Por Henry Siegman, director del U.S. / Middle East Project e investigador no residente en la Fundación para las Relaciones Internacionales y el Diálogo Exterior (FRIDE), en Madrid. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo (EL PAÍS, 08/02/08):
La brecha abierta por la encarcelada población de Gaza en el muro que separa esta franja de Egipto ha puesto dramáticamente de manifiesto dos realidades fundamentales, que tanto los políticos israelíes como los estadounidenses se han empeñado en negar. En primer lugar, que tarde o temprano los habitantes de Gaza tratarían de escapar de su prisión al aire libre. Que lo hayan hecho no es algo condenable signo digno de encomio. Triste testimonio del espíritu humano habría sido que los ciudadanos de la franja se hubieran resignado a su destino.
Es absurdo, y ofensivo, que Israel afirme que al estrangular Gaza lo que pretendía era incitar a su población a derrocar a Hamás. Como han demostrado encuestas recientes, el sufrimiento que causan los cierres de Gaza no ha generado más división sino más solidaridad, llevando incluso a Mahmud Abbas y a Salam Fayyad a mostrar en público su cólera (por falsa que sea) contra el Gobierno de Olmert.
El hecho de que éste declarara, poco antes del estallido, que los habitantes de Gaza no podían esperar llevar una vida normal mientras desde la franja se lanzaran cohetes contra Israel habría sido perfectamente razonable si en verdad se les hubiera permitido llevar una vida “normal” antes de que la cuerda se tensara por última vez y si realmente tuvieran algún control sobre el lanzamiento de esos proyectiles.
Como bien sabe Olmert, nada de eso es cierto. El asedio de Gaza lo impuso Israel porque su Gobierno y la Administración estadounidense pretendían anular los resultados de la victoria electoral de Hamás en 2006. Al principio pensaron que podrían lograrlo armando a las fuerzas de seguridad de Al Fatah y alentándolas a desatar la anarquía en Gaza con el fin de desacreditar a Hamás. Cuando esta organización expulsó a las fuerzas de Al Fatah, Israel bloqueó Gaza con la esperanza de que su población derrocara a Hamás. Los cohetes Kassam fueron la consecuencia, no la causa de estas desencaminadas maniobras israelíes y estadounidenses.
No hay duda de que el proceso de paz promovido por Estados Unidos e Israel después de la ruptura entre Al Fatah y Hamás no ha generado más que una retórica vacía y promesas aún más vacuas. Sobre el terreno, no ha cambiado absolutamente nada: ni antes de la conferencia de Annapolis, ni durante la propia conferencia, ni al término de la misma, ni después de la visita de Bush a Jerusalén y Ramala. A pesar de la ceremoniosa pompa mostrada en dicha ocasión y de la edificante palabrería sobre el respeto a las obligaciones de la Hoja de Ruta, no se ha desmantelado ni uno solo de los llamados enclaves ilegales, y los puestos de control, cuyo número Israel se comprometió solemnemente a reducir, en realidad se han incrementado.
Con todo, Abbas y Fayyad han hecho como si estuvieran entablando un importante proceso de paz con Israel, que, a final de este año, podría producir, en palabras de Bush, “un viable, continuo, soberano e independiente”. Imaginamos que saben lo que dicen. De no ser así, la gran diferencia entre Al Fatah y Hamás no radicaría tanto en que el primero es partidario del proceso político y el segundo de la violencia, o en que el uno es laico y el otro islámico, sino en que Al Fatah vive en un mundo de fantasía y Hamás no.
¿Acaso la situación en Gaza justifica el incesante lanzamiento de cohetes y los ataques con fuego de mortero que continúan sufriendo los civiles israelíes de Sderot? Señalar, como hacen los líderes de Hamás, que durante años esos rudimentarios cohetes Kassam no han acabado con la vida de más de dos o tres israelíes, mientras que las represalias del Estado judío causan a diario la muerte, no sólo de combatientes, sino de hombres, mujeres y niños inocentes, no justifica que Hamás apunte a los civiles israelíes.
