Por Raj Patel, autor de Stuffed and Starved: Markets, Power and the Hidden Battle for the World Food System [Repletos y hambrientos: los mercados, el poder y la oculta batalla por el sistema alimentario mundial]. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo (EL PAÍS, 07/02/08):
El pasado mes de agosto, el director de la Asociación Médica Británica causó cierto revuelo al compartir sus ideas sobre cuál era la mejor manera de que su país se enfrentara a los crecientes índices de obesidad. Las observaciones de Hamish Meldrum tenían dos partes. En primer lugar, apuntó que ahora esta dolencia era rehén de cirujanos y empresas farmacéuticas. La rama de la medicina que se ocupa de la obesidad, a la que se alude en inglés con el término bariatrics, es tan nueva que este término ni siquiera ha entrado en el Oxford English Dictionary. La primera intervención quirúrgica para tratarla no se realizó hasta 1954, pero hoy en día es un sector que mueve miles de millones. Al mismo tiempo, las farmacéuticas están incrementando su control sobre lo que comemos, lanzando los llamados alimentos nutracéuticos, así como ungüentos destinados a reducir el apetito. Son productos cuyo equivalente sería proponer la mejora del tratamiento quirúrgico de los disparos de bala para atajar la violencia callejera.
Lo que metió a Meldrum en un lío estaba en la segunda parte de su exposición, en la que apuntó que “doctores, profesores, trabajadores sociales y otros grupos de profesionales pueden intentar ayudar a los pacientes obesos a cambiar su forma de vida, pero será muy difícil hacerlo si esas personas no están dispuestas a asumir sus propias responsabilidades”. En su opinión, para solucionar el problema, los profesionales sanitarios tendrían que hablar claramente, sin evitar decirles a los obesos que son unos glotones.
La idea de Meldrum está muy extendida pero es muy insuficiente. Para comprender por qué, pensemos en una historia verídica. En pleno siglo XX, cuando el apartheid se introdujo en Sudáfrica, la población negra ya no podía disponer de las mismas comodidades que los blancos en sus centros de trabajo. En Durban, esto supuso que los caddies negros que trabajaban para los blancos en los campos de golf ya no podían comer en la cantina del trabajo. En cierto modo, la aparición del Bunny Chow, plato típico de Durban, fue una reacción a esta situación. Fusionando la comida india con la europea al untar de curry una rebanada de pan, se creó un alimento caliente que podía comerse deprisa mientras se volvía al trabajo.
Sería absurdo apuntar, como hacían los jerifaltes del apartheid, que las deficiencias alimentarias de la población negra procedían de su indolencia e incompetencia. Por el contrario, ya tendríamos que saber que las opciones de los individuos se regían por las normas sociales. Hoy en día, el sentido común alimentario apunta en la dirección opuesta. La sociedad no puede determinar nada. Todos somos individuos libres nadando en un océano de opciones no sujetas a coacción alguna. Sin embargo, cada día, la industria alimentaria, el ritmo de vida que llevamos y la arquitectura del mundo moderno determinan nuestras opciones, induciéndonos a engullir tentempiés y después salir corriendo. Como nos olvidamos de tener en cuenta cómo nos determina el entorno, nos resulta fácil pensar que nuestros alimentos están hechos para nosotros. Es difícil aceptar que lo que hace el capitalismo, cada vez más, es hacernos a nosotros para nuestra comida.
Cuando hay algún tipo de análisis social sobre los alimentos, se limita a expresar prejuicios sobre lo que comen los chavales. La visión imperante es que la obesidad es un defecto individual y moral, y que si la clase trabajadora tiene sobrepeso, sólo ella es culpable.
Las conclusiones publicadas en julio pasado por la Agencia de Pautas Alimentarias británica (FSA en sus siglas inglesas) podrían habernos servido de antídoto para esta clase de enfoque. Mediante una amplia encuesta, la FSA descubrió que entre las personas de ingresos bajos existían casi las mismas posibilidades de tener obesidad o sufrir sobrepeso que entre los grupos de mayor renta, aunque, en promedio, las primeras solían consumir menos frutas y verduras.
Como antídoto, el informe no funcionó muy bien. Una alarma social como la que envuelve las pautas de consumo de las clases bajas no la mitigan ni los hechos ni las contradicciones. Sin embargo, para abordar las razones sociales del incremento de peso en la sociedad británica, tenemos que cambiar urgentemente de forma de pensar. La receta para combatir el sobrepeso en el Reino Unido está clara: menos cirugía bariátrica y más sociología; menos juicios morales y más política.
