Por Javier Rupérez, Embajador de España (ABC, 08/02/08):
Después del «super tuesday» sabemos lo elemental: que seguramente los demócratas llegarán este verano a la convención en Detroit con dos candidatos y que los republicanos han ido congregando sus fuerzas en torno a John McCain. Eran dos suposiciones que, si hubieran sido objeto de apuesta, no habrían aportado demasiados dividendos. En realidad el 5 de febrero ha sido el momento final de la etapa de los descartes. Las fases previas de las presidenciales americanas, tan bellamente cargadas de espectacular pasión, sirven precisamente para que la democracia interna de las formaciones políticas seleccionen al que consideran el mejor candidato posible, en un juego en que naturalmente confluyen multiplicidad de intereses internos y elementos de una básica estrategia externa: ¿quién será el mejor para competir con el oponente?
John McCain, en un proceso de resurrección política digno de figurar en la canción épica del Oeste americano, encarna hoy la posibilidad, hasta ahora tenida por imposible, de que un republicano suceda al presidente Bush en la Casa Blanca. Es cierto que el senador por Arizona practica una versión del conservatismo distinta a la que durante ocho años ha sido predicada desde la Casa Blanca y que sus disidencias le han llevado a ser visto con sospecha en medios políticos y mediáticos afines a su propio partido. Pero esos «descarríos» -sus votos contrarios a las reducciones de impuestos propuestas por la Casa Blanca, su oposición radical a cualquier forma de interrogatorio que pueda ser lejanamente parecido a una tortura, su aproximación flexible a la solución de los problemas planteados por la inmigración ilegal- no pueden hacer olvidar su sólido conservadurismo ideológico y, sobre todo, su firme apoyo a la intervención militar en Irak. A todo ello McCain aporta un estilo directo que trasmite espontaneidad y convencimiento y que le aproxima al sentimiento popular del votante republicano medio. Le queda todavía por convencer a las franjas más tradicionales del partido de que su figura no es la de un demócrata infiltrado, pero los resultados de las primarias parecen avalar ya su trayectoria hacia la confirmación. Tiene los dos elementos que los clásicos consideran imprescindibles para la carrera: gusta a la gente y la gente le considera capaz de ser elegido.
Los demócratas, en estas elecciones presidenciales de 2008, parten en principio como favoritos para ocupar la Casa Blanca. Desde 2006 tienen la mayoría en las dos Cámaras del Congreso y deberían ser los lógicos destinatarios del descontento acumulado en algunos sectores de la sociedad americana en la estela de la invasión de Irak. Además compiten con la ventaja comparativa que otorga la crisis económica sobrevenida, cuyas duras características seguramente van a pesar en el electorado mucho más que la guerra.
Y, qué duda cabe, Hillary Clinton y Barack Obama son candidatos capaces y poderosos que, cada cual en su estilo, reúnen sobradamente las exigencias del manual: ambos son «likeable», ambos son «electible». Incluso teniendo en cuenta que los dos, una mujer y un negro, son primicias absolutas en la elección presidencial de Estados Unidos. Desde luego es alentador comprobar cómo las diferencias de género o de raza no parecen haber alterado de manera significativa hasta ahora la percepción que el cuerpo electoral tiene de esos dos candidatos, cuyos méritos son estimados con independencia de sus características personales. Cabe la duda de si ello será así hasta el final, en un proceso cuya dureza no puede ser infraestimada y donde la novedad que ambos encierran pudiera ser manipulada por el contrario -tipo «una mujer no puede ser comandante en jefe de las fuerzas armadas» o «un negro sólo sabe responder ante los de su raza»-.
Y hasta que se celebre la convención demócrata en Detroit faltan unos cuantos meses y otras tantas primarias que los demócratas, involuntarios maestros de la división interna, pudieran utilizar para destrozarse internamente, con las negativas consecuencias que ello pudiera tener para le elección en noviembre.
El campo Clinton, que hasta hace pocos meses contaba con la nominación de su candidata como una certeza inevitable, ha encontrado en el senador Obama un obstáculo que bien pudiera dar al traste con sus aspiraciones. En el camino los seguidores y consejeros de la senadora por Nueva York, incluyendo su marido el ex presidente, han desarrollado las tácticas marrulleras propias de un candidato acorralado e impropias de un candidato presidencial, arrojando una luz incierta sobre los aspectos menos «likeable» de la que fuera Primera Dama y de su muy personal apuesta -ayer mismo, celebrando su triunfo en las primarias de Nueva York, volvía a repetir que se iban confirmando sus sueños para Estados Unidos-. Obama, por su parte, ha irrumpido en la arena política americana con la patente del «cambio», que tan bien resuena en una sociedad ansiosa de nuevos horizontes, y donde la reclamación clintoniana de la «experiencia» tiene claramente menos alcance. Dice Clinton: «Necesitamos un presidente que sepa hacer su trabajo desde el primer día en que pise el Despacho Oval». Dice Obama: «Necesitamos un presidente que sepa hacer las cosas bien desde el primer día en el Despacho Oval». Parece lo mismo. No lo es.