Por otra parte, la inmoralidad de los ataques de Hamás contra civiles israelíes no constituye una autorización para llevar a la población civil de Gaza al borde del hambre. La insensibilidad que impide a los israelíes ver que su comportamiento con los civiles palestinos, en Gaza o en Cisjordania, no es muy diferente del que muestran sus oponentes al hacer blanco en los civiles israelíes no podría haber encontrado expresión más desafortunada que la de Olmert, al asegurar que aunque Israel “proporcionará a la población todo lo necesario para impedir una crisis, no proporcionaremos lujos que hagan su vida más cómoda”. Donde Karen Abu Zayd, comisionada general de la UNRWA [Agencia de las Naciones Unidas para los refugiados de Palestina en Oriente Próximo, en sus siglas inglesas], ve a un pueblo “deliberadamente reducido a una situación de indigencia absoluta”, Olmert ve a un pueblo privado de “lujos”.
Ante esas censuras, los israelíes responden furiosos que en lugar de condenar la política de Israel hacia Gaza, mejor sería que sus críticos exigieran a los ciudadanos de Gaza que desbancaran al Gobierno de Hamás. Dejando a un lado lo absurdo de tal pretensión, cabe preguntarse cómo reaccionarían los israelíes si los palestinos les dijeran que, en lugar de condenar los ataques terroristas que Hamás lanza contra ciudadanos israelíes, deberían desbancar a su propio Gobierno por no haber logrado poner fin a la ocupación.
Dicho esto, resulta difícil no concluir que la brecha abierta en el muro que separa Gaza y Egipto ha creado una nueva situación estratégica. Incluso con un nuevo cierre de dicha barrera es muy poco probable que puedan reinstaurarse ni el statu quo ante ni el bloqueo absoluto impuesto a la población de la franja. Como ha señalado el diario israelí Ha’aretz en un editorial del 24 de enero, la crisis en Rafá constituye una oportunidad para buscar políticas “más creativas que los asesinatos y la inanición”.
Todo lo cual me lleva a la segunda realidad fundamental. El objetivo que se persigue actualmente, aislar a Hamás y negociar un acuerdo de paz con Al Fatah, se basa en la quimera de que tal acuerdo podría ponerse en práctica a pesar de la oposición de la organización islamista. Hamás es un movimiento muy arraigado y con un papel determinante en la política palestina, que la oposición de Israel y de Estados Unidos no puede sino fortalecer. Si Israel y Egipto, con el fin de evitar una crisis grave, acordaran aplicar nuevas disposiciones fronterizas, éstas no podrían materializarse sin algún tipo de implicación de Hamás. Además, por razones internas, resultaría inconcebible que Abbas o el Gobierno egipcio consintieran la existencia de nuevas disposiciones fronterizas destinadas a seguir estrangulando a la población de Gaza.
Como es inevitable que haya un debate a cuatro bandas entre Israel, Egipto, la Autoridad Palestina y Hamás, Estados Unidos tiene la oportunidad de cambiar de trayectoria y de alentar a Israel a iniciar con los islamistas conversaciones conducentes a un alto el fuego, única manera de que cesen los ataques con cohetes Kassam contra Israel. A continuación, el diálogo podría abordar la aceptación por parte de Hamás de la iniciativa de paz árabe. Evidentemente, no podemos estar seguros de que Hamás la aceptara, pero sí de que nunca lo hará mientras Israel y Estados Unidos pretendan derrocarles, y mientras no haya negociaciones que aborden las quejas de ambos bandos.
De igual importancia es que Israel no lleve más allá de lo habitual en las prácticas internacionales el reconocimiento por parte de Hamás del Estado judío. La exigencia por parte de Israel de que dicho reconocimiento incluya una declaración sobre la legitimidad de su Estado, o sobre su carácter étnico y religioso, es gratuita e inapropiada. Debería bastar con una mera declaración que reconozca el Estado de Israel. Ningún Gobierno estadounidense le ha puesto a nadie como condición que proclame la legitimidad de su desposesión de los indios norteamericanos para normalizar relaciones.
Si la Administración de Bush aprovechara la nueva situación en Gaza para promover la reconciliación entre los palestinos, aún podría sentar las bases de un acuerdo entre éstos e Israel. Pero si mantiene su postura actual, seguirá siendo un actor fundamentalmente irrelevante, lo cual tendrá consecuencias trascendentales para todas las partes en conflicto, por no hablar de las que tendrá para el resto del mundo.
