Por Manuel Sanchis i Marco, profesor de Economía Aplicada de la Universitat de València (EL PAÍS, 12/02/08):
Así sonaba a mediados del siglo pasado el estribillo del famoso fado de Amália da Piedade Rebordão Rodrigues, más conocida como la Reina del Fado. Con esta canción llena de melancolía, Amália Rodrigues quería transmitir la saudade, esa tristeza que nos produce el no saber qué es lo que ocurre en nuestra tierra cuando estamos lejos.
En el año 2000, otra Rodrigues, esta vez de nombre Maria João, transformó la saudade portuguesa en un sentimiento de entusiasmo por Europa y de fe en su progreso económico y social. Maria João Rodrigues, entonces ministra de Trabajo, no era la reina del fado pero nos cantaba las bondades que se obtendrían en la Unión Europea si los Estados miembros modernizaban su economía, el mercado de trabajo y el sistema de protección social, a la vez que reactivaban la lucha contra la exclusión social y la pobreza. En marzo de aquel año, los jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea reunidos en Lisboa dieron impulso político a su programa de reformas económicas: acababa de nacer la Estrategia de Lisboa.
Ha sido también en Lisboa donde, el pasado 14 de diciembre, los jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea nos han dejado un nuevo tratado. No se trata de una Constitución Europea, sino más bien de un “tratado reformador” o “modificador”, pues se limita a modificar los tratados ya existentes. Aún así, el Tratado de Lisboa introduce cambios de hondo calado en todas las instituciones de la Unión. En el caso de la Comisión Europea, por ejemplo, establece que el número de comisarios corresponderá a dos tercios de los Estados miembros -es decir, 18 sobre un total de 27 Estados miembros-, y los comisarios serán elegidos de acuerdo con un sistema de rotación igualitaria entre los Estados miembros. Esta reducción del tamaño del Colegio de Comisarios ayudará a soslayar la “nacionalización” encubierta y permitirá una toma de decisiones más acorde con los intereses generales de la Unión Europea.
Además, el tratado establece una nueva regla de voto en el Consejo de Ministros que facilitará la toma de decisiones mientras que, el nuevo papel reforzado del Parlamento Europeo, junto con la creación del derecho de iniciativa ciudadana, reforzará la democracia participativa en la Unión y dará lugar a un mayor acercamiento al ciudadano europeo, potenciando la contribución de la sociedad civil al debate político.
También en el reparto de competencias entre distintos niveles de poder hay novedades. Quizás la más llamativa, aunque no necesariamente la más relevante, sea el “principio de atribución”, es decir, que la Unión Europea no pueda ampliar sus competencias a expensas de los Estados miembros sin el consentimiento de éstos; que los Estados miembros puedan recuperar competencias antes traspasadas a la Unión, o que los parlamentos nacionales puedan hacer escuchar su voz en virtud de un “mecanismo de alerta temprana”. Por otro lado, el tratado refuerza los instrumentos y la eficacia en la toma de decisiones en materia de libertad, seguridad y justicia, sienta las bases para la construcción de una Europa de la Justicia, y establece los instrumentos necesarios para dotar de coherencia y unidad de acción a la política exterior de la Unión.
En cuanto a la política de ampliación, el nuevo tratado establece con claridad tres condiciones de obligado cumplimiento por los países candidatos. En primer lugar, el criterio político, que incluye la democracia, el respeto de los derechos humanos, etcétera. En segundo lugar, el económico, que exige el funcionamiento de economías de mercado y obliga a tener capacidad para hacer frente a la competencia proveniente de los otros países de la Unión Europea. Y, en tercer lugar, el criterio de asunción del acervo comunitario, que implica capacidad para asumir las obligaciones que se derivan de la adhesión como, por ejemplo, aplicar el derecho comunitario en la legislación nacional o suscribir los objetivos de Unión.
En materia económica, el nuevo tratado reconoce oficialmente la existencia del Eurogrupo y clarifica qué tipo de vínculos han de establecerse entre los Estados miembros que han adoptado el euro a la hora de coordinar sus políticas económicas, presupuestarias y fiscales. En cuanto al Pacto de Estabilidad y Crecimiento, introduce un reequilibrio de poderes entre la Comisión y el Consejo; este último podrá oponerse a las iniciativas de la Comisión.
Para terminar, en el terreno social, se refuerza la dimensión social de la Unión al introducir nuevos derechos, objetivos, políticas y modalidades en la toma de decisiones: la Carta de Derechos Fundamentales adquiere valor jurídico; se asignan nuevos objetivos sociales, como el pleno empleo, la lucha contra la exclusión social o la supresión de la pobreza; y se consolida el papel de los agentes sociales, del diálogo social y del Consejo Europeo de Primavera dedicado al crecimiento y al empleo. En otras palabras, se revalida la Estrategia de Lisboa que lanzó en el año 2000 Maria João Rodrigues.
Éstos son, a grandes rasgos, los elementos innovadores del Tratado de Lisboa que -en coherencia con el llamado “método comunitario” de construcción europea a partir de pequeños pasos- constituyen todo un pequeño gran salto hacia adelante que tendrá, sin duda alguna, hondas consecuencias sobre la construcción europea y sobre la vida cotidiana de sus ciudadanos.
