Por Christopher Buckley, escritor. Acaba de finalizar la novela Supreme Courtship, de inminente publicación (EL MUNDO, 26/02/08):
Tengo enmarcada una caricatura del semanario The New Yorker en la que aparecen dos caballeros muy correctos, con sus trajes, sus gafas y sus sombreros, que se presentan ante la garita de guardia que hay delante de la Casa Blanca. El pie del dibujo reza: «Somos de la Extrema Derecha. Hemos venido a que nos tranquilicen un poco». El chiste data de la época del primer Gobierno de Reagan y, en mi opinión, refleja con amabilidad la tempestad, por aquel entonces desenfrenada, que desató la supuesta traición de Reagan a los principios fundamentales de los conservadores. ¡Qué curioso! A juzgar por las declaraciones que en la actualidad hacen los candidatos a ambos lados (¡ejem!) de la divisoria política estadounidense, Reagan parece haber sobrevivido a esa acusación.
A algunos conservadores les puede resultar sorprendente, por disparatado, e incluso absurdo, ver que John McCain está siendo sometido a un auto de fe a manos de torquemadas de la derecha como, por ejemplo, Rush Limbaugh, Ann Coulter o Sean Hannity. El otro día tuvo que aguantar incluso abucheos en una reunión conservadora en Washington a expensas de un grupo de asistentes, prototipos perfectos del conservadurismo. De hecho, pueden poner la televisión norteamericana a cualquier hora del día y se encontrarán con que McCain es vilipendiado en términos más fuertes que los que tuvo que aguantar de sus carceleros en el Hanoi Hilton [la cárcel vietnamita en la que estuvo recluido al caer preso del Vietcong durante la guerra de Vietnam] y denunciado, según los casos, por a) no ser conservador, b) no ser un conservador de los de verdad o, incluso, c) ser tan poco conservador como para que uno se pregunte si no será simplemente la última reedición de El mensajero del miedo [título como fue estrenada en España la película de Denzel Washington, basada en la novela The Manchurian Candidate].
Permítaseme ofrecer a modo de reacción un comentario muy meditado y cuidadosamente pronunciado: ¿Quieren hacer el favor de callarse? (Por mí, incluiría en la frase una palabra para subrayar el énfasis, pero esto es un periódico).
Vamos a meter la cabeza en una bolsa de papel, vamos a respirar dentro y vamos a ver si nos calmamos y consideramos tranquilamente la cuestión: ¿es John McCain un conservador con c minúscula o un Conservador con C mayúscula? (ya es curioso que su apellido contenga la dos) ¿O no es conservador en absoluto? Efectivamente, es verdad que votó en contra de algunas de las reducciones de impuestos de George Bush, pero ¿es esto indicativo de una vileza particularmente ruin, visto en el contexto de los aumentos elefantiásicos de los gastos federales en que ha incurrido el presidente y de la ruinosa depreciación del dólar que paralelamente han conllevado? Cierto, en el tema de la inmigración, McCain se ha aliado también con el demonio por antonomasia: Ted Kennedy.
También es cierto -¡qué curioso!- que McCain es popular entre los electores hispanos, que a su vez son verdaderos paradigmas del conservadurismo cultural y sin cuyo apoyo cualquier candidato conservador a la Presidencia está condenado posiblemente al fracaso (a propósito, sería interesante oír directamente de boca de Limbaugh, Coulter y Hannity si en algún momento han recurrido a los servicios de inmigrantes ilegales. ¡Respondan con mucho cuidado, y ya, podría estar en juego esa embajada!). ¿La posición oficial conservadora sobre la inmigración es que la única solución pasa por construir un gigantesco muro y aumentar las rondas nocturnas de los agentes de la Patrulla?
También es verdad que John McCain se ha atizado sus buenos lingotazos de vodka mientras se lo pasaba en grande a expensas del contribuyente en esas fiestorras… perdón, en esas comisiones de investigación con Hillary Clinton. Bueno, también Ronald Reagan solía compartir las copas con Tip O’Neill, el portavoz del Partido Demócrata en el Congreso, después de que los dos se hubieran pasado el día llamándose de todo, y nada amable, el uno al otro, como dos viejos irlandeses con malas pulgas allí, en su bar de siempre. A la postre, se cuenta que, después de trasegar unos cuantos tragos de vodka con Stalin, Winston Churchill exclamó: «¡Me cae bien este hombre!».