La brecha abierta por la encarcelada población de Gaza en el muro que separa esta franja de Egipto ha puesto dramáticamente de manifiesto dos realidades fundamentales, que tanto los políticos israelíes como los estadounidenses se han empeñado en negar. En primer lugar, que tarde o temprano los habitantes de Gaza tratarían de escapar de su prisión al aire libre. Que lo hayan hecho no es algo condenable signo digno de encomio. Triste testimonio del espíritu humano habría sido que los ciudadanos de la franja se hubieran resignado a su destino.
Es absurdo, y ofensivo, que Israel afirme que al estrangular Gaza lo que pretendía era incitar a su población a derrocar a Hamás. Como han demostrado encuestas recientes, el sufrimiento que causan los cierres de Gaza no ha generado más división sino más solidaridad, llevando incluso a Mahmud Abbas y a Salam Fayyad a mostrar en público su cólera (por falsa que sea) contra el Gobierno de Olmert.
El hecho de que éste declarara, poco antes del estallido, que los habitantes de Gaza no podían esperar llevar una vida normal mientras desde la franja se lanzaran cohetes contra Israel habría sido perfectamente razonable si en verdad se les hubiera permitido llevar una vida “normal” antes de que la cuerda se tensara por última vez y si realmente tuvieran algún control sobre el lanzamiento de esos proyectiles.
Como bien sabe Olmert, nada de eso es cierto. El asedio de Gaza lo impuso Israel porque su Gobierno y la Administración estadounidense pretendían anular los resultados de la victoria electoral de Hamás en 2006. Al principio pensaron que podrían lograrlo armando a las fuerzas de seguridad de Al Fatah y alentándolas a desatar la anarquía en Gaza con el fin de desacreditar a Hamás. Cuando esta organización expulsó a las fuerzas de Al Fatah, Israel bloqueó Gaza con la esperanza de que su población derrocara a Hamás. Los cohetes Kassam fueron la consecuencia, no la causa de estas desencaminadas maniobras israelíes y estadounidenses.
No hay duda de que el proceso de paz promovido por Estados Unidos e Israel después de la ruptura entre Al Fatah y Hamás no ha generado más que una retórica vacía y promesas aún más vacuas. Sobre el terreno, no ha cambiado absolutamente nada: ni antes de la conferencia de Annapolis, ni durante la propia conferencia, ni al término de la misma, ni después de la visita de Bush a Jerusalén y Ramala. A pesar de la ceremoniosa pompa mostrada en dicha ocasión y de la edificante palabrería sobre el respeto a las obligaciones de la Hoja de Ruta, no se ha desmantelado ni uno solo de los llamados enclaves ilegales, y los puestos de control, cuyo número Israel se comprometió solemnemente a reducir, en realidad se han incrementado.
Con todo, Abbas y Fayyad han hecho como si estuvieran entablando un importante proceso de paz con Israel, que, a final de este año, podría producir, en palabras de Bush, “un viable, continuo, soberano e independiente”. Imaginamos que saben lo que dicen. De no ser así, la gran diferencia entre Al Fatah y Hamás no radicaría tanto en que el primero es partidario del proceso político y el segundo de la violencia, o en que el uno es laico y el otro islámico, sino en que Al Fatah vive en un mundo de fantasía y Hamás no.
¿Acaso la situación en Gaza justifica el incesante lanzamiento de cohetes y los ataques con fuego de mortero que continúan sufriendo los civiles israelíes de Sderot? Señalar, como hacen los líderes de Hamás, que durante años esos rudimentarios cohetes Kassam no han acabado con la vida de más de dos o tres israelíes, mientras que las represalias del Estado judío causan a diario la muerte, no sólo de combatientes, sino de hombres, mujeres y niños inocentes, no justifica que Hamás apunte a los civiles israelíes.