Y los demócratas, como los republicanos, deben también plantearse el tema de la mejor «elegibilidad». En el más que probable caso de que sea McCain el candidato republicano, ¿cuál de los dos demócratas tiene más posibilidades de alzarse con la victoria? La senadora Clinton, para ese duelo a dos, es claramente la candidata de los republicanos. Su figura tiene una capacidad de polarización grande y su candidatura seguramente contribuiría a galvanizar en altísimo número al electorado contrario. Desde luego cuenta con un alto nivel de fidelidad por parte de las estructuras demócratas en las que ya hoy, sin embargo, han hecho estragos las huestes de Obama. Y Clinton, cosa que los republicanos le recuerdan con fruición, votó a favor de la intervención militar en Irak, mientras que Obama, cosa que los suyos siempre recuerdan, lo hizo ostensiblemente en contra.
Obama tiene la frescura de lo nuevo y también su incertidumbre. No hay cadáveres en su armario y ha desarrollado un estilo de aproximación que resulta profundamente convincente para propios y parte de los extraños. (Los grandes periódicos nacionales tienen que cambiar periódicamente a los corresponsales que siguen la campaña de Obama para evitar que se conviertan en sus seguidores). No ha desarrollado todavía suficientemente sus propuestas programáticas y en algunos casos -como es el de la sanidad- lo ha hecho de forma confusa. Tiene un buen elenco de asesores y consejeros, muchos de ellos provenientes de la administración de Bill Clinton. Y, por mucho que le duela a sus adversarios, no es un ignoramus: graduado en Derecho por Harvard, presidente -el primer negro en serlo- de la prestigiosa Harvard Law Review, durante siete años miembro de la Cámara de Representantes del Estado de Illinois, cuatro años ya miembro del Senado de Estados Unidos. Definitivamente está en la carrera. Y no le faltan números para ganarla.
Con todo, es evidente que el panorama sigue abierto y que las alternativas de los próximos meses, sobre todo en el campo de los demócratas, no dejarán de aportar mucho interés y no poco sobresalto, dentro y fuera de Estados Unidos. Sigue siendo cierto que lo que allí electoralmente ocurra repercutirá de manera amplia en el resto del mundo. Y éstas de 2008 no son elecciones baladíes: Irak, la complicada situación económica, el papel de Estados Unidos en el conjunto mundial son temas que aparecen hoy con fuerza inusitada. Nos va mucho en ello.
Después del «super tuesday» sabemos lo elemental: que seguramente los demócratas llegarán este verano a la convención en Detroit con dos candidatos y que los republicanos han ido congregando sus fuerzas en torno a John McCain. Eran dos suposiciones que, si hubieran sido objeto de apuesta, no habrían aportado demasiados dividendos. En realidad el 5 de febrero ha sido el momento final de la etapa de los descartes. Las fases previas de las presidenciales americanas, tan bellamente cargadas de espectacular pasión, sirven precisamente para que la democracia interna de las formaciones políticas seleccionen al que consideran el mejor candidato posible, en un juego en que naturalmente confluyen multiplicidad de intereses internos y elementos de una básica estrategia externa: ¿quién será el mejor para competir con el oponente?
John McCain, en un proceso de resurrección política digno de figurar en la canción épica del Oeste americano, encarna hoy la posibilidad, hasta ahora tenida por imposible, de que un republicano suceda al presidente Bush en la Casa Blanca. Es cierto que el senador por Arizona practica una versión del conservatismo distinta a la que durante ocho años ha sido predicada desde la Casa Blanca y que sus disidencias le han llevado a ser visto con sospecha en medios políticos y mediáticos afines a su propio partido. Pero esos «descarríos» -sus votos contrarios a las reducciones de impuestos propuestas por la Casa Blanca, su oposición radical a cualquier forma de interrogatorio que pueda ser lejanamente parecido a una tortura, su aproximación flexible a la solución de los problemas planteados por la inmigración ilegal- no pueden hacer olvidar su sólido conservadurismo ideológico y, sobre todo, su firme apoyo a la intervención militar en Irak. A todo ello McCain aporta un estilo directo que trasmite espontaneidad y convencimiento y que le aproxima al sentimiento popular del votante republicano medio. Le queda todavía por convencer a las franjas más tradicionales del partido de que su figura no es la de un demócrata infiltrado, pero los resultados de las primarias parecen avalar ya su trayectoria hacia la confirmación. Tiene los dos elementos que los clásicos consideran imprescindibles para la carrera: gusta a la gente y la gente le considera capaz de ser elegido.
Los demócratas, en estas elecciones presidenciales de 2008, parten en principio como favoritos para ocupar la Casa Blanca. Desde 2006 tienen la mayoría en las dos Cámaras del Congreso y deberían ser los lógicos destinatarios del descontento acumulado en algunos sectores de la sociedad americana en la estela de la invasión de Irak. Además compiten con la ventaja comparativa que otorga la crisis económica sobrevenida, cuyas duras características seguramente van a pesar en el electorado mucho más que la guerra.