El pasado mes de agosto, el director de la Asociación Médica Británica causó cierto revuelo al compartir sus ideas sobre cuál era la mejor manera de que su país se enfrentara a los crecientes índices de obesidad. Las observaciones de Hamish Meldrum tenían dos partes. En primer lugar, apuntó que ahora esta dolencia era rehén de cirujanos y empresas farmacéuticas. La rama de la medicina que se ocupa de la obesidad, a la que se alude en inglés con el término bariatrics, es tan nueva que este término ni siquiera ha entrado en el Oxford English Dictionary. La primera intervención quirúrgica para tratarla no se realizó hasta 1954, pero hoy en día es un sector que mueve miles de millones. Al mismo tiempo, las farmacéuticas están incrementando su control sobre lo que comemos, lanzando los llamados alimentos nutracéuticos, así como ungüentos destinados a reducir el apetito. Son productos cuyo equivalente sería proponer la mejora del tratamiento quirúrgico de los disparos de bala para atajar la violencia callejera.
Lo que metió a Meldrum en un lío estaba en la segunda parte de su exposición, en la que apuntó que “doctores, profesores, trabajadores sociales y otros grupos de profesionales pueden intentar ayudar a los pacientes obesos a cambiar su forma de vida, pero será muy difícil hacerlo si esas personas no están dispuestas a asumir sus propias responsabilidades”. En su opinión, para solucionar el problema, los profesionales sanitarios tendrían que hablar claramente, sin evitar decirles a los obesos que son unos glotones.
La idea de Meldrum está muy extendida pero es muy insuficiente. Para comprender por qué, pensemos en una historia verídica. En pleno siglo XX, cuando el apartheid se introdujo en Sudáfrica, la población negra ya no podía disponer de las mismas comodidades que los blancos en sus centros de trabajo. En Durban, esto supuso que los caddies negros que trabajaban para los blancos en los campos de golf ya no podían comer en la cantina del trabajo. En cierto modo, la aparición del Bunny Chow, plato típico de Durban, fue una reacción a esta situación. Fusionando la comida india con la europea al untar de curry una rebanada de pan, se creó un alimento caliente que podía comerse deprisa mientras se volvía al trabajo.
Sería absurdo apuntar, como hacían los jerifaltes del apartheid, que las deficiencias alimentarias de la población negra procedían de su indolencia e incompetencia. Por el contrario, ya tendríamos que saber que las opciones de los individuos se regían por las normas sociales. Hoy en día, el sentido común alimentario apunta en la dirección opuesta. La sociedad no puede determinar nada. Todos somos individuos libres nadando en un océano de opciones no sujetas a coacción alguna. Sin embargo, cada día, la industria alimentaria, el ritmo de vida que llevamos y la arquitectura del mundo moderno determinan nuestras opciones, induciéndonos a engullir tentempiés y después salir corriendo. Como nos olvidamos de tener en cuenta cómo nos determina el entorno, nos resulta fácil pensar que nuestros alimentos están hechos para nosotros. Es difícil aceptar que lo que hace el capitalismo, cada vez más, es hacernos a nosotros para nuestra comida.
Cuando hay algún tipo de análisis social sobre los alimentos, se limita a expresar prejuicios sobre lo que comen los chavales. La visión imperante es que la obesidad es un defecto individual y moral, y que si la clase trabajadora tiene sobrepeso, sólo ella es culpable.
Las conclusiones publicadas en julio pasado por la Agencia de Pautas Alimentarias británica (FSA en sus siglas inglesas) podrían habernos servido de antídoto para esta clase de enfoque. Mediante una amplia encuesta, la FSA descubrió que entre las personas de ingresos bajos existían casi las mismas posibilidades de tener obesidad o sufrir sobrepeso que entre los grupos de mayor renta, aunque, en promedio, las primeras solían consumir menos frutas y verduras.
Como antídoto, el informe no funcionó muy bien. Una alarma social como la que envuelve las pautas de consumo de las clases bajas no la mitigan ni los hechos ni las contradicciones. Sin embargo, para abordar las razones sociales del incremento de peso en la sociedad británica, tenemos que cambiar urgentemente de forma de pensar. La receta para combatir el sobrepeso en el Reino Unido está clara: menos cirugía bariátrica y más sociología; menos juicios morales y más política.
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