Por Rafael Argullol, escritor (EL PAÍS, 24/02/08):
Hace poco asistí a un concierto inusual. Fue en el pequeño auditorio de Santa Coloma de Gramanet, una población del cinturón barcelonés. En el transcurso del concierto la violinista ucraniana Ala Voronkova interpretó, seguidos, los 24 caprichos de Niccolò Paganini, algo completamente excepcional dada la extrema dificultad de muchos de ellos. Fueron dos horas de música difícil y magnética en las que Voronkova, plantada en el centro de un escenario de madera desnudo y sin ornamentación alguna, hacía luchar el arco con las cuerdas en una equilibrada combinación de virtuosismo y furia. Aparte de la habilidad técnica, el esfuerzo físico de la interpretación era tan grande que los espectadores permanecíamos en vilo, temerosos de que algo interrumpiera aquel derroche sonoro.
Entre capricho y capricho era imposible no pensar en la enorme cantidad de horas de aprendizaje y ensayo ocultas bajo aquella interpretación que tras la forma apasionada de la escuela rusa, en la que se ha educado Voronkova, dejaba adivinar un milimétrico rigor. Si la música que llega a los oyentes es siempre la pulcra y brillante cabeza del iceberg que destaca sobre la enorme montaña sumergida de los ensayos y repeticiones que los intérpretes han debido realizar para que acabe brillando aquella luz, en el caso de los caprichos de Paganini el amontonamiento de horas necesario para llegar al concierto al que estábamos asistiendo debió de ser descomunal.
Voronkova se había enfrentado a los sonidos limítrofes de una música casi imposible. Paganini mismo, a pesar de su proverbial desmesura, no parece que interpretara nunca los 24 caprichos en un único concierto y es bien conocido el terror de los violinistas de su época ante las envenenadas partituras del maestro de Génova. En algunos de los caprichos la andadura hacia las fronteras musicales por parte de Paganini es tan decididamente temeraria que queda en entredicho su propia capacidad para conseguir que aquello sea música.
Y en efecto, en manos de Ala Voronkova, y a través de su violín, la música de Paganini parecía expandirse por el pequeño auditorio como una música que luchara contra sí misma, un juego de mil disonancias en busca de una secreta armonía. En muchos momentos los caprichos se erigían en una premonición del estilo futuro, anunciando las salvajes alegrías y los tormentos de la música del siglo XX. Había algo simultáneamente diabólico y angelical en aquella persecución del gozo en medio del caos.
Recordé el delicioso relato Noches florentinas, de Heinrich Heine, en el que se alude a la leyenda que rodeaba a Niccolò Paganini y se recrea uno de susconciertos en la ciudad de Hamburgo. Heine, buen conocedor del ambiente musical de su tiempo, encuadra su narración en los días de la muerte inesperada del joven Bellinya y de la muerte falsa del viejo Paganini, un sonado error periodístico que fue la comidilla de la época. La anécdota le sirve para introducir al lector en el supuesto pacto de Paganini con el diablo para llegar a componer una música imposible (Un siglo después Thomas Mann haría uso de retazos de esta leyenda para describir un pacto semejante aunque de consecuencias más dolorosas en su novela Doctor Faustus).
El gran talento narrativo de Heine hace que se desplieguen con precisión las siluetas que conforman el demonismo de Paganini. De entrada ninguno de los mejores pintores ha logrado plasmar el rostro del músico. O lo embellecen demasiado o por el contrario lo afean en exceso. La personalidad de Paganini se escabulle ante la mirada de sus contemporáneos. Hay, sin embargo, una excepción, la del oscuro pintor John Meter Lyser, quien con escasos trazos de lápiz supo representar tan bien al violinista que, según Heine, la gente que veía la obra no sabía si reírse o aterrorizarse ante la fidelidad del dibujo.
La particularidad de este retrato tan fiel es que ha sido llevado a cabo por un pintor que jamás pudo escuchar la música de Paganini pues era sordo. La sordera de Lyser, amigo personal de Heine, le sirve a éste para trasladar al lector la idea de que la música imaginada por el compositor estaba más allá de los sonidos emitidos por el violín: un pintor sordo lo había captado con más hondura que los otros pintores. Lyser, por su parte, está seguro de que es el mismo diablo quien ha guiado su mano.