Y, qué duda cabe, Hillary Clinton y Barack Obama son candidatos capaces y poderosos que, cada cual en su estilo, reúnen sobradamente las exigencias del manual: ambos son «likeable», ambos son «electible». Incluso teniendo en cuenta que los dos, una mujer y un negro, son primicias absolutas en la elección presidencial de Estados Unidos. Desde luego es alentador comprobar cómo las diferencias de género o de raza no parecen haber alterado de manera significativa hasta ahora la percepción que el cuerpo electoral tiene de esos dos candidatos, cuyos méritos son estimados con independencia de sus características personales. Cabe la duda de si ello será así hasta el final, en un proceso cuya dureza no puede ser infraestimada y donde la novedad que ambos encierran pudiera ser manipulada por el contrario -tipo «una mujer no puede ser comandante en jefe de las fuerzas armadas» o «un negro sólo sabe responder ante los de su raza»-.
Y hasta que se celebre la convención demócrata en Detroit faltan unos cuantos meses y otras tantas primarias que los demócratas, involuntarios maestros de la división interna, pudieran utilizar para destrozarse internamente, con las negativas consecuencias que ello pudiera tener para le elección en noviembre.
El campo Clinton, que hasta hace pocos meses contaba con la nominación de su candidata como una certeza inevitable, ha encontrado en el senador Obama un obstáculo que bien pudiera dar al traste con sus aspiraciones. En el camino los seguidores y consejeros de la senadora por Nueva York, incluyendo su marido el ex presidente, han desarrollado las tácticas marrulleras propias de un candidato acorralado e impropias de un candidato presidencial, arrojando una luz incierta sobre los aspectos menos «likeable» de la que fuera Primera Dama y de su muy personal apuesta -ayer mismo, celebrando su triunfo en las primarias de Nueva York, volvía a repetir que se iban confirmando sus sueños para Estados Unidos-. Obama, por su parte, ha irrumpido en la arena política americana con la patente del «cambio», que tan bien resuena en una sociedad ansiosa de nuevos horizontes, y donde la reclamación clintoniana de la «experiencia» tiene claramente menos alcance. Dice Clinton: «Necesitamos un presidente que sepa hacer su trabajo desde el primer día en que pise el Despacho Oval». Dice Obama: «Necesitamos un presidente que sepa hacer las cosas bien desde el primer día en el Despacho Oval». Parece lo mismo. No lo es.
Y los demócratas, como los republicanos, deben también plantearse el tema de la mejor «elegibilidad». En el más que probable caso de que sea McCain el candidato republicano, ¿cuál de los dos demócratas tiene más posibilidades de alzarse con la victoria? La senadora Clinton, para ese duelo a dos, es claramente la candidata de los republicanos. Su figura tiene una capacidad de polarización grande y su candidatura seguramente contribuiría a galvanizar en altísimo número al electorado contrario. Desde luego cuenta con un alto nivel de fidelidad por parte de las estructuras demócratas en las que ya hoy, sin embargo, han hecho estragos las huestes de Obama. Y Clinton, cosa que los republicanos le recuerdan con fruición, votó a favor de la intervención militar en Irak, mientras que Obama, cosa que los suyos siempre recuerdan, lo hizo ostensiblemente en contra.
Obama tiene la frescura de lo nuevo y también su incertidumbre. No hay cadáveres en su armario y ha desarrollado un estilo de aproximación que resulta profundamente convincente para propios y parte de los extraños. (Los grandes periódicos nacionales tienen que cambiar periódicamente a los corresponsales que siguen la campaña de Obama para evitar que se conviertan en sus seguidores). No ha desarrollado todavía suficientemente sus propuestas programáticas y en algunos casos -como es el de la sanidad- lo ha hecho de forma confusa. Tiene un buen elenco de asesores y consejeros, muchos de ellos provenientes de la administración de Bill Clinton. Y, por mucho que le duela a sus adversarios, no es un ignoramus: graduado en Derecho por Harvard, presidente -el primer negro en serlo- de la prestigiosa Harvard Law Review, durante siete años miembro de la Cámara de Representantes del Estado de Illinois, cuatro años ya miembro del Senado de Estados Unidos. Definitivamente está en la carrera. Y no le faltan números para ganarla.
Con todo, es evidente que el panorama sigue abierto y que las alternativas de los próximos meses, sobre todo en el campo de los demócratas, no dejarán de aportar mucho interés y no poco sobresalto, dentro y fuera de Estados Unidos. Sigue siendo cierto que lo que allí electoralmente ocurra repercutirá de manera amplia en el resto del mundo. Y éstas de 2008 no son elecciones baladíes: Irak, la complicada situación económica, el papel de Estados Unidos en el conjunto mundial son temas que aparecen hoy con fuerza inusitada. Nos va mucho en ello.
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