Por Adolfo García Ortega, escritor (EL PAÍS, 14/02/08):
Dicho en plata y sin rodeos: la Conferencia Episcopal Española parece un cenáculo de jerarcas hipócritas que picotean con fruición el cadáver de la libertad, su manjar favorito desde que la Iglesia católica es tan terrenal. La jerarquía eclesiástica se siente fortalecida y segura porque cuenta con el respaldo de tres alianzas escalonadas: una, con el actual Partido Popular, especie de brazo político de la Iglesia más reaccionaria (o viceversa, porque tal vez el PP sea el brazo armado de la Iglesia más politizada desde los tiempos en que era directamente fascista); dos, con el papa Benedicto XVI, ex inquisidor, ex teólogo ultraconservador y ex soldado de la Wehrmacht (tal vez algún día aparezca que también fue de las Waffen SS, es cosa de tiempo); y tres, con Dios mismo, la gran coartada de la inamovible autoridad de los obispos y demás castas sacerdotales. Todo lo que rodea esta triple alianza vuelve a desprender el tufo pútrido de lo retrógrado.
Curiosamente, en el marco del retrogradismo, la Iglesia católica y el islam, viejos enemigos mutuos a sangre y fuego, están íntimamente unidos, hasta el punto de coincidir en lo más paradigmático de su esencia común: la manipulación de la verdad, y con ello la manipulación de las vidas y los derechos de las personas, evitando su progreso hacia la libertad y legislando el hechizo inmovilista del origen, del pasado perfecto del que nunca se debió haber salido. El islam nunca ha ido hacia adelante, tiene un efecto lastre para sus fieles. La Iglesia católica también lastra a los suyos con la imposición de su doctrina ancestral a lo largo de una historia tortuosa.
¿Alguna vez se fue lo retrógrado del ámbito definitorio de católicos y musulmanes? No, nunca desapareció, siempre estuvo ahí, controlando las sociedades de sus fieles creyentes. Por lo que respecta a la Iglesia, a lo sumo tuvo menos peso incidental en algunas épocas, o quizá hubo un tiempo en que los aires de la Iglesia, impulsados desde Roma por un Papa diferente, fueron más dialogantes y liberales, pero desde la llegada de Juan Pablo II, un titán del retrogradismo, se inició un descenso hacia la añoranza de un pasado que, de pronto, nada impedía que volviera a instaurarse. ¿Por qué no? El Vaticano lo entendió enseguida. Era cosa de que la Iglesia ejerciera lo que más había acumulado: el poder, nada más. De esa añoranza, las misas en latín no son más que un indicio casi folclórico, comparado con la demonización del aborto en el Tercer Mundo por parte de Juan Pablo II, por ejemplo. Lo retrógrado, además, encierra un mensaje, útil para católicos y musulmanes: la Edad Media es buena para todos. ¿Por qué no volver a aquellos buenos tiempos en los que corría a sus anchas ese fuego y esa espada con que ambas religiones lo medían y ordenaban todo?
Lo retrógrado (ya se sabe: de retro, hacia atrás, y grado, paso, marcha) tiene por horizonte el regreso. Mejor dar pasos atrás -y regresar al origen de donde partimos-, que avanzar hacia donde sea, hacia un lugar que siempre será incierto, aunque prometa la felicidad y la liberación. Mejor volver que progresar. Mejor incluso no salir de casa (de la Ley, de la Doctrina, de la Palabra del Profeta) que aprender la diversidad del mundo. Mejor nosotros solos que aceptar a los otros. Y sobre todo aplicar este principio: esos otros están siempre equivocados, por tanto son prescindibles para nuestra verdad (que es la Verdad) sencillamente por ser eso, otros.
La Iglesia, en materia de valores, siempre ha estado detrás de la sociedad, impidiendo su avance, y se alía con quienes tienen ese impedimento como idiosincrasia política: la derecha ultraderechizada. Se encastilla en valores retrógrados, que son aquellos que conllevan miedo, coacción, hipocresía, dominio, intolerancia, odio, sojuzgamiento.