Esta es una declaración que, a buen seguro, hará que tanto los conservadores como los liberales enarquen las cejas y sientan un pinchazo en el corazón, pero es que las relaciones personales siempre han producido frutos. Henry Kissinger se terminó llevando estupendamente con Mao y con Chou En-lai. Madeleine Albright regaló al dictador norcoreano, Kim Jong-il, una pelota de baloncesto firmada por Michael Jordan. Yo tuve el atrevimiento de esperar que Albright se tapara la nariz, al menos en su fuero interno, mientras le ofrecía semejante regalazo a «la peor persona del munnnnndo» (así lo llamó Keith Olbermann), pero las imágenes del acto muestran a la secretaria de Estado más bien con una sonrisa de oreja a oreja.
Siguiendo con el tema de los extraños compañeros de cama, McCain parece ser amiguísimo hasta extremos increíbles de Joe Lieberman, que no es conservador. Los dos están constantemente abrazándose y toqueteándose el uno al otro, aunque su atracción mutua no ha llegado por el momento al extremo del ósculo en toda regla en el mismísimo Congreso, uno de esos momentos de éxtasis memorable sólo alcanzado por Lieberman y Bush. Por otra parte (es cierto, una vez más), McCain es un poquito nenaza cuando resulta que hay que aguaduchar [una forma de tortura que consiste en inmovilizar a un individuo y verter agua sobre su cara y boca para simular que se le va a ahogar] a detenidos que tienen información valiosa; no obstante, se trata de una situación delicada incluso para los conservadores muy machos, los que se comen los filetones crudos y se dan grandes golpes de puño en el pecho.
Quizás algunas de las descalificaciones infamantes que se están lanzando contra McCain no sean sino consecuencia de la frustración por el fracaso de sus demás rivales, más netamente conservadores. La revista National Review, la Biblia de la doctrina Conservadora (con C mayúscula), ha distinguido con su imprimatur oficial a Mitt Romney. Sin embargo, la cosa no ha salido bien por varias razones. Romney no ha sido completamente coherente en sus posturas y ha terminado por retirarse de la carrera, aduciendo como razón su deseo de no complicar el esfuerzo bélico, lo que ha dejado el campo libre al candidato que, hace un año, levantó su voz en solitario en favor del denominado refuerzo [el envío de más soldados a Irak], altamente impopular.
Estaba también Fred Thompson, un Conservador de los de C mayúscula, tremendamente simpático. Su único problema es que a duras penas consiguió mantenerse despierto durante el discurso de presentación de su candidatura. Otro era Rudy Giuliani, un conservador de los de c minúscula, casado por tres veces, partidario de la libertad de elección de la mujer [en la cuestión del aborto], partidario de los derechos de los homosexuales, que no se habla con sus propios hijos y poco enérgico en sus recomendaciones a la dirección del Departamento [Ministerio] de Seguridad Interior.
Algunos de los que desde la derecha más vociferan contra McCain han afirmado que sería preferible dejar que un Clinton (técnicamente hablando, Hillary) o un Obama obtuvieran la Presidencia, de manera que el desastre que se va a liar después de George W. Bush (el conservador compasivo, con c minúscula o mayúscula, eso no importa tanto en este punto) recaiga sobre las espaldas de los demócratas y no sobre las nuestras.
Se hace muy cuesta arriba desplegar esta bandera, por extraña y por poco agradable. Es difícil imaginar a Ronald Reagan o a cualquier otro símbolo de los conservadores (Churchill, Margaret Thatcher) aporreando el atril y anunciando: «¡Muy bien! Este es el plan: tiramos a éste a la piscina y dentro de cuatro años parecerá que éramos unos héroes. ¡En marcha!».