Heine enlaza esta declaración con la fantasmagórica historia que se contaba en Italia acerca del criado que acompañaba siempre a Paganini, una especie de Mefistófeles que se había convertido en la sombra del compositor fáustico. Quedaba claro así que Paganini había vendido el alma y que el diablo le hacía compañía para que no se le escapara. Con su ironía habitual Heine se ríe de la leyenda del sospechoso criado, un tipo vulgar y adulador que bailotea alrededor de la delgada e imponente figura de Paganini, quien para confirmar su fama siempre va vestido con una lúgubre levita. Aunque en apariencia el criado o secretario se llama Georg Harrys, un escritor de comedias, en la realidad es el diablo quien ha ocupado el cuerpo del pobre Harrys dejando su alma, junto con otros trastos, en un arcón de Hannover.
El resto de la primera noche florentina de Heine es una sensacional recreación de un concierto de Paganini en Hamburgo. En ella queda claro que para el escritor alemán -quien al parecer asistió a varios conciertos del violinista- el demonismo de Paganini no es otra cosa que la exploración apasionada de los límites de la música. A lo largo de su descripción los sonidos arrancados al violín tanto hacen descender al espectador a abismos infernales, transformados ellos mismos en ángeles caídos, cuanto lo elevan a esferas celestiales, partícipes de una gracia imperecedera. En su enfrentamiento con los sonidos Paganini no toca el violín, como se suele afirmar, sino que batalla con él, lo arremete y se deja agredir. En el instante culminante del concierto da la impresión de que se rompe una de las cuerdas debido al continuo pizzicato. Pero nadie puede afirmarlo a ciencia cierta, pues, tras la supuesta ruptura, Paganini continúa su interpretación, aun más vibrante y vigorosa de lo que había sido hasta entonces.
Creo que en su relato Heinrich Heine resume inmejorablemente la alegría y la ansiedad de la búsqueda de armonía en medio del torbellino. Quizá esto pueda resultar hoy día incomprensible para una época con cierta tendencia a la perversión pragmática y en la que la acumulación tecnológica amenaza con oscurecer los esplendores del misterio.
Pero si realmente resulta incomprensible -o como los espíritus acomodaticios repiten “demasiado utópico”- tanto más es de agradecer que alguien siga recogiendo el único reto que realmente vale la pena. Me hubiera gustado que Heine hubiera asistido al concierto de Ala Voronkova en el pequeño auditorio de Santa Coloma. Con diablo o sin diablo.
Hace poco asistí a un concierto inusual. Fue en el pequeño auditorio de Santa Coloma de Gramanet, una población del cinturón barcelonés. En el transcurso del concierto la violinista ucraniana Ala Voronkova interpretó, seguidos, los 24 caprichos de Niccolò Paganini, algo completamente excepcional dada la extrema dificultad de muchos de ellos. Fueron dos horas de música difícil y magnética en las que Voronkova, plantada en el centro de un escenario de madera desnudo y sin ornamentación alguna, hacía luchar el arco con las cuerdas en una equilibrada combinación de virtuosismo y furia. Aparte de la habilidad técnica, el esfuerzo físico de la interpretación era tan grande que los espectadores permanecíamos en vilo, temerosos de que algo interrumpiera aquel derroche sonoro.
Entre capricho y capricho era imposible no pensar en la enorme cantidad de horas de aprendizaje y ensayo ocultas bajo aquella interpretación que tras la forma apasionada de la escuela rusa, en la que se ha educado Voronkova, dejaba adivinar un milimétrico rigor. Si la música que llega a los oyentes es siempre la pulcra y brillante cabeza del iceberg que destaca sobre la enorme montaña sumergida de los ensayos y repeticiones que los intérpretes han debido realizar para que acabe brillando aquella luz, en el caso de los caprichos de Paganini el amontonamiento de horas necesario para llegar al concierto al que estábamos asistiendo debió de ser descomunal.
Voronkova se había enfrentado a los sonidos limítrofes de una música casi imposible. Paganini mismo, a pesar de su proverbial desmesura, no parece que interpretara nunca los 24 caprichos en un único concierto y es bien conocido el terror de los violinistas de su época ante las envenenadas partituras del maestro de Génova. En algunos de los caprichos la andadura hacia las fronteras musicales por parte de Paganini es tan decididamente temeraria que queda en entredicho su propia capacidad para conseguir que aquello sea música.
Y en efecto, en manos de Ala Voronkova, y a través de su violín, la música de Paganini parecía expandirse por el pequeño auditorio como una música que luchara contra sí misma, un juego de mil disonancias en busca de una secreta armonía. En muchos momentos los caprichos se erigían en una premonición del estilo futuro, anunciando las salvajes alegrías y los tormentos de la música del siglo XX. Había algo simultáneamente diabólico y angelical en aquella persecución del gozo en medio del caos.