¿Y qué fue de la muerte de Dios, que tanto prometía? Ésta es otra clave del fin de lo moderno y del inicio de la incertidumbre medievalizada. Lo moderno, en la Historia, avanza a base de muertes, de asesinatos casi: la del Padre, la del Estado, la de Dios, una misma figura siempre, y siempre masculina. Pues bien, ocurrió que la muerte de Dios nunca tuvo lugar. Se habla incluso del “Dios de nuestros padres”, y no es gratuito que en la deriva retrógrada hacia unos valores arcaicos el papel de la familia suba al escenario como primera actriz.
Los jerarcas de la Conferencia Episcopal desplegaron, como el mejor marketing de su estrategia retrogradante, la escenografía de La Familia Hundida en la manifestación-mitin de la madrileña plaza de Colón de finales del pasado diciembre. Y es precisamente el modelo de la Sagrada Familia el que ha permitido a la Iglesia ejercer su máximo dominio en la sociedad. Fidelidad a la Familia es fidelidad al redil, al origen, al círculo -no ya primero sino previo a toda numeración-; a la idea capital del Seno, del miedo a salir de él, pues fuera de él todo es ominoso y malvado. El Seno, que se eslabona con la figura del seno materno, y que tiene su máxima culminación en el papel exclusivamente reproductor de la mujer (en esto, los católicos y los musulmanes vuelven a ser de un solo e idéntico retrogradismo), y en la imagen intransitiva de la Virgen, metáfora de la mujer desfeminizada y vacía: madre sin concepción, esposa sin sexo, mujer sin voluntad, identidad anulada por el Dios-Hombre.
Y detrás de la defensa numantina de la familia que llevan a cabo, tan hipócritamente, los obispos y los imanes, hay otros aspectos que permiten ejercer el control y el poder: los papeles preestablecidos del hombre y de la mujer, activo uno y pasivo-sumiso el otro; la reducción de la mujer a una sola función, de ahí que otro de los caballos de batalla retrógrados sea combatir a toda costa el derecho de la mujer a interrumpir el embarazo; y por último, el miedo atroz de lo retrógrado a confundirse con la mujer, a ser feminizado, es decir, el miedo a la homosexualidad como opción natural.
El islam moderado -no menos retrógrado en sí que el catolicismo moderado, al menos en cuanto a valores- aparece casi maravilloso y lleno de buenas intenciones, comparado con la agresividad de la Iglesia católica. Hace que una figura como Erdogan y su partido sean vistos como una línea social-liberal, y que su vía islámica a la democracia pase por aceptable (cuando, por ejemplo, sus propuestas de modificación de la Constitución turca son retrógradas de todo punto, sobre todo en lo que respecta precisamente a la mujer).
Y tampoco la sociedad civil y laica se libra del regreso de lo retrógrado al primer plano de nuestras vidas. Es retrógrado de manera alarmante cuestionar el evolucionismo darwiniano, o institucionalizar el papel de la mujer como objeto, o creerse por encima de izquierdas o derechas, o propugnar un patriotismo exasperante, o quitarle hierro al ultranacionalismo vociferante de los nacionalismos.
El deseo de volver a ideas pasadas, a momentos pasados, está en contra de todo progreso o avance. El discurso retrógrado, en su condición de plantear una regla de máximos, propicia, perversamente, que lo meramente conservador avance y consolide espacios y maneras que antes sencillamente eran propias de lo progresista moderado. En estos tiempos medievalizados, entre una falda hasta los tobillos y una minifalda, una falda a la altura de la rodilla acabará siendo el súmmum de la conquista de la libertad. Y encima nos parecerá bien.
¿La solución? Difícil encontrar una que no pase por recomendar la metáfora de ubicar a la Iglesia y al islam en su justo lugar: el cielo, el espíritu; porque, como bien recuerda el filósofo José Luis Pardo, en su impresionante ensayo Esto no es música, Kant definía la religión como un subgénero de la poesía (o sea, de la ficción).