Por otra parte, la inmoralidad de los ataques de Hamás contra civiles israelíes no constituye una autorización para llevar a la población civil de Gaza al borde del hambre. La insensibilidad que impide a los israelíes ver que su comportamiento con los civiles palestinos, en Gaza o en Cisjordania, no es muy diferente del que muestran sus oponentes al hacer blanco en los civiles israelíes no podría haber encontrado expresión más desafortunada que la de Olmert, al asegurar que aunque Israel “proporcionará a la población todo lo necesario para impedir una crisis, no proporcionaremos lujos que hagan su vida más cómoda”. Donde Karen Abu Zayd, comisionada general de la UNRWA [Agencia de las Naciones Unidas para los refugiados de Palestina en Oriente Próximo, en sus siglas inglesas], ve a un pueblo “deliberadamente reducido a una situación de indigencia absoluta”, Olmert ve a un pueblo privado de “lujos”.
Ante esas censuras, los israelíes responden furiosos que en lugar de condenar la política de Israel hacia Gaza, mejor sería que sus críticos exigieran a los ciudadanos de Gaza que desbancaran al Gobierno de Hamás. Dejando a un lado lo absurdo de tal pretensión, cabe preguntarse cómo reaccionarían los israelíes si los palestinos les dijeran que, en lugar de condenar los ataques terroristas que Hamás lanza contra ciudadanos israelíes, deberían desbancar a su propio Gobierno por no haber logrado poner fin a la ocupación.
Dicho esto, resulta difícil no concluir que la brecha abierta en el muro que separa Gaza y Egipto ha creado una nueva situación estratégica. Incluso con un nuevo cierre de dicha barrera es muy poco probable que puedan reinstaurarse ni el statu quo ante ni el bloqueo absoluto impuesto a la población de la franja. Como ha señalado el diario israelí Ha’aretz en un editorial del 24 de enero, la crisis en Rafá constituye una oportunidad para buscar políticas “más creativas que los asesinatos y la inanición”.
Todo lo cual me lleva a la segunda realidad fundamental. El objetivo que se persigue actualmente, aislar a Hamás y negociar un acuerdo de paz con Al Fatah, se basa en la quimera de que tal acuerdo podría ponerse en práctica a pesar de la oposición de la organización islamista. Hamás es un movimiento muy arraigado y con un papel determinante en la política palestina, que la oposición de Israel y de Estados Unidos no puede sino fortalecer. Si Israel y Egipto, con el fin de evitar una crisis grave, acordaran aplicar nuevas disposiciones fronterizas, éstas no podrían materializarse sin algún tipo de implicación de Hamás. Además, por razones internas, resultaría inconcebible que Abbas o el Gobierno egipcio consintieran la existencia de nuevas disposiciones fronterizas destinadas a seguir estrangulando a la población de Gaza.
Como es inevitable que haya un debate a cuatro bandas entre Israel, Egipto, la Autoridad Palestina y Hamás, Estados Unidos tiene la oportunidad de cambiar de trayectoria y de alentar a Israel a iniciar con los islamistas conversaciones conducentes a un alto el fuego, única manera de que cesen los ataques con cohetes Kassam contra Israel. A continuación, el diálogo podría abordar la aceptación por parte de Hamás de la iniciativa de paz árabe. Evidentemente, no podemos estar seguros de que Hamás la aceptara, pero sí de que nunca lo hará mientras Israel y Estados Unidos pretendan derrocarles, y mientras no haya negociaciones que aborden las quejas de ambos bandos.
De igual importancia es que Israel no lleve más allá de lo habitual en las prácticas internacionales el reconocimiento por parte de Hamás del Estado judío. La exigencia por parte de Israel de que dicho reconocimiento incluya una declaración sobre la legitimidad de su Estado, o sobre su carácter étnico y religioso, es gratuita e inapropiada. Debería bastar con una mera declaración que reconozca el Estado de Israel. Ningún Gobierno estadounidense le ha puesto a nadie como condición que proclame la legitimidad de su desposesión de los indios norteamericanos para normalizar relaciones.
Si la Administración de Bush aprovechara la nueva situación en Gaza para promover la reconciliación entre los palestinos, aún podría sentar las bases de un acuerdo entre éstos e Israel. Pero si mantiene su postura actual, seguirá siendo un actor fundamentalmente irrelevante, lo cual tendrá consecuencias trascendentales para todas las partes en conflicto, por no hablar de las que tendrá para el resto del mundo.
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