Así sonaba a mediados del siglo pasado el estribillo del famoso fado de Amália da Piedade Rebordão Rodrigues, más conocida como la Reina del Fado. Con esta canción llena de melancolía, Amália Rodrigues quería transmitir la saudade, esa tristeza que nos produce el no saber qué es lo que ocurre en nuestra tierra cuando estamos lejos.
En el año 2000, otra Rodrigues, esta vez de nombre Maria João, transformó la saudade portuguesa en un sentimiento de entusiasmo por Europa y de fe en su progreso económico y social. Maria João Rodrigues, entonces ministra de Trabajo, no era la reina del fado pero nos cantaba las bondades que se obtendrían en la Unión Europea si los Estados miembros modernizaban su economía, el mercado de trabajo y el sistema de protección social, a la vez que reactivaban la lucha contra la exclusión social y la pobreza. En marzo de aquel año, los jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea reunidos en Lisboa dieron impulso político a su programa de reformas económicas: acababa de nacer la Estrategia de Lisboa.
Ha sido también en Lisboa donde, el pasado 14 de diciembre, los jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea nos han dejado un nuevo tratado. No se trata de una Constitución Europea, sino más bien de un “tratado reformador” o “modificador”, pues se limita a modificar los tratados ya existentes. Aún así, el Tratado de Lisboa introduce cambios de hondo calado en todas las instituciones de la Unión. En el caso de la Comisión Europea, por ejemplo, establece que el número de comisarios corresponderá a dos tercios de los Estados miembros -es decir, 18 sobre un total de 27 Estados miembros-, y los comisarios serán elegidos de acuerdo con un sistema de rotación igualitaria entre los Estados miembros. Esta reducción del tamaño del Colegio de Comisarios ayudará a soslayar la “nacionalización” encubierta y permitirá una toma de decisiones más acorde con los intereses generales de la Unión Europea.
Además, el tratado establece una nueva regla de voto en el Consejo de Ministros que facilitará la toma de decisiones mientras que, el nuevo papel reforzado del Parlamento Europeo, junto con la creación del derecho de iniciativa ciudadana, reforzará la democracia participativa en la Unión y dará lugar a un mayor acercamiento al ciudadano europeo, potenciando la contribución de la sociedad civil al debate político.
También en el reparto de competencias entre distintos niveles de poder hay novedades. Quizás la más llamativa, aunque no necesariamente la más relevante, sea el “principio de atribución”, es decir, que la Unión Europea no pueda ampliar sus competencias a expensas de los Estados miembros sin el consentimiento de éstos; que los Estados miembros puedan recuperar competencias antes traspasadas a la Unión, o que los parlamentos nacionales puedan hacer escuchar su voz en virtud de un “mecanismo de alerta temprana”. Por otro lado, el tratado refuerza los instrumentos y la eficacia en la toma de decisiones en materia de libertad, seguridad y justicia, sienta las bases para la construcción de una Europa de la Justicia, y establece los instrumentos necesarios para dotar de coherencia y unidad de acción a la política exterior de la Unión.
En cuanto a la política de ampliación, el nuevo tratado establece con claridad tres condiciones de obligado cumplimiento por los países candidatos. En primer lugar, el criterio político, que incluye la democracia, el respeto de los derechos humanos, etcétera. En segundo lugar, el económico, que exige el funcionamiento de economías de mercado y obliga a tener capacidad para hacer frente a la competencia proveniente de los otros países de la Unión Europea. Y, en tercer lugar, el criterio de asunción del acervo comunitario, que implica capacidad para asumir las obligaciones que se derivan de la adhesión como, por ejemplo, aplicar el derecho comunitario en la legislación nacional o suscribir los objetivos de Unión.
En materia económica, el nuevo tratado reconoce oficialmente la existencia del Eurogrupo y clarifica qué tipo de vínculos han de establecerse entre los Estados miembros que han adoptado el euro a la hora de coordinar sus políticas económicas, presupuestarias y fiscales. En cuanto al Pacto de Estabilidad y Crecimiento, introduce un reequilibrio de poderes entre la Comisión y el Consejo; este último podrá oponerse a las iniciativas de la Comisión.
Para terminar, en el terreno social, se refuerza la dimensión social de la Unión al introducir nuevos derechos, objetivos, políticas y modalidades en la toma de decisiones: la Carta de Derechos Fundamentales adquiere valor jurídico; se asignan nuevos objetivos sociales, como el pleno empleo, la lucha contra la exclusión social o la supresión de la pobreza; y se consolida el papel de los agentes sociales, del diálogo social y del Consejo Europeo de Primavera dedicado al crecimiento y al empleo. En otras palabras, se revalida la Estrategia de Lisboa que lanzó en el año 2000 Maria João Rodrigues.
Éstos son, a grandes rasgos, los elementos innovadores del Tratado de Lisboa que -en coherencia con el llamado “método comunitario” de construcción europea a partir de pequeños pasos- constituyen todo un pequeño gran salto hacia adelante que tendrá, sin duda alguna, hondas consecuencias sobre la construcción europea y sobre la vida cotidiana de sus ciudadanos.
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