Dicho en plata y sin rodeos: la Conferencia Episcopal Española parece un cenáculo de jerarcas hipócritas que picotean con fruición el cadáver de la libertad, su manjar favorito desde que la Iglesia católica es tan terrenal. La jerarquía eclesiástica se siente fortalecida y segura porque cuenta con el respaldo de tres alianzas escalonadas: una, con el actual Partido Popular, especie de brazo político de la Iglesia más reaccionaria (o viceversa, porque tal vez el PP sea el brazo armado de la Iglesia más politizada desde los tiempos en que era directamente fascista); dos, con el papa Benedicto XVI, ex inquisidor, ex teólogo ultraconservador y ex soldado de la Wehrmacht (tal vez algún día aparezca que también fue de las Waffen SS, es cosa de tiempo); y tres, con Dios mismo, la gran coartada de la inamovible autoridad de los obispos y demás castas sacerdotales. Todo lo que rodea esta triple alianza vuelve a desprender el tufo pútrido de lo retrógrado.
Curiosamente, en el marco del retrogradismo, la Iglesia católica y el islam, viejos enemigos mutuos a sangre y fuego, están íntimamente unidos, hasta el punto de coincidir en lo más paradigmático de su esencia común: la manipulación de la verdad, y con ello la manipulación de las vidas y los derechos de las personas, evitando su progreso hacia la libertad y legislando el hechizo inmovilista del origen, del pasado perfecto del que nunca se debió haber salido. El islam nunca ha ido hacia adelante, tiene un efecto lastre para sus fieles. La Iglesia católica también lastra a los suyos con la imposición de su doctrina ancestral a lo largo de una historia tortuosa.
¿Alguna vez se fue lo retrógrado del ámbito definitorio de católicos y musulmanes? No, nunca desapareció, siempre estuvo ahí, controlando las sociedades de sus fieles creyentes. Por lo que respecta a la Iglesia, a lo sumo tuvo menos peso incidental en algunas épocas, o quizá hubo un tiempo en que los aires de la Iglesia, impulsados desde Roma por un Papa diferente, fueron más dialogantes y liberales, pero desde la llegada de Juan Pablo II, un titán del retrogradismo, se inició un descenso hacia la añoranza de un pasado que, de pronto, nada impedía que volviera a instaurarse. ¿Por qué no? El Vaticano lo entendió enseguida. Era cosa de que la Iglesia ejerciera lo que más había acumulado: el poder, nada más. De esa añoranza, las misas en latín no son más que un indicio casi folclórico, comparado con la demonización del aborto en el Tercer Mundo por parte de Juan Pablo II, por ejemplo. Lo retrógrado, además, encierra un mensaje, útil para católicos y musulmanes: la Edad Media es buena para todos. ¿Por qué no volver a aquellos buenos tiempos en los que corría a sus anchas ese fuego y esa espada con que ambas religiones lo medían y ordenaban todo?
Lo retrógrado (ya se sabe: de retro, hacia atrás, y grado, paso, marcha) tiene por horizonte el regreso. Mejor dar pasos atrás -y regresar al origen de donde partimos-, que avanzar hacia donde sea, hacia un lugar que siempre será incierto, aunque prometa la felicidad y la liberación. Mejor volver que progresar. Mejor incluso no salir de casa (de la Ley, de la Doctrina, de la Palabra del Profeta) que aprender la diversidad del mundo. Mejor nosotros solos que aceptar a los otros. Y sobre todo aplicar este principio: esos otros están siempre equivocados, por tanto son prescindibles para nuestra verdad (que es la Verdad) sencillamente por ser eso, otros.
La Iglesia, en materia de valores, siempre ha estado detrás de la sociedad, impidiendo su avance, y se alía con quienes tienen ese impedimento como idiosincrasia política: la derecha ultraderechizada. Se encastilla en valores retrógrados, que son aquellos que conllevan miedo, coacción, hipocresía, dominio, intolerancia, odio, sojuzgamiento.
