvo estudios secundarios ni fue a la universidad. Identificado con la comunidad cató- lica irlandesa, entró en política y fue elegido para la Asamblea de Nueva York. Durante 25 años lideró el movimiento progresista de su ciudad, siendo gobernador del estado durante ocho años, pese a su enfrentamiento con Randolph Hearst –el ciudadano Kane–. Candidato a la presidencia en 1928, su imagen de encarnación del sueño americano y su amplio bagaje como reformador social –en el campo de las libertades civiles y de los derechos de la mujer y de los niños– no le impidieron perder frente a Herbert Hoover por un resultado de escándalo.
TREINTA AÑOS después lo intentó, esta vez con éxito, otro católico descendiente de irlandeses. John Fitzgerald Kennedy fue el 35° presidente y el primero católico, no sin superar el obstáculo que también supuso para él su religión. Cuenta Ted Sorensen que ya en 1953, cuando fue a pedirle trabajo tras la elección de Kennedy como senador, “la prensa intelectual, las revistas y periódicos llamados de opinión, tenía en conjunto sus dudas sobre las credenciales de Kennedy en cuanto a liberalismo y religión”. No obstante, Kennedy tuvo siempre las ideas claras y ello le permitió superar la dificultad que implicaba su profesión religiosa. “En Boston tenemos un viejo proverbio –solía decir– en el sentido de que vamos a buscar nuestra religión a Roma, y nuestra política la organizamos en casa”. Nunca mostró especial atención a la jerarquía de su fe y siempre defendió la separación entre la Iglesia y el Estado. “No hay ninguna inconsistencia en ser un buen católico –escribió un año antes de ser presidente– y a la vez creer en la separación de la Iglesia y el Estado, sino más bien lo contrario”.
Pese a ello, alguien tan solvente como Walter Lippmann calificó a la religión católica como “ese problema que la candidatura del senador Kennedy ha planteado”, proponiendo para solucionarlo que se le incluyera solo como vicepresidente en el ticket demócrata, lo que significaba –como apuntó un jesuita americano– que “siempre ocurre lo mismo: un católico es estupendo para miembro del consejo de administración, mas no para director general”. La respuesta de Kennedy fue contundente: “Me parece una sugerencia altamente desagradable, pues supone que los católicos son, en el ajedrez político, peones que cabe mover a placer”. Además, la fórmula de Lippmann implicaba aceptar que la presidencia quedaba para siempre vedada a un católico por la aplastante derrota de Smith en 1928. “Kennedy –escribe Sorensen– se proponía desafiar a quienes así pensaban”, y lo hizo a su manera. En 1928 Smith defendió a su Iglesia a golpe de encíclicas y citas de cardenales; Kennedy se defendía a sí mismo y citaba sus puntos de vista y su cualificación para el puesto, pidiendo de paso a algún obispo –el cardenal Cushing– que no le defendiese. Y es que, a veces, los obispos están mejor callados.
LA SITUACIÓN actual del senador Barack Obama se asemeja mucho –por motivo de su raza– a la que afrontó en su día el senador Kennedy: se enfrenta a quienes se oponen a la difusión del poder –para mantenerlo dentro de su grupo–, utilizando para ello motivos espurios de religión o raza. Un puro recurso para preservar su monopolio del poder con el pretexto de que católicos no o negros no. Resulta lógico por ello que Obama haya recibido el apoyo de la familia del presidente asesinado. El senador Ted Kennedy comparó la ilusión que transmite Obama con la que despertó su hermano hace casi medio siglo. Y Caroline –la hija del presidente– equiparó la inspiración que ambos provocan.
Sea cual sea el desenlace –hoy es el llamado supermartes–, está claro que Obama ha acertado con el tono y el sentido de su campaña, al centrarla en su programa y en sus condiciones para el cargo, prescindiendo –como ha de ser– del enfrentamiento por razón de raza. Algo que ni Hillary Clinton ni su presidencial marido –¡qué decepción!– han sabido hacer, alineados ya sin ambages con los instalados. Algo que Bill Clinton quizá no imaginaba aquel lejano día en que, siendo muy joven, estrechó la mano del presidente Kennedy.
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