El conservadurismo es, entre otras cosas, una cuestión de carácter, de mucho carácter. McCain nunca ha alardeado de salirse en este apartado. Reconoce sus fallos con una candidez casi sospechosa. De hecho, puede llegar a ser un auténtico pelmazo en este tema. La desgracia de Keating Five [nombre con el que se conoce el escándalo registrado en el Congreso ante el hundimiento de una serie de instituciones financieras y crediticias] le ofendió hasta tal punto su sentido del honor personal que ha puesto en marcha su propia cruzada en pro de la reforma de la financiación de las campañas; algo muy poco conservador.
Aún así, la suma de McCain parece mucho más grande que las partes (a mí me lo parece, en cualquier caso). ¿Cuántas elecciones ofrecen la elección de una biografía tan estimulante como la suya? Por otra parte, ¿quién de nosotros (con excepción del senador Thad Cochran, de Misisipí, que ha hecho pública una declaración según la cual la sola idea de imaginarse a McCain en el Despacho Oval le hace sentir «escalofríos en toda la columna vertebral») no dormiría a pierna suelta sabiendo que del trabajo se ocupa un héroe de guerra que está pensando en cómo enviar a más islamistas fanáticos a su cita con 72 vírgenes sin tener que pasar por un aguaducho mientras que en su tiempo libre veta las últimas asignaciones de fondos de Cochran?
El discurso de McCain ante la gran asamblea conservadora de la Crispación (ésta, con C mayúscula) ha sido un modelo de apaciguamiento (en estos momentos estoy viendo el chiste de The New Yorker). Me encantaría poder estar dentro de su cerebro o, al menos, haberme dado una vuelta por la parte del fondo de la pantalla de televisión para adivinarle el pensamiento cuando pronunciaba esas palabras tan tranquilizadoras. Supongo que sería algo del estilo de «de acuerdo, vosotros, los que pestañeáis, los idiotas que exigís cuidados especiales, si es de eso de lo que se trata, estoy dispuesto a hacerlo pero, francamente, preferiría estar tomándome unos vodkas con Hillary Clinton». En cualquier caso, ese gusto por llevar la contraria, por ir a la contra pero con buen humor y sin tremendismos, es una cualidad que siempre he asociado con el conservadurismo.
Tengo enmarcada una caricatura del semanario The New Yorker en la que aparecen dos caballeros muy correctos, con sus trajes, sus gafas y sus sombreros, que se presentan ante la garita de guardia que hay delante de la Casa Blanca. El pie del dibujo reza: «Somos de la Extrema Derecha. Hemos venido a que nos tranquilicen un poco». El chiste data de la época del primer Gobierno de Reagan y, en mi opinión, refleja con amabilidad la tempestad, por aquel entonces desenfrenada, que desató la supuesta traición de Reagan a los principios fundamentales de los conservadores. ¡Qué curioso! A juzgar por las declaraciones que en la actualidad hacen los candidatos a ambos lados (¡ejem!) de la divisoria política estadounidense, Reagan parece haber sobrevivido a esa acusación.
A algunos conservadores les puede resultar sorprendente, por disparatado, e incluso absurdo, ver que John McCain está siendo sometido a un auto de fe a manos de torquemadas de la derecha como, por ejemplo, Rush Limbaugh, Ann Coulter o Sean Hannity. El otro día tuvo que aguantar incluso abucheos en una reunión conservadora en Washington a expensas de un grupo de asistentes, prototipos perfectos del conservadurismo. De hecho, pueden poner la televisión norteamericana a cualquier hora del día y se encontrarán con que McCain es vilipendiado en términos más fuertes que los que tuvo que aguantar de sus carceleros en el Hanoi Hilton [la cárcel vietnamita en la que estuvo recluido al caer preso del Vietcong durante la guerra de Vietnam] y denunciado, según los casos, por a) no ser conservador, b) no ser un conservador de los de verdad o, incluso, c) ser tan poco conservador como para que uno se pregunte si no será simplemente la última reedición de El mensajero del miedo [título como fue estrenada en España la película de Denzel Washington, basada en la novela The Manchurian Candidate].