¿Y qué fue de la muerte de Dios, que tanto prometía? Ésta es otra clave del fin de lo moderno y del inicio de la incertidumbre medievalizada. Lo moderno, en la Historia, avanza a base de muertes, de asesinatos casi: la del Padre, la del Estado, la de Dios, una misma figura siempre, y siempre masculina. Pues bien, ocurrió que la muerte de Dios nunca tuvo lugar. Se habla incluso del “Dios de nuestros padres”, y no es gratuito que en la deriva retrógrada hacia unos valores arcaicos el papel de la familia suba al escenario como primera actriz.
Los jerarcas de la Conferencia Episcopal desplegaron, como el mejor marketing de su estrategia retrogradante, la escenografía de La Familia Hundida en la manifestación-mitin de la madrileña plaza de Colón de finales del pasado diciembre. Y es precisamente el modelo de la Sagrada Familia el que ha permitido a la Iglesia ejercer su máximo dominio en la sociedad. Fidelidad a la Familia es fidelidad al redil, al origen, al círculo -no ya primero sino previo a toda numeración-; a la idea capital del Seno, del miedo a salir de él, pues fuera de él todo es ominoso y malvado. El Seno, que se eslabona con la figura del seno materno, y que tiene su máxima culminación en el papel exclusivamente reproductor de la mujer (en esto, los católicos y los musulmanes vuelven a ser de un solo e idéntico retrogradismo), y en la imagen intransitiva de la Virgen, metáfora de la mujer desfeminizada y vacía: madre sin concepción, esposa sin sexo, mujer sin voluntad, identidad anulada por el Dios-Hombre.
Y detrás de la defensa numantina de la familia que llevan a cabo, tan hipócritamente, los obispos y los imanes, hay otros aspectos que permiten ejercer el control y el poder: los papeles preestablecidos del hombre y de la mujer, activo uno y pasivo-sumiso el otro; la reducción de la mujer a una sola función, de ahí que otro de los caballos de batalla retrógrados sea combatir a toda costa el derecho de la mujer a interrumpir el embarazo; y por último, el miedo atroz de lo retrógrado a confundirse con la mujer, a ser feminizado, es decir, el miedo a la homosexualidad como opción natural.
El islam moderado -no menos retrógrado en sí que el catolicismo moderado, al menos en cuanto a valores- aparece casi maravilloso y lleno de buenas intenciones, comparado con la agresividad de la Iglesia católica. Hace que una figura como Erdogan y su partido sean vistos como una línea social-liberal, y que su vía islámica a la democracia pase por aceptable (cuando, por ejemplo, sus propuestas de modificación de la Constitución turca son retrógradas de todo punto, sobre todo en lo que respecta precisamente a la mujer).
Y tampoco la sociedad civil y laica se libra del regreso de lo retrógrado al primer plano de nuestras vidas. Es retrógrado de manera alarmante cuestionar el evolucionismo darwiniano, o institucionalizar el papel de la mujer como objeto, o creerse por encima de izquierdas o derechas, o propugnar un patriotismo exasperante, o quitarle hierro al ultranacionalismo vociferante de los nacionalismos.
El deseo de volver a ideas pasadas, a momentos pasados, está en contra de todo progreso o avance. El discurso retrógrado, en su condición de plantear una regla de máximos, propicia, perversamente, que lo meramente conservador avance y consolide espacios y maneras que antes sencillamente eran propias de lo progresista moderado. En estos tiempos medievalizados, entre una falda hasta los tobillos y una minifalda, una falda a la altura de la rodilla acabará siendo el súmmum de la conquista de la libertad. Y encima nos parecerá bien.
¿La solución? Difícil encontrar una que no pase por recomendar la metáfora de ubicar a la Iglesia y al islam en su justo lugar: el cielo, el espíritu; porque, como bien recuerda el filósofo José Luis Pardo, en su impresionante ensayo Esto no es música, Kant definía la religión como un subgénero de la poesía (o sea, de la ficción).
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