Por Mateo Madridejos, periodista e historiador (EL PERIÓDICO, 24/02/08):
Los resultados de las elecciones en Pakistán y la derrota del general-presidente Pervez Musharraf, aliado privilegiado de Washington, suscitan un interés en Estados Unidos que podría parecer desorbitado, pero que se justifica por los desafíos geopolíticos que convulsionan el Asia central y que tienen su epicentro en la enigmática frontera afgano-paquistaní, una volátil zona tribal que escapa a la autoridad de los gobiernos de Islamabad y Kabul, más que probable refugio de Bin Laden y sus secuaces de Al Qaeda.
No lejos de esa zona confluyen los intereses de India y China, los dos países más poblados del mundo y con las economías más dinámicas, pero que mantienen una enconada rivalidad no solo comercial. En la cercana Cachemira, por donde pasa la línea divisoria más militarizada del mundo, Pakistán y la India, que disponen de armas nucleares, se hallan en pie de guerra después de haber librado tres conflictos armados desde la partición de 1947. Terroristas islámicos procedentes de Cachemira son los autores de los atentados sufridos por la India.
La presencia iraní añade un motivo de zozobra al tablero estratégico. Teherán abriga aspiraciones de potencia regional, pretende dotarse del poder atómico y cultiva estrechas relaciones culturales, religiosas y económicas con Pakistán, aunque cada día son más fuertes los agravios recíprocos. Los servicios secretos paquistanís denuncian ritualmente la intromisión iraní en la violencia sectaria endémica y la ayuda de EEUU a Islamabad es motivo de resquemor para los ayatolás, pese a la cooperación nuclear.
La presencia de la OTAN en Afganistán y la extremada complejidad de la situación crean fricciones entre los aliados atlánticos y debates inacabables sobre el alcance de la misión, cuya operatividad depende de EEUU. Atrapados en ese laberinto cuya salida se reputa problemática, los norteamericanos están persuadidos de que en Pakistán se halla el hilo salvador. Desde que en diciembre fue asesinada Benazir Bhutto, han pasado por Islamabad numerosos senadores y representantes, el jefe de la CIA, el jefe del Estado Mayor Conjunto y el secretario de Estado adjunto, John Negroponte, con el propósito explícito de revisar la alianza forjada con el general Musharraf en el 2001, tras la hecatombe de las Torres Gemelas.
LOS CANDIDATOS presidenciales dan más importancia a la situación en Afganistán-Pakistán que a la de Irak, hasta el punto de que el senador Obama, en un arranque belicoso muy criticado, llegó a decir que la guerra de Pakistán (y no la de Irak) es la que hay que ganar. Los dos aspirantes demócratas propugnan la retirada de Irak, pero no hablan del repliegue de la OTAN o de abandonar Pakistán. El Ejército paquistaní, el cuarto más importante del mundo, pertrechado por EEUU, y los servicios secretos, tributarios de la CIA, son las piezas claves, pese a las ambiguas relaciones de muchos oficiales con el islamismo radical y los talibanes.
Henry Kissinger respondió al senador Obama con una inquietante pregunta: “¿Deberíamos utilizar el poder militar para controlar las regiones tribales de Pakistán y llevar a cabo operaciones militares en una zona que Gran Bretaña no logró pacificar en 100 años de colonización?”
Los temores que concita el terrorismo islámico y las informaciones incontrolables sobre Al Qaeda explican en buena parte el despliegue militar y la inquietud que cunde en Europa. La aprensión se aproximó al pánico cuando el director adjunto del MI6, el servicio secreto británico, designó a Baitulá Mehsud, de origen paquistaní y aliado de los talibanes, como el enemigo público número uno, director del entramado islamista en Gran Bretaña.
El viento democrático moderado aconseja un cambio de estrategia que aligere además el gasto del contribuyente norteamericano (más de 10.000 millones de dólares), aunque imprescindible para que el Ejército paquistaní ayude a la CIA a mantener la presión sobre Al Qaeda en las zonas fronterizas. El fracaso de los grupos religiosos integristas y el triunfo de las fuerzas relativamente seculares, el PPP de la difunta Benazir Bhutto y la Liga Musulmana del exprimer ministro Nawaf Sharif, plantean como siempre el dilema entre un poder militar fuerte, pero que solo sirvió para exacerbar el radicalismo islámico, y la arriesgada restauración de la democracia.
The Wall Street Journal, tan atento a los designios imperiales, mostró su resignación ante los resultados del escrutinio y señaló el camino: “Los intereses de EEUU en Pakistán están mejor servidos por el cultivo de las instituciones democráticas y una vibrante sociedad civil con sus propios intereses en el combate contra el extremismo islámico”.
LA HISTORIA DE Pakistán oscila entre breves explosiones democráticas y largos periodos de despotismo militar. Las alianzas con EEUU y en menor medida con China, por el común antagonismo con la India, tienen también carácter estructural. Desacreditado el poder castrense (cuatro golpes de Estado y otras tantas constituciones), las urnas apuntan hacia una desmilitarización de la vida política, como reflejo de una incipiente sociedad civil en ebullición. Pero Washington y sus aliados imponen dos condiciones para el regreso de los generales a los cuarteles: la lucha contra el extremismo islámico y la seguridad de las armas nucleares, ambas controladas por el poder militar.