Permítaseme ofrecer a modo de reacción un comentario muy meditado y cuidadosamente pronunciado: ¿Quieren hacer el favor de callarse? (Por mí, incluiría en la frase una palabra para subrayar el énfasis, pero esto es un periódico).
Vamos a meter la cabeza en una bolsa de papel, vamos a respirar dentro y vamos a ver si nos calmamos y consideramos tranquilamente la cuestión: ¿es John McCain un conservador con c minúscula o un Conservador con C mayúscula? (ya es curioso que su apellido contenga la dos) ¿O no es conservador en absoluto? Efectivamente, es verdad que votó en contra de algunas de las reducciones de impuestos de George Bush, pero ¿es esto indicativo de una vileza particularmente ruin, visto en el contexto de los aumentos elefantiásicos de los gastos federales en que ha incurrido el presidente y de la ruinosa depreciación del dólar que paralelamente han conllevado? Cierto, en el tema de la inmigración, McCain se ha aliado también con el demonio por antonomasia: Ted Kennedy.
También es cierto -¡qué curioso!- que McCain es popular entre los electores hispanos, que a su vez son verdaderos paradigmas del conservadurismo cultural y sin cuyo apoyo cualquier candidato conservador a la Presidencia está condenado posiblemente al fracaso (a propósito, sería interesante oír directamente de boca de Limbaugh, Coulter y Hannity si en algún momento han recurrido a los servicios de inmigrantes ilegales. ¡Respondan con mucho cuidado, y ya, podría estar en juego esa embajada!). ¿La posición oficial conservadora sobre la inmigración es que la única solución pasa por construir un gigantesco muro y aumentar las rondas nocturnas de los agentes de la Patrulla?
También es verdad que John McCain se ha atizado sus buenos lingotazos de vodka mientras se lo pasaba en grande a expensas del contribuyente en esas fiestorras… perdón, en esas comisiones de investigación con Hillary Clinton. Bueno, también Ronald Reagan solía compartir las copas con Tip O’Neill, el portavoz del Partido Demócrata en el Congreso, después de que los dos se hubieran pasado el día llamándose de todo, y nada amable, el uno al otro, como dos viejos irlandeses con malas pulgas allí, en su bar de siempre. A la postre, se cuenta que, después de trasegar unos cuantos tragos de vodka con Stalin, Winston Churchill exclamó: «¡Me cae bien este hombre!».
Esta es una declaración que, a buen seguro, hará que tanto los conservadores como los liberales enarquen las cejas y sientan un pinchazo en el corazón, pero es que las relaciones personales siempre han producido frutos. Henry Kissinger se terminó llevando estupendamente con Mao y con Chou En-lai. Madeleine Albright regaló al dictador norcoreano, Kim Jong-il, una pelota de baloncesto firmada por Michael Jordan. Yo tuve el atrevimiento de esperar que Albright se tapara la nariz, al menos en su fuero interno, mientras le ofrecía semejante regalazo a «la peor persona del munnnnndo» (así lo llamó Keith Olbermann), pero las imágenes del acto muestran a la secretaria de Estado más bien con una sonrisa de oreja a oreja.
Siguiendo con el tema de los extraños compañeros de cama, McCain parece ser amiguísimo hasta extremos increíbles de Joe Lieberman, que no es conservador. Los dos están constantemente abrazándose y toqueteándose el uno al otro, aunque su atracción mutua no ha llegado por el momento al extremo del ósculo en toda regla en el mismísimo Congreso, uno de esos momentos de éxtasis memorable sólo alcanzado por Lieberman y Bush. Por otra parte (es cierto, una vez más), McCain es un poquito nenaza cuando resulta que hay que aguaduchar [una forma de tortura que consiste en inmovilizar a un individuo y verter agua sobre su cara y boca para simular que se le va a ahogar] a detenidos que tienen información valiosa; no obstante, se trata de una situación delicada incluso para los conservadores muy machos, los que se comen los filetones crudos y se dan grandes golpes de puño en el pecho.