Recordé el delicioso relato Noches florentinas, de Heinrich Heine, en el que se alude a la leyenda que rodeaba a Niccolò Paganini y se recrea uno de susconciertos en la ciudad de Hamburgo. Heine, buen conocedor del ambiente musical de su tiempo, encuadra su narración en los días de la muerte inesperada del joven Bellinya y de la muerte falsa del viejo Paganini, un sonado error periodístico que fue la comidilla de la época. La anécdota le sirve para introducir al lector en el supuesto pacto de Paganini con el diablo para llegar a componer una música imposible (Un siglo después Thomas Mann haría uso de retazos de esta leyenda para describir un pacto semejante aunque de consecuencias más dolorosas en su novela Doctor Faustus).
El gran talento narrativo de Heine hace que se desplieguen con precisión las siluetas que conforman el demonismo de Paganini. De entrada ninguno de los mejores pintores ha logrado plasmar el rostro del músico. O lo embellecen demasiado o por el contrario lo afean en exceso. La personalidad de Paganini se escabulle ante la mirada de sus contemporáneos. Hay, sin embargo, una excepción, la del oscuro pintor John Meter Lyser, quien con escasos trazos de lápiz supo representar tan bien al violinista que, según Heine, la gente que veía la obra no sabía si reírse o aterrorizarse ante la fidelidad del dibujo.
La particularidad de este retrato tan fiel es que ha sido llevado a cabo por un pintor que jamás pudo escuchar la música de Paganini pues era sordo. La sordera de Lyser, amigo personal de Heine, le sirve a éste para trasladar al lector la idea de que la música imaginada por el compositor estaba más allá de los sonidos emitidos por el violín: un pintor sordo lo había captado con más hondura que los otros pintores. Lyser, por su parte, está seguro de que es el mismo diablo quien ha guiado su mano.
Heine enlaza esta declaración con la fantasmagórica historia que se contaba en Italia acerca del criado que acompañaba siempre a Paganini, una especie de Mefistófeles que se había convertido en la sombra del compositor fáustico. Quedaba claro así que Paganini había vendido el alma y que el diablo le hacía compañía para que no se le escapara. Con su ironía habitual Heine se ríe de la leyenda del sospechoso criado, un tipo vulgar y adulador que bailotea alrededor de la delgada e imponente figura de Paganini, quien para confirmar su fama siempre va vestido con una lúgubre levita. Aunque en apariencia el criado o secretario se llama Georg Harrys, un escritor de comedias, en la realidad es el diablo quien ha ocupado el cuerpo del pobre Harrys dejando su alma, junto con otros trastos, en un arcón de Hannover.
El resto de la primera noche florentina de Heine es una sensacional recreación de un concierto de Paganini en Hamburgo. En ella queda claro que para el escritor alemán -quien al parecer asistió a varios conciertos del violinista- el demonismo de Paganini no es otra cosa que la exploración apasionada de los límites de la música. A lo largo de su descripción los sonidos arrancados al violín tanto hacen descender al espectador a abismos infernales, transformados ellos mismos en ángeles caídos, cuanto lo elevan a esferas celestiales, partícipes de una gracia imperecedera. En su enfrentamiento con los sonidos Paganini no toca el violín, como se suele afirmar, sino que batalla con él, lo arremete y se deja agredir. En el instante culminante del concierto da la impresión de que se rompe una de las cuerdas debido al continuo pizzicato. Pero nadie puede afirmarlo a ciencia cierta, pues, tras la supuesta ruptura, Paganini continúa su interpretación, aun más vibrante y vigorosa de lo que había sido hasta entonces.
Creo que en su relato Heinrich Heine resume inmejorablemente la alegría y la ansiedad de la búsqueda de armonía en medio del torbellino. Quizá esto pueda resultar hoy día incomprensible para una época con cierta tendencia a la perversión pragmática y en la que la acumulación tecnológica amenaza con oscurecer los esplendores del misterio.
Pero si realmente resulta incomprensible -o como los espíritus acomodaticios repiten “demasiado utópico”- tanto más es de agradecer que alguien siga recogiendo el único reto que realmente vale la pena. Me hubiera gustado que Heine hubiera asistido al concierto de Ala Voronkova en el pequeño auditorio de Santa Coloma. Con diablo o sin diablo.
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