Los resultados de las elecciones en Pakistán y la derrota del general-presidente Pervez Musharraf, aliado privilegiado de Washington, suscitan un interés en Estados Unidos que podría parecer desorbitado, pero que se justifica por los desafíos geopolíticos que convulsionan el Asia central y que tienen su epicentro en la enigmática frontera afgano-paquistaní, una volátil zona tribal que escapa a la autoridad de los gobiernos de Islamabad y Kabul, más que probable refugio de Bin Laden y sus secuaces de Al Qaeda.
No lejos de esa zona confluyen los intereses de India y China, los dos países más poblados del mundo y con las economías más dinámicas, pero que mantienen una enconada rivalidad no solo comercial. En la cercana Cachemira, por donde pasa la línea divisoria más militarizada del mundo, Pakistán y la India, que disponen de armas nucleares, se hallan en pie de guerra después de haber librado tres conflictos armados desde la partición de 1947. Terroristas islámicos procedentes de Cachemira son los autores de los atentados sufridos por la India.
La presencia iraní añade un motivo de zozobra al tablero estratégico. Teherán abriga aspiraciones de potencia regional, pretende dotarse del poder atómico y cultiva estrechas relaciones culturales, religiosas y económicas con Pakistán, aunque cada día son más fuertes los agravios recíprocos. Los servicios secretos paquistanís denuncian ritualmente la intromisión iraní en la violencia sectaria endémica y la ayuda de EEUU a Islamabad es motivo de resquemor para los ayatolás, pese a la cooperación nuclear.
La presencia de la OTAN en Afganistán y la extremada complejidad de la situación crean fricciones entre los aliados atlánticos y debates inacabables sobre el alcance de la misión, cuya operatividad depende de EEUU. Atrapados en ese laberinto cuya salida se reputa problemática, los norteamericanos están persuadidos de que en Pakistán se halla el hilo salvador. Desde que en diciembre fue asesinada Benazir Bhutto, han pasado por Islamabad numerosos senadores y representantes, el jefe de la CIA, el jefe del Estado Mayor Conjunto y el secretario de Estado adjunto, John Negroponte, con el propósito explícito de revisar la alianza forjada con el general Musharraf en el 2001, tras la hecatombe de las Torres Gemelas.
LOS CANDIDATOS presidenciales dan más importancia a la situación en Afganistán-Pakistán que a la de Irak, hasta el punto de que el senador Obama, en un arranque belicoso muy criticado, llegó a decir que la guerra de Pakistán (y no la de Irak) es la que hay que ganar. Los dos aspirantes demócratas propugnan la retirada de Irak, pero no hablan del repliegue de la OTAN o de abandonar Pakistán. El Ejército paquistaní, el cuarto más importante del mundo, pertrechado por EEUU, y los servicios secretos, tributarios de la CIA, son las piezas claves, pese a las ambiguas relaciones de muchos oficiales con el islamismo radical y los talibanes.
Henry Kissinger respondió al senador Obama con una inquietante pregunta: “¿Deberíamos utilizar el poder militar para controlar las regiones tribales de Pakistán y llevar a cabo operaciones militares en una zona que Gran Bretaña no logró pacificar en 100 años de colonización?”
Los temores que concita el terrorismo islámico y las informaciones incontrolables sobre Al Qaeda explican en buena parte el despliegue militar y la inquietud que cunde en Europa. La aprensión se aproximó al pánico cuando el director adjunto del MI6, el servicio secreto británico, designó a Baitulá Mehsud, de origen paquistaní y aliado de los talibanes, como el enemigo público número uno, director del entramado islamista en Gran Bretaña.
El viento democrático moderado aconseja un cambio de estrategia que aligere además el gasto del contribuyente norteamericano (más de 10.000 millones de dólares), aunque imprescindible para que el Ejército paquistaní ayude a la CIA a mantener la presión sobre Al Qaeda en las zonas fronterizas. El fracaso de los grupos religiosos integristas y el triunfo de las fuerzas relativamente seculares, el PPP de la difunta Benazir Bhutto y la Liga Musulmana del exprimer ministro Nawaf Sharif, plantean como siempre el dilema entre un poder militar fuerte, pero que solo sirvió para exacerbar el radicalismo islámico, y la arriesgada restauración de la democracia.
The Wall Street Journal, tan atento a los designios imperiales, mostró su resignación ante los resultados del escrutinio y señaló el camino: “Los intereses de EEUU en Pakistán están mejor servidos por el cultivo de las instituciones democráticas y una vibrante sociedad civil con sus propios intereses en el combate contra el extremismo islámico”.
LA HISTORIA DE Pakistán oscila entre breves explosiones democráticas y largos periodos de despotismo militar. Las alianzas con EEUU y en menor medida con China, por el común antagonismo con la India, tienen también carácter estructural. Desacreditado el poder castrense (cuatro golpes de Estado y otras tantas constituciones), las urnas apuntan hacia una desmilitarización de la vida política, como reflejo de una incipiente sociedad civil en ebullición. Pero Washington y sus aliados imponen dos condiciones para el regreso de los generales a los cuarteles: la lucha contra el extremismo islámico y la seguridad de las armas nucleares, ambas controladas por el poder militar.
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