Quizás algunas de las descalificaciones infamantes que se están lanzando contra McCain no sean sino consecuencia de la frustración por el fracaso de sus demás rivales, más netamente conservadores. La revista National Review, la Biblia de la doctrina Conservadora (con C mayúscula), ha distinguido con su imprimatur oficial a Mitt Romney. Sin embargo, la cosa no ha salido bien por varias razones. Romney no ha sido completamente coherente en sus posturas y ha terminado por retirarse de la carrera, aduciendo como razón su deseo de no complicar el esfuerzo bélico, lo que ha dejado el campo libre al candidato que, hace un año, levantó su voz en solitario en favor del denominado refuerzo [el envío de más soldados a Irak], altamente impopular.
Estaba también Fred Thompson, un Conservador de los de C mayúscula, tremendamente simpático. Su único problema es que a duras penas consiguió mantenerse despierto durante el discurso de presentación de su candidatura. Otro era Rudy Giuliani, un conservador de los de c minúscula, casado por tres veces, partidario de la libertad de elección de la mujer [en la cuestión del aborto], partidario de los derechos de los homosexuales, que no se habla con sus propios hijos y poco enérgico en sus recomendaciones a la dirección del Departamento [Ministerio] de Seguridad Interior.
Algunos de los que desde la derecha más vociferan contra McCain han afirmado que sería preferible dejar que un Clinton (técnicamente hablando, Hillary) o un Obama obtuvieran la Presidencia, de manera que el desastre que se va a liar después de George W. Bush (el conservador compasivo, con c minúscula o mayúscula, eso no importa tanto en este punto) recaiga sobre las espaldas de los demócratas y no sobre las nuestras.
Se hace muy cuesta arriba desplegar esta bandera, por extraña y por poco agradable. Es difícil imaginar a Ronald Reagan o a cualquier otro símbolo de los conservadores (Churchill, Margaret Thatcher) aporreando el atril y anunciando: «¡Muy bien! Este es el plan: tiramos a éste a la piscina y dentro de cuatro años parecerá que éramos unos héroes. ¡En marcha!».
El conservadurismo es, entre otras cosas, una cuestión de carácter, de mucho carácter. McCain nunca ha alardeado de salirse en este apartado. Reconoce sus fallos con una candidez casi sospechosa. De hecho, puede llegar a ser un auténtico pelmazo en este tema. La desgracia de Keating Five [nombre con el que se conoce el escándalo registrado en el Congreso ante el hundimiento de una serie de instituciones financieras y crediticias] le ofendió hasta tal punto su sentido del honor personal que ha puesto en marcha su propia cruzada en pro de la reforma de la financiación de las campañas; algo muy poco conservador.
Aún así, la suma de McCain parece mucho más grande que las partes (a mí me lo parece, en cualquier caso). ¿Cuántas elecciones ofrecen la elección de una biografía tan estimulante como la suya? Por otra parte, ¿quién de nosotros (con excepción del senador Thad Cochran, de Misisipí, que ha hecho pública una declaración según la cual la sola idea de imaginarse a McCain en el Despacho Oval le hace sentir «escalofríos en toda la columna vertebral») no dormiría a pierna suelta sabiendo que del trabajo se ocupa un héroe de guerra que está pensando en cómo enviar a más islamistas fanáticos a su cita con 72 vírgenes sin tener que pasar por un aguaducho mientras que en su tiempo libre veta las últimas asignaciones de fondos de Cochran?
El discurso de McCain ante la gran asamblea conservadora de la Crispación (ésta, con C mayúscula) ha sido un modelo de apaciguamiento (en estos momentos estoy viendo el chiste de The New Yorker). Me encantaría poder estar dentro de su cerebro o, al menos, haberme dado una vuelta por la parte del fondo de la pantalla de televisión para adivinarle el pensamiento cuando pronunciaba esas palabras tan tranquilizadoras. Supongo que sería algo del estilo de «de acuerdo, vosotros, los que pestañeáis, los idiotas que exigís cuidados especiales, si es de eso de lo que se trata, estoy dispuesto a hacerlo pero, francamente, preferiría estar tomándome unos vodkas con Hillary Clinton». En cualquier caso, ese gusto por llevar la contraria, por ir a la contra pero con buen humor y sin tremendismos, es una cualidad que siempre he asociado con el conservadurismo.
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